Diciembre 2001
Durante esos días enloquecidos compré algunos mapas de Buenos Aires y fui trazando en ellos líneas de colores que unían los lugares donde Martel había cantado, con la esperanza de encontrar algún dibujo que descifrara sus intenciones, algo parecido al rombo con el que Borges resuelve el problema de "La muerte y la brújula". Las figuras geométricas imperfectas varían, como se sabe, según el orden en que se enlazan los puntos. Si partía de la pensión donde había vivido, en la calle Garay, podía descubrir el contorno de una mandrágora, o una y griega algo torcida que se parecía a la Caput Draconis de la geomancia, o hasta un mandala semejante al círculo mágico de Eliphas Levi . Veía lo que quería ver.
Llevaba mis mapas a todas partes y componía nuevos dibujos cuando me aburría de leer en los cafés. Trazaba líneas entre los lugares donde, según Virgili, el librero, Martel había cantado antes de que yo llegara a Buenos Aires: los hoteles para amantes de la calle Azcuénaga, frente al cementerio de la Recoleta, y el túnel subterráneo que hay debajo del obelisco, en la Plaza de la República. En la colección de diarios de la Biblioteca Nacional -aquella donde Grete Amundsen se había perdido meses atrás- busqué indicios de por qué Martel había elegido esos sitios. Los únicos relatos que encontré fueron el de una pareja asesinada en pleno polvo dentro de un hotel por horas, a fines de los años sesenta, y el de un fusilamiento en el obelisco durante los primeros meses de la dictadura. No parecía haber relación alguna entre los dos hechos. El asesino del hotel era un marido celoso al que la policía había llamado por teléfono, en los tiempos en que se delataba a los adúlteros. Ni siquiera fue procesado: tres médicos certificaron que había sufrido un ataque de enajenación y el juez lo absolvió a los pocos meses. Y la muerte en el obelisco era otra de las tantas que sucedieron entre 1976 y 1980. Pese a que se trataba de una feroz exhibición de impunidad, ningún diario argentino daba cuenta del hecho. Encontré el dato por azar en The Economist, donde el corresponsal en Buenos Aires escribía que un domigo de junio de 1976 -el 18, creo-, un grupo de hombres con cascos de acero llegó poco antes del amanecer a la Plaza de la República en un automóvil sin placas de identificación. Una persona también joven, desconocida, fue arrastrada a través de la plaza: la apoyaron contra el granito blanco del enorme obelisco y la fusilaron con una ráfaga de metralla. Los asesinos se alejaron en el mismo auto, abandonando el cadáver, y nada se supo de ellos.
Fui cayendo en la cuenta de que, mientras no supiera en qué otros lugares de Buenos Aires había cantado Martel, no lograría completar el dibujo -si es que había algún dibujo-, y tampoco me atrevía a incomodar a Alcira por algo que tal vez fuera una idea loca. Cuando le preguntaba si sabía dónde más había actuado Martel para sí mismo, aparte de los sitios que ya conocíamos, ella, afectada por lo que sucedía en la sala de terapia intensiva, sólo balbuceaba algunos nombres: Mataderos, los túneles, el palacio de Aguas , y se marchaba. Estoy haciendo memoria, me respondió una vez. Voy a escribir una lista de los lugares y te la voy a dar. No lo hizo sino mucho después, cuando yo estaba marchándome de Buenos Aires.
Muchas de mis tardes estaban vacías, emponzoñadas por el desgano. A medida que se acercaba la Navidad me repetía que era ya tiempo de regresar a casa. Había recibido algunas tarjetas de amigos que lamentaban mi ausencia en la fiesta de Acción de Gracias, a fines de noviembre. Entretenido en imaginar cómo sacar a Bonorino del sótano del aleph, la celebración me había pasado inadvertida. Tenía la cabeza en cualquier parte y empezaba a preocuparme. A este paso, pensé, se me acabarán las becas sin haber llegado a escribir siquiera un tercio de la disertación.
Leí que en la salita del teatro San Martín, donde había visto algunas obras maestras del cine argentino, iban a dar Tango!, que se anunciaba corno "nuestra primera película sonora". La obra estaba fechada en 1933, cuando habían pasado ya seis años desde que Al Jolson cantara en The Jazz Singer. Imaginé que la información estaba equivocada. Y lo estaba. En los dos años anteriores se había filmado en Buenos Aires uno que otro melodrama hablado, como Muñequitas porteñas, con discos que intentaban sincronizar en vano los diálogos con las imágenes. Lo que importa, sin embargo, es que cuando vi Tango! estaba convencido de que ése había sido el adiós argentino a la época muda.
El argumento era inocuo, y lo único interesante era la sucesión de dúos, tríos, quintetos y orquestas típicas, que interrumpían a ratos las ejecuciones para que los actores declamaran sus parlamentos. TheJazz Singer había aportado al cine una frase inmortal, You ain't heard nothing yet, Ustedes no han oído nada todavía. En la primera escena de Tango!, una cantante robusta, disfrazada de malevo, rompía el fuego con un verso que desataba al instante una tormenta de significados: Buenos Aires, cuando lejos me vi. El primer sonido del cine argentino había sido, entonces, aquel par de palabras, Buenos Aires.
