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Fernanda se había quedado igual de inmóvil y silenciosa que yo. Cuando Biao regresó junto a ella, luciendo una de esas sonrisas deslumbrantes y contagiosas de los chinos, mi sobrina le tomó por el brazo y le detuvo:

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó en castellano sin aliento-. ¿Qué tipo de pelea ha sido ésa?

– Pues…, a lo mejor es lo que llaman lucha Shaolin, Joven Ama. No estoy seguro. Lo que sí sé es que así luchan los monjes en las montañas sagradas.

– ¿El señor Jiang es un monje? -se extrañó Fernanda.

– No, Joven Ama. Los monjes llevan la cabeza rapada y visten túnicas. -No parecía muy seguro de este detalle, a pesar del aplomo con el que hablaba-. El señor Jiang ha debido de recibir las enseñanzas de algún maestro itinerante. Dicen que algunos viajan de incógnito por el país.

– ¿Y utilizan el abanico como arma? -preguntó aún más sorprendida mi sobrina, sacando el suyo de uno de los múltiples bolsillos que tenían sus calzones chinos y mirándolo como si no lo hubiera visto nunca antes.

– Utilizan cualquier cosa, Joven Ama. En China son muy famosos por sus habilidades. La gente dice que tienen poderes mentales que los hacen invencibles. Pero el abanico del señor Jiang no es como el que tiene usted. El del señor Jiang es de acero y sus varillas son cuchillas afiladas. Yo vi uno de esos cuando era pequeño.

No pude evitar sonreír ante este último comentario. ¿Acaso creía Biao que ya era un hombre hecho y derecho? En cualquier caso, mientras nos dirigíamos hacia un lago de aguas turbias y verdosas, en cuyo centro destacaba un gran pabellón de dos pisos con unos tejados negros exageradamente cornudos, observé al anticuario con un nuevo interés. Acababa de entrar en un extraño puente zigzagueante seguido por Paddy, que inclinaba ligeramente la cabeza examinando el suelo de macizos bloques de granito. El anticuario miraba al frente, al destartalado y solitario quiosco construido sobre la isla artificial. Mis ojos empezaban a acostumbrarse a las formas chinas y por eso pude advertir la originalidad del edificio. Había una cierta belleza en él, algo profundamente sensual y armonioso, tan elegante como el propio anticuario.

– ¡El puente tiene cuatro esquinas, Lao Jiang! -voceó Tichborne para que todos le oyéramos.

– No. Te equivocas. Tiene siete.

– ¿Siete?

– Continúa por el otro lado del pabellón.

– ¡Es muy largo! -se quejó el irlandés-. ¿Cómo vamos a saber dónde buscar?

Al poco, los cinco recorríamos la pasarela arriba y abajo en busca de algo que llamara nuestra atención. Algunos ancianos nos contemplaban con curiosidad desde las balaustradas de las viviendas cercanas construidas dentro del jardín y dos o tres personas se habían acercado a los sicarios inconscientes y se reían de ellos. Me pregunté qué les habría hecho en el cuello el señor Jiang. Finalmente, nos reunimos ante la puerta cerrada del pabellón y tuvimos que admitir que en el puente no había nada extraordinario como no fuera la gran cantidad de carpas brillantes que asomaban sus lomos en el agua verdosa que ondulaba debajo de él. Algunas eran tan largas como mi brazo y tan gordas como botijos y las había de muchos colores: blancas, amarillas, anaranjadas e, incluso, negras, pero todas relucientes como perlas o diamantes.

– ¿Por qué construirían este puente con una forma tan rara? -pregunté-. Hay que caminar mucho para ir de un lado a otro.

– ¡Por los espíritus! -exclamó Biao, con cara de susto.

– Los chinos creen que los malos espíritus sólo pueden avanzar en línea recta -gruñó el gordo Paddy, alejándose de nuevo hacia la zona derecha del puente.

– Ahora vamos a tener que mojarnos -anunció Lao Jiang-. Debemos revisar el puente por debajo. Como dijo el Príncipe de Gui: «El mejor lugar sería, sin duda, bajo el famoso puente que zigzaguea.»

