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– Pase, Mme. De Poulain -me animó el anticuario sin dejar de apoyarse en su bastón de bambú. Si a mediodía no le hubiera visto moverse con la elasticidad de un gato, habría podido creer que se trataba de un anciano vencido por los años-. Tenemos noticias muy importantes.

– ¿Ha habido algún problema con el cofre? -pregunté angustiada mientras los tres tomábamos asiento en las butaquitas.

– ¡En absoluto! -dejó escapar Tichborne con alegría. Había un vaso vacío frente a él y en la botella de whisky sólo quedaban dos dedos, así que no me cupo ninguna duda de que su regocijo se debía en buena medida al alcohol-. ¡Grandes noticias, madame ! Sabemos lo que quiere la Banda Verde. ¡Esta pequeña caja es el cofre del tesoro!

Me volví para mirar al anticuario y vi que éste sonreía tanto que sus ojos eran dos rayas rectas perfectas en un océano de arrugas.

– Cierto, muy cierto -confirmó, dejándose caer cómodamente contra el respaldo de su asiento.

– ¿Y eso va a salvar mi vida y la de mi sobrina?

– ¡Oh, madame, por favor! -protestó el gordo Paddy-. No sea usted aguafiestas.

Antes de que pudiera contestar adecuadamente a esta grosería, el señor Jiang hizo un gesto con la mano para llamar mi atención. La uña ganchuda de oro de su meñique bailó ante mis ojos.

– Estoy seguro, Mme. De Poulain -empezó a decir mientras se inclinaba sobre la mesa para servir un té casi transparente en las dos tazas chinas que había preparadas-, que usted no conoce la leyenda del Príncipe de Gui. En este gran país al que nosotros, los hijos de Han, llamamos Zhongguo, el Imperio Medio, o Tianxia, «Todo bajo el Cielo», los niños se duermen por la noche escuchando la historia de este príncipe que llegó a ser el último y más olvidado de los emperadores Ming y que salvó el secreto de la tumba del primer emperador de la China, Shi Huang Ti. Es un cuento hermoso que hace renacer el orgullo de esta inmensa nación de cuatrocientos millones de personas.

Me alargó una de las tazas de té pero yo rehusé el ofrecimiento con un gesto vago.

– ¿No le apetece?

– Es que hace demasiado calor.

El señor Jiang sonrió.

– Contra eso, madame, lo mejor es un té bien caliente. Le refrescará en seguida, ya lo verá. -Y volvió a insistir acercándome la taza. Yo la cogí y él se arrellanó en el asiento sujetando la suya-. Cuando yo era pequeño, junto con mi hermano y mis amigos, escenificaba en la calle la tragedia del Príncipe de Gui y, al terminar, los vecinos nos daban algunas monedas aunque lo hubiéramos hecho realmente mal -se rió silenciosamente, recordando-. Debo señalar, sin embargo, que, con el tiempo, nuestra actuación llegó a tener una cierta calidad.

– ¡Al tema, Lao Jiang! -exclamó el irlandés. No pude dejar de preguntarme qué unía a aquellos dos hombres tan dispares. Por suerte para todos, al anticuario no pareció molestarle la interrupción, así que continuó con su relato al tiempo que yo probaba un pequeño sorbo de mi taza de té y me sorprendía por su agradable sabor afrutado. Naturalmente, empecé a sudar en seguida pero lo curioso fue que el sudor se enfrió y noté una sensación fresca por todo el cuerpo. Los chinos eran más listos de lo que parecían y, desde luego, tomaban unas tisanas excelentes.

– Antes de conocer la leyenda del Príncipe de Gui, tiene usted que aprender algunas cosas sobre una parte muy importante de nuestra historia, Mme. De Poulain. Hace algo más de dos mil años el Imperio Medio no existía como lo conocemos hoy. El territorio estaba dividido en varios reinos que peleaban encarnizadamente entre sí, por lo que aquella época se conoce como el Período de los Reinos Combatientes. El que llegaría a ser el primer emperador de la China unificada nació, según los anales históricos, en el año 259 antes de la era actual. Se llamaba Yi Zheng y gobernaba en el reino de Qin [9] . Después de subir al poder, el príncipe Zheng inició una serie de gloriosas batallas que le llevaron a apoderarse, en apenas diez años, de los reinos de Han, Zhao, Wei, Chu, Yan y Qi, fundando, de este modo, el país de Zhongguo, el Imperio Medio, llamado así por estar situado en el centro del mundo, y él, a su vez, adoptó el título de Huang Ti, es decir, «Soberano Augusto», que es, hasta hoy, el apelativo de todos nuestros emperadores. La gente le añadió el calificativo Shi, es decir «Primero», de modo que el nombre por el que se le ha conocido a lo largo de la historia es Shi Huang Ti, o lo que es lo mismo, «Primer Emperador». Sus enemigos, sin embargo, le llamaban «El Tigre de Qin» -y, mientras decía esto, el señor Jiang abrió el «cofre de las cien joyas» y dejó sobre la mesa la figurilla del medio tigre de oro con inscripciones en el lomo que Fernanda y yo habíamos estado examinando aquella mañana-. Como a él le gustaba este apelativo, adoptó el tigre como insignia militar pero, en realidad, sus adversarios le llamaban así por su ferocidad y su corazón despiadado. En cuanto Shi Huang Ti tuvo a toda la China bajo su absoluto control, puso en marcha una serie de medidas económicas y administrativas tan importantes como la unificación de los pesos, las medidas y la moneda -y el señor Jiang colocó también sobre la mesa la pieza redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro-, la adopción de un único sistema de escritura que, por cierto, es el que seguimos utilizando hoy en día -y puso junto a la moneda el minúsculo libro chino, el hueso de melocotón y las pepitas de calabaza con ideogramas escritos-, una red centralizada de canales y caminos -y colocó la diminuta figura de un carro tirado por tres caballitos de bronce- y, lo más importante: inició la construcción de la Gran Muralla.

