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No volvió a tener noticias de él sino once arios más tarde, cuando uno de los sobrevivientes de la dictadura mencionó al pasar que un hombre macizo, con voz de gallo, había sido trasladado una noche de verano desde las mazmorras del Club Atlético, es decir, llevado hacia la muerte. El testigo ni siquiera conocía el nombre verdadero de la víctima, sólo sus apodos de combate, Rubén u Ojo Mágico , pero el dato de la voz le bastó a Martel. El nombre de Felipe Andrade Pérez no figura en ninguna de las infinitas listas de desaparecidos que han circulado desde entonces, ni consta en las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, como si nunca hubiera existido. La historia que había contado en el Sunderland estaba, sin embargo, llena de sentido para Martel. Representaba lo que él mismo habría querido vivir si hubiera podido, y también -aunque de eso no estaba tan seguro- representaba la muerte rebelde que habría querido tener. Fue por eso, -me dijo Alcira-, que se hizo teñir el pelo de oscuro, con la ilusión de que así regresaría a su ser de veintisiete años antes, se puso el pantalón a rayas y el saco negro cruzado de los recitales, y salió un atardecer de hace dos semanas a evocar a su amigo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, ante la casa a la que no habían podido entrar la última vez que se vieron.

Acompañado por la guitarra de Sabadell, Martel cantó Sentencia, de Celedonio Flores. A pesar del maquillaje en las ojeras y los pómulos, estaba pálido, lleno de ira contra el cuerpo que lo había abandonado cuando más lo necesitaba. -Creí que iba a desmayarse, -dijo Alcira-. Se apretó el vientre con fuerza, como si sostuviera algo que se le estaba cayendo, y así avanzó:

Yo nací, señor juez, en el suburbio,
suburbio triste de la enorme pena.

El tango es largo, dura más de tres minutos y medio. Temí que no pudiera terminarlo. Las coreanitas de la galletitería lo aplaudieron como habrían aplaudido a un tragasables. Tres chicos que pasaban en bicicleta gritaron "¡Otra!" y se fueron. -Tal vez la escena te parezca patética, -me dijo Alcira-, pero en verdad era casi trágica: el más grande cantor argentino abría sus alas por última vez ante gente que no entendía lo que estaba pasando.

Sabadell se entretuvo un rato con la guitarra, saltando de un fragmento de La cumparsita a otros de Flor de fango y La morocha, hasta que se detuvo en La casita de mis viejos. Más de una vez Martel estuvo a punto de quebrarse en sollozos mientras cantó ese tango. Debía dolerle la garganta, quizá le dolería el recuerdo de un muerto que no quería aceptar su condición, como todos los que no tienen tumba. ¿Por qué no lloraba, entonces?, se dijo Alcira y luego me lo dijo a mí, en el hospital de la calle Bulnes, ¿por qué contuvo un llanto que a lo mejor lo habría salvado?

Barrio tranquilo de mi ayer,
como un triste atardecer
a tu esquina vuelvo viejo…

Sudaba a mares. Le dije que nos fuéramos -me contó Alcira-, le dije tontamente que ya Felipe Andrade sin duda había cantado con él en su eternidad, pero me rechazó con una firmeza o fiereza que antes jamás había mostrado. Me dijo: "Si para los demás fueron dos tangos, ¿por qué van a ser también dos para el amigo que más quise?"

Sin duda había hablado del tema con Sabadell, porque el guitarrista me interrumpió con el preludio de Como dos extraños.

– La letra de esa canción es un conjuro contra el pasado intacto que Martel trataba de resucitar, -me dijo Alcira-. Esa tarde, sin embargo, en la voz de Martel fluyó un pasado que no estaba muerto, como no puede estar muerto lo que sólo ha desaparecido y permanece y dura. El pasado de aquella tarde se mantenía, tenaz, en el presente, mientras él lo cantaba: era el ruiseñor, la alondra del principio del mundo, la madre de todos los cantos. Todavía no puedo entender cómo respiraba, de dónde sacaba fuerzas para no desfallecer. Me descubrí llorando cuando le oí decir, por segunda vez:

Y ahora que estoy frente a ti
parecemos, ya ves, dos extraños:
lección que por fin aprendí.
¡Cómo cambian las cosas los años!

Yo misma estaba recordando lo que jamás había vivido.

Con la última palabra de Como dos extraños Martel se vino abajo, mientras la gente de Parque Chas pedía otro y otro tango. Cuando cayó en mis brazos le oí decir, sin fuerzas: "Lleváme al hospital, Alcira, que no doy más. Lleváme que me muero".

Ya no recuerdo si Alcira me contó ese episodio la última vez que la visité en el hospital Fernández o semanas más tarde, en el café La Paz. Sólo recuerdo la medianoche de diciembre con el cielo en llamas, y Alcira a mi lado, exhausta, de pie ante la enfermera que trataba de consolarla y no sabía cómo, y el silencio que se posó sobre la sala de espera, y el olor a flores rancias que ocupó el lugar de la realidad.

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