Octubre 2001
Con el paso de los días, fui aprendiendo que Buenos Aires, diseñada por sus dos fundadores sucesivos como un damero perfecto, se había convertido en un laberinto que sucedía no sólo en el espacio, como todos, sino también en el tiempo. Con frecuencia trataba de ir a un lugar y no podía llegar, porque lo impedían cientos de personas que agitaban carteles en los que protestaban por la falta de trabajo y el recorte de los salarios. Una tarde quise atravesar la Diagonal Norte para llegar a la calle Florida, y una férrea muralla de manifestantes indignados, batiendo un bombo, me obligó a dar un rodeo. Dos de las mujeres levantaron las manos como si me saludaran y les respondí imitándolas. Debí de hacer algo que no debía porque me lanzaron un escupitajo que conseguí esquivar, profiriendo insultos que jamás había oído y que no sabía entonces lo que significaban: " ¿Sos rati vos, ortiba, trolo? ¿Te pagaron buena teca, te pagaron?" Una mujer amagó pegarme, y la contuvieron. Dos horas más tarde, cuando regresé por la calle de la Catedral, los encontré de nuevo y temí lo peor. Pero en ese momento parecían cansados y no me prestaron atención.
Lo que sucede con las personas sucede también con los lugares: mudan a cada momento de humor, de gravedad, de lenguaje. Una de las expresiones comunes del habitante de Buenos Aires es "Acá no me hallo", que equivale a decir "Acá yo no soy yo". A los pocos días de llegar visité la casa situada en la calle Maipú 994, donde Borges había vivido más de cuarenta años, y tuve la sensación de que la había visto en otra parte o, lo que era peor, que se trataba de una escenografía condenada a desaparecer apenas me diera vuelta. Tomé algunas fotos y, al regresar del revelado rápido, advertí que el zaguán se había transformado de manera sutil y las baldosas del piso estaban dispuestas de otra manera.
Con Julio Martel me sucedió algo peor. Por mucho empeño que puse, no pude asistir a ninguna de sus presentaciones, que eran extravagantes y esporádicas. Alguien me reveló dónde vivía y pasé horas esperándolo ante la puerta de su casa hasta que lo vi salir. Era bajo, de cuello corto, con un pelo negro y denso, endurecido por lacas y fijadores. Se movía a saltos, como una langosta: tal vez se apoyaba en un bastón. Intenté seguirlo en un taxi y lo perdí cerca de la Plaza de los Dos Congresos, en una esquina cortada por manifestaciones de maestros. Tuve la sensación de que en el Buenos Aires de aquellos meses los hilos de la realidad se movían a destiempo de las personas y tejían un laberinto en el que nadie encontraba nada, ni a nadie.
El Tucumano me contó que algunas empresas de turismo organizaban paseos de una o dos horas para los europeos que desembarcaban en el Aeropuerto de Ezeiza, en tránsito hacia los glaciares de la Patagonia, las cataratas del Iguazú o las ensenadas de Puerto Madryn, donde las ballenas enloquecían durante sus partos fragorosos. Los ómnibus se perdían con frecuencia entre las ruinas del Camino Negro o en los lodazales de la Boca y tardaban días en reaparecer, sin que los pasajeros recordaran qué los había entretenido.
– Los marean con toda clase de anzuelos, -me dijo el Tucumano. Una de las excursiones recorre los grandes estadios de fútbol simulando que es un día de partidos clásicos. Juntan un centenar de turistas y van desde la cancha de River a la de Boca, y desde ahí a la de Vélez en Liniers. Ante las puertas hay vendedores de chorizos, de camisetas, de banderines, mientras por los altavoces de los estadios se reproduce el rugido de una multitud que no está, pero que los visitantes adivinan.
– Hasta se han escrito crónicas sobre esa falsía, -dijo el Tucumano, y yo pensé quiénes podrían haberlas hecho: ¿Albea Camus, Bruce Chatwin, Naipaul, Madonna? A todos ellos les mostraron una Buenos Aires que no existe, o sólo pudieron ver la que ya habían imaginado antes de llegar.
– Hay también excursiones por los frigoríficos, -siguió el Tucumano, y otra de veinte pesos por los cafés famosos. A eso de las siete de la tarde llevan a los turistas de paso a ver los cafés de la Avenida de Mayo, de San Telmo y de Barracas. En el Tortoni les preparan un espectáculo con jugadores de dados que revolean sus cubiletes y se amenazan con facones. Oyen cantores de tango en El Querandí , y en El Progreso de la avenida Montes de Oca conversan con escritores de novelas que están trabajando en sus computadoras portátiles. Todo es trucho, pura fachada, como te imaginás.
Lo que no sabía entonces es que también había una excursión municipal dedicada a la Buenos Aires de Borges, hasta que vi a los turistas llegar a la pensión de la calle Garay un mediodía de noviembre, en un ómnibus cuyos flancos lucían el chillón monograma de McDonald's. Casi todos venían de Islandia y Dinamarca y estaban en tránsito hacia los lagos del sur, donde los paisajes los iban a sorprender quizá menos que la soledad sin fin. Disponían de un inglés gutural, que les permitía conversaciones intermitentes, como si la distancia dejara las palabras por la mitad. Entendí que habían pagado treinta dólares por un paseo que empezaba a las nueve de la mañana y terminaba poco antes de la una. El folleto que les entregaron para orientarse era una hoja de papel diario doblada en cuatro, en la que abundaban avisos de masajistas a domicilio, clínicas de reposo y pastillas de venta libre que producían euforia. En esa selva tipográfica, a duras penas asomaban los puntos del itinerario, explicados en un inglés torcido por la sintaxis castellana.