– Pero ¿qué locura es ésta? -pregunté horrorizada a mi sobrina que estaba a mi lado un instante antes. Pero, junto con Lao Jiang y su criado Biao, Fernanda caminaba ya hacia tierra firme con la intención de meterse en el lago de aguas verdes. Paddy, que regresaba, me miró con ojos amustiados.

– Esperaba no tener que llegar a esto. ¿Quiere que nosotros dos saltemos desde aquí? -preguntó irónicamente, siguiendo los pasos de los tres locos que ya salían del puente por el otro extremo.

No me moví. En absoluto estaba dispuesta a meterme en esas aguas sucias llenas de peces vivos más grandes que un niño de dos años. A saber cuántos microbios albergaban, cuántas enfermedades podrían cogerse allí. Morir de fiebres no entraba en mis planes ni tampoco en los de mi sobrina.

– ¡Fernanda! -grité-. ¡Fernanda, ven aquí ahora mismo!

Pero, mientras que todo un vecindario de ojos rasgados se asomó a los balcones al reclamo de mis gritos para ver qué pasaba, la niña hizo oídos sordos.

– ¡Fernanda! ¡Fernanda!

Sabía que me estaba oyendo, así que, con todo el dolor de mi corazón, no tuve más remedio que claudicar. Algún día, me dije satisfecha, algún día colgaría su rollizo cuerpo de un gancho carnicero.

– ¡Fernandina!

Se detuvo y giró la cabeza para mirarme.

– ¿Qué quiere, tía? -respondió.

Si las miradas matasen, la niña habría caído muerta en ese mismo momento.

– ¡Ven aquí!

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que te metas en ese lago ponzoñoso. Podrías caer enferma.

En ese momento se oyó el ruido de un cuerpo al chocar contra el agua. Biao, haciendo honor a su nombre, había saltado a la sopa verde sin pensárselo dos veces. El anticuario, tras quitarse las gafas de concha y dejarlas en el suelo, descendía por unas pequeñas escalerillas talladas en la piedra y ya tenía las piernas metidas hasta las rodillas. La túnica beige empezaba a flotar a su alrededor. O estaban locos o eran unos ignorantes. En la guerra, mucha gente había muerto por beber agua contaminada y hubo epidemias terribles que los médicos intentaron atajar obligando a hervir los líquidos antes de ingerirlos.

– No se preocupe tanto, Mme. De Poulain -voceó Lao Jiang terminando de meterse en el lago hasta el cuello-. No va a pasarnos nada.

– Yo no estaría tan segura, señor Jiang.

– Entonces, usted no se meta porque enfermará.

– Y mi sobrina tampoco.

Fernanda, obediente pese a todo, se había quedado en el borde del lago, mirando cómo Biao nadaba de un lado para otro igual que un pez y Tichborne, después de quitarse el sombrero de paja aceitada, bajó también las escalerillas y siguió al anticuario, que se dirigía con paso tranquilo hacia la parte inferior del puente. En algún momento dejó de hacer pie y empezó a bracear. Al poco, ya tenía a los tres nadando debajo de mí, y Fernanda, viendo que yo estaba mejor situada para observar lo que ocurría, se acercó y se puso a mi lado. Ambas nos asomamos por la barandilla.

– ¿Ves algo, Lao Jiang? -se oyó preguntar a Paddy, resoplando.

– No.

– ¿Y tú, Biao?

– No, yo tampoco, pero las carpas intentan morderme.

El niño estaba cerca de las rocas que formaban la isla del pabellón y le vimos salir de allí a toda velocidad perseguido por unas carpas anaranjadas y negras que parecían perros de presa.

– Las carpas no muerden, Biao. Tienen la boca demasiado pequeña -comentó Paddy sin resuello-. Mejor será examinar la otra parte, la de las tres esquinas.

Fernanda y yo les seguimos desde arriba y esperamos pacientemente a que terminaran de inspeccionar todos y cada uno de los pilares de piedra que sujetaban la estructura.

– No creo que haya nada por aquí, señor Jiang -bufó Biao sacando la cabeza del agua. Una ramita verde le colgaba del pelo.

Ahora el anticuario sí parecía enfadado. Desde arriba pude distinguir con claridad su ceño fruncido.

– Tiene que estar, tiene que estar… -salmodió y volvió a sumergirse en la sopa con gesto decidido.

Pequeño Tigre levantó la cabeza para mirar a Fernanda y puso una mueca de duda en la cara para que la viera la niña. Luego, desapareció otra vez.

