Lilburn cogió las cuartillas, de papel corriente, y las leyó con detenimiento. Estaban escritas a mano con pluma estilográfica y el texto era el mismo, sin la menor variación, en las tres. Decía así:
«Querido amigo:
A la vista de los lamentables acontecimientos de los últimos días, que por su índole no sólo van en contra de mis costumbres sino también de mis principios, no se me ofrece otra alternativa, pese a ser muy consciente de los graves perjuicios que le ocasionaré con mi decisión, que la de dimitir de mi cargo de manera irrevocable.
Y me permito hacerle saber, asimismo, que repruebo y condeno enérgicamente la actitud adoptada por usted con respecto a dichos acontecimientos.
Leandro P. de Santiesteban .»
– Como ve -dijo Mr Bayo-, el escrito no revela nada. Más bien hace todo mucho más incomprensible todavía, dado que este edificio era una casa particular y no una oficina o equivalente, es decir, un lugar donde hubiera gente con cargos de los que poder dimitir. Hemos de conformarnos con contemplar el enigma sin tratar de descifrarlo.
Pasaron los meses de marzo y abril, y el joven Lilburn, cada viernes, desde la biblioteca, escuchaba los invariables pasos del señor de Santiesteban en el piso de arriba. Procuraba seguir los consejos que le había dado Mr Bayo y hacer caso omiso de aquellas misteriosas pisadas, pero a veces, de manera inopinada, se sorprendía a sí mismo meditando acerca de la personalidad y la historia del fantasma o contando mecánicamente el número de pasos en una y otra dirección. A este respecto había comprobado que, en efecto, como su superior le había dicho en una ocasión, el señor de Santiesteban daba primero siete pasos y luego, tras la pausa, ocho, para cerrar la puerta a continuación. Y fue durante las vacaciones de Semana Santa, que pasó en Toledo, cuando se le ocurrió una posible explicación a tal circunstancia. Este pequeño hallazgo, que en realidad no era más que una conjetura cuya veracidad no podría confirmar, le excitó sobremanera y le hizo esperar con impaciencia el momento de regresar a Madrid y poder contárselo a Mr Bayo.
Y efectivamente, el primer día de clase después de las vacaciones el joven Lilburn, en vez de quedarse en el patio durante la hora del recreo conversando con Miss Ferris y Mr Bayo acerca del in-satisfactorio comportamiento de sus alumnos, le rogó a este último que le acompañara a algún lugar donde pudieran hablar con tranquilidad y, una vez en el despacho del anciano profesor de historia, le expuso su descubrimiento.
– En mi opinión -le dijo con cierto nerviosismo- el señor de Santiesteban da primero siete pasos y luego en cambio ocho por la siguiente razón: indignado por los acontecimientos a que hace referencia en su carta, que, puesto que él es un hombre de principios, le impiden permanecer en su cargo, sale airado de la habitación en que se encuentra y da siete pasos, o más bien zancadas, hasta el corcho. Deja su carta y entonces, ya más tranquilo al saber que ha cumplido con su deber, que ha terminado con el amigo que le defraudó, que su conciencia está limpia, en suma, regresa a la habitación dando ocho pasos en lugar de siete porque ya no está tan iracundo o agitado, sino tal vez, incluso, satisfecho de sí mismo. Prueba de ello es, además, Mr Bayo, el hecho de que luego cierre la puerta lentamente, sin la rabia que denota el golpe inicial, cuando abre.
– Lo ha expuesto usted muy bien, Mr Lil-burn -contestó Mr Bayo con imperceptible ironía-. Y tiene usted razón, creo yo. Yo también llegué a esa conclusión hace muchos años, cuando me interesé por el asunto. Pero no adelanté nada con suponer que el diferente número de pasos en una y otra dirección se debía a un ligero cambio en el estado de ánimo del señor de Santiesteban. Aquí me tiene usted, tan ignorante como el primer día. Hágame caso. El enigma del fantasma del instituto es un enigma verdadero. No hay ninguna manera de descifrarlo.
Mr Lilburn se quedó pensativo y algo decepcionado por la fría respuesta de Mr Bayo. Pero al cabo de unos segundos levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Y no se puede hablar con él?
– ¿Con él? ¿Quiere usted decir con el señor de Santiesteban? Oh, no. Verá: los viernes a las nueve menos cuarto usted oye, como lo oiría en cualquier otro día de la semana si estuviera aquí a esa hora, que la puerta de este despacho se abre de sopetón; después escucha las pisadas y finalmente la puerta que se cierra, ¿no es así?
– En efecto.
– ¿Y dónde suele estar usted cuando esto sucede?
– En la biblioteca.
– Pues bien, si en vez de estar en la biblioteca estuviera usted en el interior de este despacho o afuera, en el pasillo, oiría exactamente lo mismo, pero también vería que la puerta no se abre en absoluto. Se oye cómo se abre y se cierra; pero se ve que ni se abre ni se cierra; permanece en su sitio, inmóvil, ni siquiera vibran los cristales al oírse el portazo inicial.
– Ya. ¿Y está usted completamente seguro de que es esta puerta y no otra la que el fantasma abre?
