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– Voilà! -dejó escapar, contento, pisoteando el charco de agua que se estaba formando a sus pies-. ¡La tenemos!

– ¿Por qué le atacaban las carpas? -inquirió Fernanda arrugando la nariz cuando Biao se colocó junto a ella.

El señor Jiang no le hizo caso, así que fue Paddy quien le contestó.

– Las carpas son peces muy nerviosos. En seguida se sienten amenazados si se invade su territorio y se vuelven realmente fieros si, además, están en época de cría. El licenciado Wan eligió bien el lugar. Durante siglos, estas carpas han mantenido alejados de la caja a los nadadores curiosos. Un tipo muy listo ese Wan.

– Debimos adivinar desde el principio -añadió Lao Jiang, calándose las gafas- que las carpas formaban parte de la trampa.

– ¿Por qué? -Tichborne parecía ofendido.

– Porque las carpas son el símbolo chino del mérito literario, de la aplicación en el estudio, de haber aprobado un examen con excelentes notas… Es decir, el símbolo del propio licenciado Wan.

– ¡Abrámosla! -exclamé.

– No, madame, ahora no. Primero debemos salir de Shanghai. -El anticuario levantó la mirada hacia el cielo y buscó el sol-. Es tarde. Debemos marcharnos inmediatamente o perderemos el ferrocarril.

¿El ferrocarril…?

– ¿El ferrocarril? -me sorprendí. Había estado convencida todo el tiempo de que huiríamos en barco, remontando el Yangtsé.

– Sí, madame, el Expreso de Nanking que sale de la Estación del Norte a las doce del mediodía.

– Pero, pensé que… -balbucí.

– La Banda Verde creerá que huimos escondiéndonos en algún sampán del río, como cabría esperar, y registrará cualquier barcaza que navegue por el delta del Yangtsé durante los próximos días. A estas horas, los dos matones que huyeron durante la pelea estarán informando de lo ocurrido y la Banda ya sabe que hemos empezado la búsqueda y que, o nos cazan ahora o tendrán que perseguirnos por todo el país.

Empezamos a caminar en dirección a la salida, desandando el trayecto realizado al llegar. Los sicarios a los que Lao Jiang había hecho algo en el cuello permanecían en la misma postura, sin moverse, aunque los ojos les iban de un lado a otro, desorbitados. El anticuario no se inmutó.

– ¿Qué les pasa? -pregunté, examinándolos aprensivamente a distancia.

– Están encerrados dentro de sus cuerpos -afirmó Biao con temor.

– En efecto.

– ¿Morirán? -quiso saber Fernanda, pero el señor Jiang permaneció silencioso, andando hacia la puerta de salida del Jardín del Mandarín.

– Mi sobrina le ha preguntado si morirán, Lao Jiang.

– No, madame. Podrán moverse dentro de un par de horas chinas, es decir, dentro de cuatro horas de las suyas. La vida, cualquier vida, hay que respetarla, aunque sea tan indigna como ésta. No se puede alcanzar el Tao con muertes innecesarias sobre la conciencia. Si un luchador es superior a su contendiente, no debe abusar de su poder.

Ahora hablaba como un filósofo y supe que era un hombre compasivo. Lo que no acababa de entender era aquello del Tao, pero tiempo habría para aclarar los cientos de preguntas que se me acumulaban en la garganta. Lo más urgente era escapar, huir de Shanghai lo antes posible porque, como había dicho el anticuario, la Banda Verde ya estaría al tanto de que los cinco habíamos visitado los jardines Yuyuan a primera hora de la mañana y no se iba a creer que había sido para hacer turismo.

– ¿Conocerán los eunucos imperiales el texto verdadero de la leyenda del Príncipe de Gui? -inquirí en aquel momento.

– No lo sabemos -repuso Tichborne retorciendo los faldones de su larga túnica para escurrir el agua-, pero es de suponer que no porque, en caso contrario, ¿para qué necesitarían el cofre?

– Lo más probable -observó juiciosamente Lao Jiang- es que conocieran su existencia, que alguien lo hubiera leído alguna vez y que tuvieran el cofre localizado y a buen recaudo para poder usar el texto cuando llegase el momento. La torpeza de Puyi se vuelve a poner de manifiesto al ordenar aquel inventario de tesoros sin calcular las consecuencias. Hubiera sido lógico adivinar que los eunucos y los funcionarios que venían enriqueciéndose con los robos no iban a permitir que se descubrieran. La solución más fácil era quemar las pruebas, provocar los incendios para que no pudiera llegar a saberse la cuantía de lo robado y apoderarse así de más objetos valiosos.

– Pero quizá alguien recuerde lo que decía el texto -objeté.

– En cualquier caso, madame, aunque Puyi y sus manchúes tuviesen la información de los lugares donde se escondieron los pedazos del jiance, cosa poco probable dada la nula inteligencia demostrada por los miembros de la familia imperial y por la vieja corte, este detalle resulta insignificante. Lo que realmente importa es que no pueden permitirse de ningún modo que otros la tengan también. Piénselo con cuidado. Cualquier señor de la guerra, cualquier noble Han, cualquier erudito Hanlin de rango superior y grandes ambiciones podría estar igualmente interesado en descubrir la tumba de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, y por las mismas razones que Puyi. De modo que necesitan recuperar el cofre al precio que sea y el cofre lo tenemos nosotros.

Tichborne soltó una carcajada.