Paddy, nadando cansinamente, se dirigió hacia las escalerillas. Era evidente que no podía más y que se había dado por vencido. Salió del agua con toda la ropa pegada al cuerpo, echándose hacia atrás las dos mechas de pelo mojado -en realidad eran las patillas, muy largas, que utilizaba para cubrir el descampado superior-. En cuanto llegó arriba, se dejó caer en el suelo, agotado, y, sin moverse de donde estaba, nos hizo una señal de saludo con la mano.

Lao Jiang y Biao continuaron su búsqueda bajo el puente. El sol avanzaba en el cielo y la luz se hacía más intensa, más blanca. El anciano y el niño pasaron varias veces cerca de las rocas que formaban la base de la isla artificial y, siempre que lo hacían, un banco de carpas de aspecto fiero les golpeaba de manera enloquecida hasta que conseguía alejarles. La tercera vez que ocurrió, Lao Jiang ya no se movió. Ni Fernanda ni yo podíamos verlo pero la cara de Biao, que escapaba nadando como un ratón perseguido por una manada de gatos salvajes, era lo suficientemente expresiva como para adivinar que algo malo estaba ocurriendo. Fernanda no pudo contenerse:

– ¿Y el señor Jiang, Biao?

El niño zarandeó la cabeza para sacudirse el agua y miró en dirección al anciano.

– ¡Entre las carpas! -vociferó, asustado. Las que le perseguían a él habían dado la vuelta y regresaban para sumarse a las que continuaban aporreando a Lao Jiang-. ¡No se mueve!

– ¿Cómo que no se mueve? -me espanté. ¿Le habría pasado algo? ¿Se estaría ahogando?-. ¡Ayúdale! ¡Sácale de ahí!

– ¡Bubu [16] ! ¡No puedo! Pero está bien, parece que está bien, sólo que no se mueve.

Alterado por los gritos, Tichborne se había levantado del suelo y corría como podía para bajar las escaleras y volver al agua.

– Me está haciendo gestos con las manos -explicó el niño.

– ¿Y qué dice? -chillé, al borde del colapso nervioso.

– Que nos callemos -explicó Biao, sin dejar de bracear-. Que no hagamos ruido.

Miré a Fernanda sin comprender nada.

– A mí no me pregunte, tía. Yo tampoco entiendo lo que está pasando. Pero si dice que nos callemos, mejor será hacerle caso.

Los minutos siguientes fueron de verdadera angustia. Biao y Tichborne, juntos, contemplaban la escena que se producía fuera de nuestro campo de visión, bajo el puente, cerca de las rocas, y ninguno hablaba ni se movía como no fuera para mantenerse a flote. Después de un tiempo que me pareció eterno, les vimos retroceder un par de metros sin quitar la vista de lo que sucedía frente a ellos. Y, entonces, la cabeza del anticuario -aunque mejor sería decir la cabeza y una mano que portaba un objeto- apareció tranquilamente en el centro de un ruedo de carpas que avanzaban pegadas a él sin apenas dejarle espacio para respirar. Eran como un ejército sitiando al enemigo dispuesto a impedir que escapara. El anticuario se deslizaba muy despacio y el cardumen de peces se desplazaba con él. El irlandés y el niño empezaron a nadar a toda velocidad hacia las escalerillas, huyendo de lo que se les venía encima y Fernanda y yo contuvimos un grito de horror al ver aquella situación espeluznante. Cuando al fin reaccionamos, echamos a correr hacia el lugar por donde Paddy y el niño estaban saliendo del agua, empujados por la masa de carpas que continuaban rodeando al señor Jiang mientras éste se dirigía muy despacio hacia las escaleras. En cuanto puso el pie en el primer peldaño, el agua comenzó a hervir. Los animales empezaron a agitarse enloquecidamente y a embestir a Lao Jiang como si fueran toros, pero el anticuario continuó impasible su ascenso hasta que, por fin, salió y sonrió triunfante. Apestaba, igual que apestaban Tichborne y Biao, pero, sin duda, me estaba acostumbrando a los olores putrefactos de Shanghai porque no me molestó demasiado. Lao Jiang, satisfecho, nos mostró una vieja caja de bronce cubierta de cardenillo.

[16] Bu, «No».


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