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Hice una leve inclinación de cabeza y me volví. Estaba más preocupada por respirar y no venirme abajo que por despedirme de aquel celeste estirado.

El reloj del recibidor del Shanghai Club señalaba la una y media de la tarde cuando Fernanda y yo, con unas espectaculares sonrisas, nos despedimos del grueso periodista. La entrevista con el anticuario apenas había durado media hora, pero había sido una de las peores medias horas de toda mi vida. En qué mal momento había decidido ir a China para resolver los asuntos de Rémy, pensé dejándome caer con desaliento en la silla del rickshaw. Si hubiera sabido lo que me esperaba, ni loca habría embarcado en aquel maldito André Lebon. El aire caliente del Bund terminó de agudizar mi sensación de ahogo. El viaje de regreso a casa fue un completo infierno.

La tarde pasó en un suspiro. Mientras yo escribía y mandaba una nota a M. Julliard, el abogado, para que pusiera en marcha los trámites de venta de la casa y la subasta pública del contenido, Fernanda, para mi disgusto, se empeñó en visitar al padre Castrillo a pesar del peligro que entrañaba su salida, y el vendedor de pescado apareció a la hora convenida para llevarse el envoltorio que le entregó la señora Zhong.

Era la tarde del día 1 de septiembre, sábado, y estaba en Shanghai y quizá hubiera podido hacer algo, no sé, dibujar o leer, pero no me encontraba muy bien, así que, sentada en un banco del jardín, dejé que el sol se ocultara tras los muros que rodeaban la casa contemplando los parterres de flores y el suave movimiento de las ramas de los árboles. Un par de criados enfriaban el suelo mojándolo con unas escobas empapadas de agua. En realidad, pese a mi aparente calma, por dentro sostenía una guerra sin cuartel contra la desesperación y la angustia. Todo me parecía extraño y no sólo porque aquella casa y aquel país fueran nuevos para mí sino porque, en ocasiones, cuando las circunstancias se salen extraordinariamente de lo normal, el mundo se vuelve raro y parece que ya no será posible recuperar nunca la vida de antes. No podía ubicarme bien ni en el espacio ni en el tiempo y tenía la opresiva sensación de estar perdida en una inmensidad de silencio en la que no había nadie más que yo. Mirando los rododendros blancos, tomé la firme decisión de partir de Shanghai lo antes posible. Debíamos regresar a Europa, salir de aquella tierra extraña y volver a la cordura, a la normalidad. El lunes, sin falta, pasaría por las oficinas de la Compagnie des Messageries Maritimes para comprar los pasajes de regreso en el primer paquebote que zarpara del muelle francés con destino a Marsella. No quería permanecer ni un minuto más de lo necesario en aquel país que sólo me había traído desgracias y problemas.

De repente, mientras empezaba a preguntarme por qué Fernanda todavía no había regresado de su visita siendo, como era, la hora de cenar, vi aparecer por una de las puertas a la señora Zhong, que echó a correr hacia mí agitando un periódico en el aire.

– ¡Tai-tai! -gritó antes de llegar-. ¡Un enorme terremoto ha destruido Japón!

La miré sin comprender y atrapé al vuelo el diario en cuanto estuvo a mi altura. Se trataba de la edición vespertina de L'Écho de Chine, que abría su primera página con un inmenso titular anunciando el peor terremoto de la historia del Japón. Al parecer, según las primeras informaciones, se estimaba en más de cien mil el número de muertos en Tokio y Yokohama, ciudades que seguían siendo pasto de las llamas debido a que los terribles incendios provocados por el seísmo no se podían apagar por culpa de unos pavorosos vientos huracanados que acosaban estas ciudades a más de ochenta metros por segundo [8] y, además, el suministro de agua se había visto afectado por la catástrofe. La noticia era terrible.

– ¡La gente anda revuelta por las calles, tai-tai ! Los vendedores ambulantes dicen que todo el mundo se dirige hacia el barrio de los Enanos Pardos. Pronto empezarán a llegar a Shanghai grandes oleadas de refugiados y eso no es bueno, tai-tai. No es nada bueno… -Entonces bajó la voz-. El chico que vendía los periódicos por las casas traía una carta para usted del señor Jiang, el anticuario de la calle Nanking.

La miré, muy sorprendida, sin decir nada. Acababa de ver a mi voluminosa sobrina apareciendo en el jardín, y no venía sola: un chiquillo chino, muy alto y muy flaco, vestido con una blusa y unos calzones azules de tela descolorida, la seguía a cierta distancia, mirándolo todo con curiosidad y desparpajo. Las dos figuras no podían ser más opuestas, geométricamente hablando.

– Ya estoy en casa, tía -anunció Fernanda en castellano, desplegando su abanico negro con un gracioso y muy español golpe de muñeca.

– Tome, tai-tai -me urgió la señora Zhong, poniendo en mi mano un sobre antes de hacer una de sus exageradas reverencias e iniciar el camino de vuelta hacia el pabellón central.

Aunque no moví ni un músculo, había vuelto a ponerme tensa como la cuerda de un violín. La carta del señor Jiang era algo inesperado y me dolía en las manos. Se suponía que él debía haber entregado a la Banda Verde el cofre que se habían llevado de la casa aquella misma tarde. ¿Qué podía haber sucedido durante aquellas tres últimas horas para que el anticuario se viera en la necesidad, peligrosa a todas luces, de escribirme una carta? Algo había salido mal.