– ¿Quieres ser emperador, Lao Jiang?

– Creí que usted era un chino profundamente nacionalista -musité sin hacer caso al irlandés.

– Y lo soy, madame. Pero también creo que China ya no puede vivir dando la espalda al mundo, regresando al pasado. Hay que avanzar para que, algún día, podamos ser una potencia mundial como Meiguo y Faguo. Incluso como su patria, la Gran Luzón, que lucha por integrarse en las democracias modernas.

– Yo soy de España, señor Jiang -objeté.

– Es lo que he dicho, madame. La Gran Luzón, España.

Le costó lo suyo pronunciar el nombre. Resultaba que, como los mercaderes chinos llevaban trescientos años haciendo negocios con Manila, la capital de la isla de Luzón, España, para ellos, era «La Gran Luzón», el remoto país que compraba y vendía productos a través de su colonia de las Filipinas. No tenían la más remota idea de dónde estaba ni de cómo era y, además, les importaba muy poco y, por eso, pensé que el señor Jiang volvía a tener razón: China debía abrirse al mundo urgentemente y dejar de vivir en la Edad Media. No necesitaba más emperadores feudales, fueran manchúes o Han, sino partidos políticos y un moderno sistema parlamentario republicano que la hiciera progresar hasta el siglo xx.

Habíamos salido de nuevo a las callejuelas de Nantao y nos dimos cuenta de que llamábamos bastante la atención por las ropas mojadas de los tres hombres. El calor de la mañana las secaría en breve pero, entretanto, había que ocultarse y, al mismo tiempo, salir a toda prisa hacia la Estación del Norte, donde debíamos tomar el Expreso de Nanking.

Avanzamos a paso ligero entre la bullanguera muchedumbre que deambulaba por las calles llenas de tiendas. No teníamos tiempo que perder. Pero cada vez resultaba más difícil atravesar la masa de shanghaieses amarillos que se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la Puerta Norte de Nantao para alcanzar la Concesión Francesa. Un comerciante de melones luchaba por sacar las ruedas de su carro de una zanja mientras un culí semidesnudo empujaba desde atrás con los brazos extendidos. Ambos inclinaban la cabeza, tensos a causa del esfuerzo, sudorosos, ignorantes del atasco que estaban provocando. Por allí no se podía pasar.

– Yo conozco un camino -dijo Biao, mirando a Lao Jiang.

– Te seguimos -repuso el anticuario.

El niño se giró y echó a correr hacia una estrecha calleja que torcía a la derecha. Todos fuimos detrás intentando no quedar rezagados. Atravesamos calles que no eran más anchas que un pañuelo y pisamos suelos blandos de porquería. El olor, a veces, era nauseabundo. Al cabo de poco, Fernanda resoplaba como un fuelle por el esfuerzo.

– ¿Puedes seguir? -le pregunté, volviéndome a mirarla.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y continuamos avanzando hasta que, de repente, nos dimos cuenta de que habíamos salido de Nantao y corríamos por el Boulevard des deux Republiques, la gran avenida que rodeaba la vieja ciudad china ocupando el lugar que antaño fuera un foso defensivo que había sido rellenado y cubierto cuando se derribaron las viejas murallas.

– ¡Rickshaws! -exclamó Tichborne, señalando un grupo de culíes que jugaban a las cartas sobre el pavimento junto a sus vehículos de alquiler.

Rápidamente, alquilamos cuatro de aquellos rickshaws y montamos en ellos después de que Lao Jiang pagase la tarifa hasta la estación de ferrocarril. Biao, que se había sentado junto a mí porque éramos los más delgados del grupo y podíamos aprovechar un solo carretón, estaba preocupado:

– ¿Cómo voy a subir al huoche con ustedes?

– No sé lo que has dicho, niño.

– Al huoche… Al carro de fuego… Al ferrocarril.

El pobre apenas podía pronunciar esa difícil palabra castellana. Nunca hubiera sospechado que decir «ferrocarril» fuera tan complicado pero, para los chinos, era una tortura.

– Pues subirás igual que los demás, supongo -afirmé mientras los rickshaws avanzaban rápidamente por la Concesión Francesa conforme a las indicaciones de Lao Jiang, que parecía querer seguir un camino concreto, lejos de las grandes avenidas y bulevares.

– Pero ¿quién pagará mi billete?

Sospeché que sería yo la que tendría que hacerse cargo de los gastos del espigado Biao porque Fernanda, que yo supiera, no llevaba dinero encima. A decir verdad, yo sólo tenía un puñado de pesados dólares mexicanos de plata que había encontrado en un cajón de la cómoda de la habitación de Rémy. Aunque en la Concesión Francesa podía utilizarse el franco sin grandes problemas, el dinero oficial de Shanghai era el dólar mexicano de plata, la divisa que servía de patrón monetario en todo el mundo dado que muchos países seguían negándose a entrar en el sistema del patrón oro (entre ellos, España). Al coger el dinero de Rémy, calculé que, al cambio, debía de ser una cantidad respetable en taels chinos, la moneda que, seguramente, utilizaríamos durante nuestro viaje por el interior.

– No te preocupes de nada -le dije al niño, sin mirarle-. Tú vienes con Fernanda y conmigo y tu única preocupación debe ser hacer bien tu trabajo. Lo demás es cosa nuestra.

– Pero ¿y si el padre Castrillo descubre que he salido de Shanghai?

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