El primer punto de la travesía había sido la casa natal de Borges, en la calle Tucumán 840, a una hora de la mañana en que el tránsito de los sábados es intrincado e impaciente. Allí, la mujer que les servía de cicerone -una joven menuda, de rodete, y ademanes de maestra primaria- leyó a toda velocidad el fragmento de la Autobiografía, que describía el solar,
a fíat, roof, a long, arched entranceway called a zaguán; a cistern, where we got our water; and two patios.
Vaya a saber cómo imaginaban los escandinavos la cisterna, o más bien el aljibe, con una roldana en lo alto de la que colgaba el balde para el agua. De todos modos, ya nada de aquello estaba en pie. En el emplazamiento original de la casa se alzaba un negocio con tres nombres: Solar Natal , Café Literario y Fundación Internacional Jorge Luis Borges . La fachada era de vidrio, y permitía ver un paisaje de mesas y sillas de hierro forjado, con almohadones de tela cruda y lazos sobre los asientos. Al fondo, en el patio descubierto, se divisaban otras mesas con sombrillas y varios globos de colores, que quizá fueran los residuos de una fiesta infantil. Sobre la fachada se extendía, como una venda, una franja pintada de rosa viejo. El edificio de la derecha, que pertenecía a la Asociación Cristiana Femenina , en el número 848, también reclamaba su derecho a que lo consideraran sede natal. Lucía una placa vistosa, de bronce, que protestaba por las mudanzas en la numeración de la calle y sostenía que, desde 1899, los edificios se habían desplazado de su lugar primitivo y la calle entera estaba cayendo por la pendiente del río, aunque éste distaba por lo menos kilómetro y medio.
El itinerario de la excursión era ahorrativo. Censuraba los arrabales de Palermo y de Pompeya, por los que Borges había caminado hasta el amanecer cuando aquellos parajes se detenían de pronto en el campo abierto, en la desmesura de un horizonte sin nada, luego de atravesar callejones, cigarrerías y quintas. Omitía, sobre todo, la manzana de su poema "Fundación mítica de Buenos Aires", donde el escritor había vivido desde los dos hasta los catorce años, antes de que la familia se afincara en Ginebra, y donde había tenido la intuición, luego confirmada por el filósofo idealista Francis Herbert Bradley, de que el tiempo es una incesante agonía del presente desintegrándose en el pasado.
La mujer del rodete había informado a los viajeros que el punto donde se fundó Buenos Aires está en la Plaza de Mayo, porque allí el vizcaíno Juan de Garay plantó un árbol de justicia el 11 de junio de 1580, y desbrozó el campo con su espada, limpiándolo de pastizales y juncos en señal de que así tomaba posesión de la ciudad y del puerto. Cuarenta y cuatro años antes había hecho lo mismo el granadino Pedro de Mendoza, en el parque Lezama, otra plaza situada a media legua en dirección Sur, pero entonces la ciudad fue despoblada e incendiada, mientras Mendoza agonizaba de sífilis en su barco.
Desde que Buenos Aires nació, una extraña sucesión de calamidades atormentó a los fundadores. A Mendoza se le sublevó dos veces la tripulación de sus naves, una de ellas equivocó el rumbo y fue a dar al Caribe, sus soldados perecieron de hambre y se entregaron a la antropofagia, y casi todos los fuertes que dejó en su derrotero fueron extinguidos por repentinos incendios. También Garay afrontó motines de las guarniciones de tierra, pero el peor de los motines sucedió en su cabeza. En 1581 se lanzó en busca de la ilusoria Ciudad de los Césares, a la que imaginaba en sueños como una isla de gigantes custodiada por dragones y grifos, en cuyo centro se alzaba un templo de oro y carbunclo que resplandecía en las tinieblas. Descendió más de cien lenguas por la costa ventruda de Samborombón y el Atlántico Sur sin encontrar rastros de lo que había imaginado. Al regresar, ya no sabía orientarse en la realidad y, para recuperar la razón, necesitaba buscarla en los sueños. En marzo de 1583, mientras viajaba en un bergantín hacia Carcarañá, se detuvo ya de noche en un entramado de arroyos y canales sin aparente salida. Decidió acampar en tierra firme y quedarse a esperar la mañana con su tripulación de cincuenta españoles. Nunca la vio llegar. Una avanzada de guerreros querandíes lo atacó antes del amanecer y le desgarró el sueño a lanzazos.
Desde el solar natal, los visitantes fueron llevados a la casa de la calle Maipú, donde Borges vivió en un cuarto monacal, separado del dormitorio de su madre por un tabique de madera. Era una celda tan estrecha que apenas cabían la cama, el velador y una mesa de trabajo. Examinar esa intimidad ya desvanecida no era parte de la excursión. Se concedía a los viajeros sólo un rápido alto frente a la fachada, y un recorrido más piadoso por la librería La Ciudad , que estaba enfrente, a la que Borges acudía por las mañanas para dictar los poemas que la ceguera no le consentía escribir.