Mientras veía distraído la película, cuyos diálogos se me escapaban, no sé si por la dicción turbia de los actores o porque la banda de sonido debía ser muy primitiva, tuve miedo de que la ciudad se retirara de mí un día y ya nada fuera entonces como había sido. Me quedé sin respirar, con la esperanza de que el presente no se moviera de su quicio. Terminé sintiéndome en ningún lugar, sin tiempo al cual aferrarme. Lo que yo era se había perdido en alguna parte y no sabía cómo recuperarlo. La película misma me confundía, porque tenía una estructura circular en la que todo volvía a su punto de partida, incluyendo a la gorda disfrazada de malevo, que reaparecía en el minuto final, cantando una milonga que aludía -eso creí- a Buenos Aires:
No sé por qué me la nombran
si no la puedo olvidar.
Cuando salí, mientras esperaba el colectivo 102, que me dejaba cerca del hospital Fernández, noté que algo estaba cambiando en la atmósfera de la ciudad. Al principio pensé que la luz de la tarde, siempre tan intensa, tan amarilla, había virado a un rosa pálido. Parecía que el crepúsculo se hubiera adelantado. Siempre oscurecía a las nueve de la noche en esa época del año. Y apenas eran las seis y media. Tuve la impresión de que Buenos Aires estaba cambiando de humor, y a la vez me parecía absurdo decir eso de una ciudad. Pocos días antes había pasado por la plaza Vicente López y no la recordaba como la veía en ese momento: con algunos árboles pelados, chatos, y otros llenos de flores que revoloteaban y caían en cámara lenta. Las cuadrillas municipales debían de haber serruchado algunas ramas hasta su nacimiento, me dije. No entendía esa costumbre cruel e inútil, que había observado en otras calles arboladas y hasta en el propio bosque de Palermo, donde vi un palo borracho asesinado por la violencia de la poda.
A un costado del cementerio de la Recoleta, seis estatuas vivientes estaban cruzando la calle con maletines en la mano. Me parecía extraño que caminaran rápido, despreocupadas del asombro que despertaban. La ilusión de inmovilidad, que era toda la gracia de su ínfimo arte, se desvanecía a cada paso. Estaban ridículas con sus vestuarios dorados y graníticos, y las gruesas capas de pintura en el pelo y en la cara: un descuido inconcebible en ellas, que siempre se escondían para quitarse el maquillaje. A lo mejor las habían expulsado de los alrededores de la iglesia del Pilar, donde acostumbraban exhibirse, aunque eso nunca había sucedido.
Al bajar del colectivo frente al parque Las Heras, vi manadas de perros que se habían sublevado contra los muchachos que los paseaban. En ese lugar habían sucedido historias atroces, y las resacas del horror seguían allí. Para descansar del trajín de los perros, los cuidadores solían reunirse a conversar en una parte sombreada del parque, donde en otros tiempos estuvo el patio de la Penitenciaría Nacional. Cada uno de ellos sujetaba siete u ocho animales, y dejaba suelto a uno de los perros, el más experto, que guiaba la manada. Ninguno debía de saber, supongo, que en ese rincón fue fusilado en 1931 el anarquista Severino Di Giovanni, y veinticinco años más tarde el general Juan José Valle, que se alzó en armas para que el peronismo recuperara el poder. Y si lo sabían, ¿por qué iba a importarles? A veces el viento castigaba allí con más fuerza que en otros lugares del parque, y los perros, angustiados por un olor que no entendían -el olor de una congoja humana que venía del pasado-, se desprendían de las correas y huían.
Más de una vez, en mis viajes diarios al hospital Fernández, había visto cómo los chicos los perseguían y volvían a reunirlos, pero aquella tarde, en vez de correr, los perros giraban y giraban alrededor de sus guardianes, enredándolos hasta hacerlos caer. Los animales que servían de guías se alzaban en dos patas y aullaban, mientras el resto de la manada, babeando, se alejaba unos pocos metros de los paseadores caídos y volvía después a acercarse, como si quisieran arrastrarlos fuera de aquel lugar.
Llegué al hospital sintiendo que la ciudad no era la misma, que yo no era el mismo. Temí que Martel hubiera muerto mientras yo perdía el tiempo en el cine y subí casi corriendo a la sala de espera. Alcira conversaba tranquilamente con un médico y, cuando me vio entrar, me llamó.
– Está recuperándose, Bruno. Hace un rato entré en la habitación, me pidió que lo abrazara, y él me abrazó con la fuerza de alguien que está decidido a vivir. Me abrazó sin preocuparse por esos tubos que tiene clavados en el cuerpo. A lo mejor se levanta, como otras veces, y vuelve a cantar.
El médico -un hombre bajo, con la cabeza afeitada- le dio unas palmaditas.
– Hay que esperar varias semanas, -dijo. Todavía tiene que desintoxicarse de todas las medicaciones que le hemos dado. El hígado no está ayudando mucho.
– Pero esta mañana estaba sin fuerzas y ahora mírelo, doctor, -replicó Alcira. Esta mañana se le caían los bracitos, a duras penas sostenía la cabeza, como un recién nacido. Ahora me abrazó. Sólo yo sé la vida que hay que tener para dar ese abrazo.
Pregunté si podía entrar en el cuarto de Martel y quedarme a su lado. Llevaba días esperando que me dejaran hablar con él.