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Esta crónica termina aclarando que llegué por fin a la comisaría y entregué a mi asesino. Ninguna importancia tuvo, pues, que surgiera cierta confusión al principio y la guardia civil me detuviera a mí, ya que pronto me identificaron, observaron mi estado y me trasladaron a un hospital del que salí tres días después bastante restablecido, gracias a Dios, y con la satisfacción de haber librado -¡y ganado!- una batalla campal contra el más astuto de todos los criminales de la historia. Ante este triunfal resultado, ¡qué importancia puede tener la compasión que advertí en ciertas miradas, las falsas palabras de consuelo, los sedantes que me inyectaron y la vacuidad de las preguntas que me hicieron los médicos!

Recuerdo que, durante las dos o tres noches siguientes a mi salida del hospital, demoraba en conciliar el sueño pensando qué hubiese ocurrido de no haber llegado a tiempo al cuartel de la guardia civil.

Qué habría pasado si no hubiese conservado entre los dedos índice y pulgar de mi mano derecha al menos una leve brizna de ceniza, cantidad muchísimo más insignificante que la que deposita en la frente don Fernando el párroco el primer miércoles de cuaresma cuando nos recuerda que somos polvo y volveremos a serlo. Qué habría sucedido con la gente de nuestro pueblo si no llego a entrar en el cuartelillo y, enfrentándome a la sorpresa del guardia civil de turno, abrir la mano y separar los dedos, dejando caer así sobre el escritorio atestado de informes la última, minúscula forma de mi asesino: unos pocos, casi invisibles granos de polvo, que solté como si me escocieran frente al atónito policía al tiempo que gritaba, jadeante:

– ¡Aquí está! ¡Lo he atrapado, por fin: el responsable de todas las muertes, el verdadero culpable, primero araña, después mierda, más tarde música y cangrejo, y por último viento y ceniza! ¡Aquí está el único asesino!

Y el guardia civil de turno bajó la vista y distinguió perfectamente los oscuros y dispersos restos finales de mi verdugo, el nimio pero espantoso detalle de la maldad humana.

Enero de 1997

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