– Tía, éste es Biao -anunció mi sobrina tomando asiento junto a mí, en el banco-, el criado que me ha procurado el padre Castrillo. -El niño alto y flaco se sujetó ambas manos a la altura de la frente y se inclinó con respetuosa ceremonia, aunque había un no sé qué de burlón en sus ademanes que desmentía el gesto. Parecía un golfillo de la calle, un pequeño galopín resabiado. Sin embargo, curiosamente, sus ojos eran grandes y redondos, apenas un poco rasgados. No me desagradó. Era bastante guapo para ser un amarillo pues, a pesar de la crencha negra e hirsuta propia de su raza y de unos dientes demasiado grandes para su boca, llevaba el pelo rapado a la europea, con raya a un lado.

– Ni hao, señora. A su servicio -dijo Biao en un castellano macarrónico, inclinándose de nuevo. Los chinos debían de tener los riñones de hierro, aunque éste aún era muy joven para resentirse de estas cosas.

– ¿Sabe qué significa «Biao» en chino, tía? -comentó mi sobrina con satisfacción, abanicándose enérgicamente-. «Pequeño tigre». El padre Castrillo me ha dicho que puedo quedármelo todo el tiempo que quiera. Tiene trece años y sabe servir el té.

– Ah…, muy bien -murmuré distraída. Tenía que leer la dichosa carta del señor Jiang. Estaba asustada.

– Con todo respeto, tía -masculló Fernanda, cerrando súbitamente el abanico contra la palma-, creo que deberíamos hablar.

– Ahora no, Fernanda.

– ¿Cuándo pensaba contarme usted esos problemas económicos de los que habló el señor Jiang?

Me puse en pie con lentitud, apoyando las manos en las rodillas como si fuera una anciana y escondí la carta del anticuario en el bolsillo de mi falda.

– No voy a discutir este asunto contigo, Fernanda. Espero que no vuelvas a preguntarme sobre ello. Es algo que no te concierne.

– Pero yo tengo dinero, tía -protestó. A veces mi sobrina me despertaba algo parecido a la ternura, aunque sólo con mirarla se me pasaba; su cara era idéntica a la de mi hermana Carmen.

– Tu dinero está retenido hasta que cumplas veintitrés años, niña. Ni tú ni yo podemos tocarlo, así que olvida todo este asunto. -Me alejé de ella en dirección al pabellón de los dormitorios.

– ¿Quiere decir que voy a pasar necesidades y penurias durante seis años teniendo, como tengo, la herencia de mis padres?

Ahora sí. Ahora era la digna hija de su madre y nieta de su abuela. Sin parar de caminar, sonreí dolorosamente.

– Te servirá para convertirte en una persona mejor.

No me sorprendió nada escuchar el golpe seco de una patada contra el suelo. También era un célebre sonido familiar.

Sentada, por fin, en el interior de la cama china, protegida del mundo por la preciosa cortina de seda que dejaba pasar la luz de las lámparas, abrí el sobre del anticuario con manos temblorosas sintiendo un hormigueo de miedo en los brazos y las piernas. Sin embargo, la carta sólo contenía una nota y, además, muy breve: «Por favor, acuda cuanto antes al Shanghai Club.» Estaba firmada por el señor Jiang y escrita con una elegante y anticuada caligrafía francesa que no podía ser más que del anticuario… Bueno, salvo que resultara una falsificación y me la hubiera enviado la Banda Verde, posibilidad que analicé cuidadosamente mientras me vestía a toda prisa y le pedía a la señora Zhong que diera de cenar a la niña. Estaba tan aterrada que, sinceramente, no era capaz de juzgar nada con claridad. Las cosas más absurdas se abrían paso con naturalidad, lo extraordinario había entrado a formar parte de lo cotidiano y ahí estaba yo, un sábado por la noche, en China, acudiendo por segunda vez en el mismo día, y como si fuera la cosa más normal del mundo, a una cita que podía suponer un riesgo real para mi vida. Había entrado, supongo, en una espiral de locura y, aunque quien me esperase en la habitación de Tichborne fuera el peligroso Surcos Huang acompañado por los eunucos de la Ciudad Prohibida y los imperialistas japoneses, peor sería no acudir si es que realmente era el anticuario quien me había convocado. Podía haber sucedido cualquier cosa durante la entrega del cofre, así que, a riesgo de sufrir un corte en los tendones de las rodillas, tenía que presentarme en el Shanghai Club.

El conserje me sonrió con petulancia cuando me reconoció. Debió de pensar que el gordo de Paddy y yo habíamos iniciado alguna relación íntima y no depuso su actitud arrogante ni siquiera cuando entré en el ascensor sin dejar de mirarle fríamente. Si yo hubiera sido un hombre se habría cuidado mucho de exponer de ese modo sus sospechas. Esta vez, Tichborne no bajó al recibidor a buscarme, así que crucé sola, y más muerta que viva, el largo pasillo alfombrado que llevaba hasta su habitación. Me encontraba turbada hasta tal punto que, cuando el irlandés me sonrió tras abrir la puerta, creí ver un tumulto de gente a su espalda, tumulto que, por suerte, desapareció con un rápido parpadeo. De hecho, allí no había nadie más que el señor Jiang, ataviado con su maravillosa túnica de seda negra y su brillante chaleco de damasco. Él también sonreía, aunque como los amarillos sonríen por casi todo, no le di ninguna importancia. No obstante, una especie de euforia, de satisfacción, se agitaba en el aire, algo muy distinto, desde luego, de lo que esperaba encontrar y que me calmó los nervios de manera inmediata. Sobre la mesita de la sala, junto a un juego de té y una botella de whisky escocés, descansaba el «cofre de las cien joyas», luciendo su maravilloso dragón dorado en la tapa.

[8] Más de 280 km/h.


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