– ¡Lao Jiang, te estás yendo por las ramas! -le gritó Paddy con malos modos. Ahora sí que le miré con profundo desprecio. Qué hombre tan maleducado.

– En fin, Mme. De Poulain, en lo que a nosotros concierne -prosiguió el señor Jiang-, Shi Huang Ti fue, no sólo el primer emperador de la China, sino uno de los hombres más importantes, ricos y poderosos del mundo.

– Y aquí es donde entra en juego este pequeño cofre -apuntó el irlandés, con una gran sonrisa.

– Todavía no, pero nos estamos acercando. Cuando el todavía príncipe Zheng subió al trono, ordenó que diesen comienzo las obras de su mausoleo real. Eso era lo normal en aquella época. Luego, dejó de ser el príncipe de un pequeño reino para convertirse en Shi Huang Ti, el gran emperador, de modo que el proyecto inicial se amplió y magnificó hasta adquirir proporciones gigantescas: más de setecientos mil trabajadores de todo el país fueron enviados al lugar para hacer de aquella tumba el enterramiento más lujoso, grande y espléndido de la historia. Millones de tesoros fueron enterrados con Shi Huang Ti a su muerte, además de miles de personas vivas: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Todos aquellos que sabían dónde se encontraba el mausoleo fueron enterrados vivos y el lugar se cubrió de secreto y misterio durante los siguientes dos mil años. Un monte artificial, con árboles y hierba, se levantó sobre la tumba, que fue olvidada, y toda esta historia pasó a formar parte de la leyenda.

El señor Jiang se detuvo para dejar delicadamente su taza vacía sobre la mesa.

– Discúlpeme, señor Jiang -murmuré, confusa-, pero ¿qué tiene que ver el primer emperador de China con el cofre?

– Ahora le contaré la historia del Príncipe de Gui -repuso el anticuario. Paddy Tichborne resopló, aburrido, y apuró el contenido del vaso en el que había vaciado la botella de whisky-. Durante la cuarta luna del año 1644, el último emperador de la dinastía Ming, el emperador Chongzen, acosado por sus enemigos, se ahorcó colgándose de un árbol en Meishan, la Colina del Carbón, al norte del palacio imperial de Pekín. Con esto se puso fin, oficialmente, a la dinastía Ming y dio comienzo la actual, la Qing, de origen manchú. El país estaba en el caos, las finanzas públicas arruinadas, el ejército desorganizado y los chinos divididos entre la antigua y la nueva casa reinante. Pero no todos los Ming habían sido exterminados; aún quedaba un último contendiente legítimo al trono, el joven Príncipe de Gui que había podido huir hacia el sur con el resto de un pequeño ejército de fieles. A finales de 1646, en Zhaoqing, en la provincia de Guangdong, el Príncipe de Gui fue proclamado emperador con el nombre de Yongli. Poco dicen las crónicas de este último emperador Ming, pero se sabe que, desde su entronización, vivió huyendo permanentemente de las tropas de los Qing, hasta que, por fin, en 1661, tuvo que pedir asilo al rey de Birmania, Pyé Min, quien le acogió a regañadientes y le dispensó un trato humillante como prisionero. Un año después, las tropas del general Wu Sangui se plantaron en la frontera de Birmania dispuestas a invadir el país si Pyé Min no le entregaba a Yongli y a toda su familia. El rey birmano no lo dudó y Yongli fue llevado por el general Wu Sangui hasta Yunnan, donde fue ejecutado junto con toda su familia durante la tercera luna del año 1662.

– Y usted, madame, se preguntará -le atajó Paddy Tichborne con hablar ebrio-, qué relación existe entre el primer emperador de China y el último emperador Ming.

– Bueno, sí -admití-, pero, en realidad, lo que me pregunto es qué relación existe entre todo esto y el «cofre de las cien joyas».

– Era necesario que usted conociera ambas historias -indicó el anticuario- para que pudiera comprender la importancia de lo que hemos encontrado. Como le he dicho, forma parte de la cultura china la vieja leyenda del Príncipe de Gui, también llamado emperador Yongli, que se relata a los niños desde que nacen y que yo mismo he representado con mis amigos en la calle por algunas monedas de cobre. Dice la leyenda que los Ming poseían un antiguo documento que señalaba el lugar donde se encontraba el mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, así como la forma de entrar en él sin caer en las trampas dispuestas contra los saqueadores de tumbas. Ese documento, un hermoso jiance, pasaba secretamente de emperador a emperador como el objeto más valioso del Estado.

– ¿Qué es un jiance? -pregunté.

– Un libro, madame, un libro hecho con tablillas de bambú atadas con cordones. Hasta el siglo i antes de nuestra era, los chinos escribíamos sobre caparazones, piedras, huesos, tablillas de bambú o lienzos de seda. Después, en torno a esa fecha, inventamos el papel, utilizando fibras vegetales, pero el jiance y la seda continuaron empleándose durante algún tiempo más. No mucho, eso es cierto, porque el papel pronto sustituyó a los antiguos soportes. En fin, la leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche en que el príncipe fue proclamado emperador, un hombre misterioso, un correo imperial procedente de Pekín, llegó hasta Zhaoqing para hacerle entrega del jiance. El reciente emperador tuvo que jurar protegerlo con su vida o bien destruirlo antes de que pudiera caer en manos de la nueva dinastía reinante, los Qing.

[9] Al pronunciarse Chin, se piensa que de este reino viene el nombre de China.


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