– Sí. No cabe la menor duda de que es esa puerta de cristales que está detrás de usted. Lo he comprobado, créame. Cuando tuve la certeza de que así era pasé algunas noches en vela, vigilándo-la. Como usted ha dicho antes, el señor de Santiesteban sale de aquí, va hasta el corcho, clava su escrito y vuelve. La carta, sin embargo, no aparece en el acto, sino en algún momento de la noche o ya de madrugada, no lo sé. Las dos únicas veces que logré mantenerme despierto, sin dar una sola cabezada que pudiera ser aprovechada por el señor de Santiesteban para hacer aparecer su escrito, oí las pisadas como siempre, pero la carta no apareció. Esto quiere decir que él me vio (me vio despierto y por eso la carta no apareció). Pero se niega a hablar o no puede hacerlo. Después de esas dos noches, cuando comprendí que yo era observado a mi vez por él (o, mejor dicho, que mientras yo no podía ni siquiera verle él vigilaba mis movimientos), le dirigí la palabra en varias ocasiones y con los más diversos tonos: un día le saludaba respetuoso, al otro melifluo, al siguiente irritado. Incluso llegué a insultarle para ver si reaccionaba. Pero nunca contestó; todo fue inútil e hice lo mejor que podía haber hecho: abandonar mis estúpidas e ilusas guardias y no volver a pensar en don Leandro P. de Santiesteban más que como en lo que es para todas aquellas personas que saben de su existencia: «el singular fantasma del instituto».
El joven Mr Lilburn volvió a quedarse pensativo durante unos instantes y entonces dijo con verdadera preocupación:
– Pero, Mr Bayo… Si todo lo que usted me acaba de contar es cierto, entonces el señor de Santiesteban debe de habitar en este despacho, y en tal caso quizá nos esté escuchando ahora, ¿no es así?
– Posiblemente, Mr Lilburn -respondió Mr Bayo-. Posiblemente.
A partir de este día el joven Lilburn no volvió a hablar con Mr Bayo ni con ninguna otra persona acerca del fantasma del instituto. El viejo profesor supuso, con cierto alivio, que habría comprendido que toda reflexión sobre el asunto era una pérdida de tiempo y que habría decidido seguir finalmente sus consejos, dictados por la experiencia. Pero no era tal el caso. El joven Lilburn, a espaldas de su superior y de una manera un tanto improvisada, había tomado la determinación de averiguar por sí solo los motivos que impulsaban al señor de Santiesteban a dimitir de su cargo cada noche y, puesto que él se quedaba con las llaves del edificio durante los fines de semana y p©r tanto podía entrar y salir a su antojo durante esos días sin tener que rendir cuentas a nadie, había empezado a pasar las noches de los viernes, sábados y domingos en el sofá del pasillo del primer piso, lugar desde el que, incluso echado, podía dominar a la perfección todo el escenario, por otro lado reducido, de los paseos nocturnos del invisible fantasma; es decir: la puerta del despacho de Mr Bayo, el corcho que había enfrente y, por supuesto, el espacio que mediaba entre ambos.
Tres eran las razones -o, mejor, las sensaciones- que le impelían a llevar a cabo sus investigaciones en secreto: la desconfianza, la atracción por lo clandestino y el desafío. Sacaba buen provecho de la generosa narración de Mr Bayo y de las enseñanzas que se desprendían de su fracaso, pero al mismo tiempo sentía que si quería ver cumplidos sus deseos de desvelar el misterio no podía dejar de experimentar sobre su propia piel cuando menos algunos de los reveses que la fantasía había infligido a su superior en el pasado. Por otra parte, encontraba en sus largas esperas el placer que siempre proporciona gozar de lo prohibido o de lo ignorado por el resto de la humanidad. Y finalmente, saboreaba de antemano el momento en que su empeño se vería coronado por el triunfo, que consistiría no sólo en la consecución y eterna posesión de la verdad ansiada sino también en la íntima satisfacción -de la que en definitiva más gusta la vanidad- que lleva implícita consigo toda superación de un contrincante de mayor envergadura o de más amplio saber.
Y en efecto, durante los meses que siguieron, ya los últimos del curso, el joven Lilburn fue sufriendo los mismos reveses que el anciano profesor de historia había padecido en su juventud. Trató de hablar con el señor de Santiesteban sin resultado alguno; aguardó pacientemente, una y otra vez, a que apareciera el escrito sobre el corcho, pero por lo general el sueño lo vencía antes o después, obligado como estaba a permanecer durante horas con la vista fija en un punto; y en las dos o tres ocasiones en que consiguió mantener los ojos abiertos hasta la mañana siguiente la carta no apareció.
El tiempo pasaba con rapidez y le iba restando posibilidades de alcanzar su objetivo. Descontento con la abominable conducta de los niños españoles y con su trabajo, que le había ofrecido muy pocas oportunidades de mejorar de posición a corto plazo, había resuelto no renovar su contrato para el año siguiente y volver a Londres y a su empleo del Politécnico en cuanto finalizara el curso. Y a medida que el término de las actividades escolares se iba aproximando Lilburn se iba arre-pintiendo cada vez más de haber tomado esa decisión. Ahora, con el pasaje de regreso en su poder, ya no era posible volverse atrás y se lamentaba una y otra vez de haberse precipitado en su acción cuando, envalentonado sin ninguna causa que lo justificara, había pensado que el logro de su empresa sería cuestión de semanas a lo sumo. Veía acercarse el día en que tendría que partir para probablemente no volver jamás y maldecía sin cesar su excesiva previsión y la fría indiferencia del señor de Santiesteban, que se mostraba tan altivo con él como con Mr Bayo y -esto era lo que le dolía- los demás mortales. En su delirio, y mientras escuchaba por enésima vez el sonido de los pasos sobre el suelo de madera, trataba de asir al fantasma o le gritaba, llamándole farsante, presumido, cobarde, desalmado: llenándolo de improperios.