Después vino lo más delicado: la copa con las cenizas de mi padre.
Mi padre quiso que incineraran sus restos y los guardara yo. Decía que estaba harto de vivir cerca del cementerio y no deseaba seguir allí después de muerto. La historia de nuestra familia, desde que el primer Párraga se estableció en esta casa solariega en las afueras de Roquedal y compró los terrenos adyacentes, ha sido la de una lucha constante contra la muerte: el camposanto, al principio pequeño, iba creciendo cada vez más conforme nosotros perdíamos tierras. Después de la guerra civil, el pueblo de los muertos nos desplazó hacia el otro lado de la carretera (antes poseíamos propiedades en ambas zonas), y nos redujo al habitáculo de nuestra propia casa. Ahora, cuando el único Párraga que queda soy yo, el cementerio ha terminado convirtiéndose en un lugar excelente para vivir, lleno de flores, lápidas limpias y mármol moderno, y nuestra casa ya no es nada más que un viejo cementerio.
No se me ocurrió mejor instrumento que una cuchara sopera para coger, con suma delicadeza, un puñado de la ceniza que, muchos años atrás, me había mirado con ojos amables y enseñado algunas de las cosas que sé sobre la vida. Deposité la pirámide de suave polvo gris sobre la mesa, y, ayudado por una cucharilla de café, comencé a distribuir el gran montón (debería decir el «montón padre», pero ocasionaría molestos equívocos) en pequeños terrones, dieciséis en total, rellenando dos de las hileras de un extremo del tablero, en la misma disposición que las fichas del ajedrez al comienzo de la partida: un poco de ceniza en cada escaque hasta completar, como he dicho, dieciséis. Había calculado bien desde el principio y no me hizo falta echar mano de más polvo, así que cubrí de nuevo la copa y la devolví con meticulosidad al anaquel correspondiente, donde están las velas y el retrato blanquinegro de mi progenitor, Raimundo Párraga. «Mano a mano otra vez, papá -le dije al bondadoso rostro de opulento bigote-, luchando contra la muerte, como siempre.»
Me senté ante la mesa, el bastón apoyado en una esquina, el sombrero colgado de la silla, y dispuse el tablero de forma que las fichas de ceniza se hallaran de mi lado, ya que las piezas con que jugaría mi asesino serian invisibles. Comprendí que la simetría del conjunto era adecuada: mi adversario, que movería primero, tenía las blancas (más que blancas, transparentes); yo llevaría las negras (las grises).
Contemplé, a través de la ventana abierta, el débil cuarto creciente de la luna sobre la línea irregular del muro del huerto. Me concentré en el tablero. Las pirámides de ceniza se hallaban tal y como las había colocado. Esperé.
Esa noche no sucedió nada más. Cerca del alba, la oscuridad ya derretida, cerré la ventana y me fui al dormitorio, abrumado por un sueño invencible. Fue el primer día, desde que había comenzado a investigar este caso, en que logré dormir bien, mecido por la satisfacción de haber salvado, al menos, a una de las víctimas.
Desperté, sin embargo, tarde y triste, traspasado el mediodía, con resabios amargos en la boca y la memoria. Fui a la cocina, me preparé un poleo y una tortilla francesa y regresé a la salita: las fichas de ceniza continuaban intocables; la ventana, cerrada.
Subí por las escaleras hasta la segunda planta de la casa, que apenas visito desde la muerte de Eloísa, mi mujer. Allí estaba el dormitorio grande (yo ahora duermo en el de la servidumbre, abajo) y las habitaciones de los niños que nunca tuvimos. En la última de todas me senté largo rato junto al viejo maniquí de mujer con la cabeza calva recostado en el camastro. Me tranquiliza esta figura depauperada y quieta con sus hermosas cejas, sus ojos pintados y los labios del mismo color que la piel. Las extremidades, enroscadas al tronco, están incompletas: faltan las manos y los pies. Lo había conseguido varios años antes, durante el traspaso de la tienda de ropa de los Gómez Osti, que ahora viven en la ciudad. Me la regalaron desnuda y así la conservo. En el pueblo me creen loco, entre otras cosas, porque vivo con este maniquí y porque colecciono grandes piedras talladas por el mar, de las muchas que pueden encontrarse en los alrededores del espigón, y las deposito después a ambos lados de la vereda que conduce a la entrada principal de mi casa. Yo me río al pensar en los cristos torturados y las vírgenes mustias de yeso, los retratos inquietantes de familiares muertos y las presencias no menos inquietantes de familiares vivos que colecciona la mayoría de la gente del pueblo. «Pobres -pienso a veces-: si todos vivimos con la muerte delante y los recuerdos detrás, ¿qué importancia tiene lo que coloquemos en medio?» Sin embargo, en aquel momento ni siquiera mi maniquí me ayudó a disipar la angustia que sentía.
– ¿Cuál es la causa del mal?-le pregunté en voz baja.
Sus ojos pintados miraban al techo. No supo responderme. Después, en el comedor, me puse a escribir.
Eloísa: no puedo olvidarte. Papá: ya sabes que siempre estarás conmigo. Mamá: no me has abandonado nunca. Pero nada conservo en realidad de vosotros, salvo tu ceniza, papá: lo demás es invisible. Porque, decidme: después de la muerte de mi hermano Pedro en América, y teniendo en cuenta que mi hermana Juani, que vive en Madrid, se halla cada vez más vieja y olvidadiza, ¿en qué otro lugar persiste vuestro recuerdo sino en forma de pequeños pensamientos invisibles alojados en mi memoria? ¿Qué sois -qué somos todos- sino ligeros detalles? Y sin embargo, sin los detalles que vosotros formáis en mi interior, sin esa levísima (aún más tenue que la ceniza o la arena) huella de vuestra existencia, ¿podría yo, acaso, seguir viviendo? He aquí el secreto que Baltasar Párraga quisiera enseñar a los demás: ¡contemplad las cosas con ojos atentos y comprobaréis que nada de cuanto os rodea es importante, y que una vez cribada toda vuestra vida solo queda sobre el cedazo una finísima verdad, un fragmento tan nimio que desaparecería con un soplo! ¡Contemplad ese detalle y decid: eso es lo IMPORTANTEI
Por último, y en previsión de lo que pudiera ocurrir, me pareció conveniente redactar una breve nota para el cabo Marchena, de la guardia civil de Roquedal. En ella expuse todo lo sucedido:
Estimado amigo Marchena. Desde abril de este año se han cometido en nuestro pueblo, por lo menos, dos crímenes sanguinarios. Mi labor estratégica ha impedido, por otra parte, que se consumara el tercero. Me refiero a las muertes de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé y al frustrado intento de asesinato de Paz Huertas Mohedano. Todos los crímenes han sido perpetrados por el mismo individuo: un audaz y taimado asesino que solo puede ser percibido (y, por tanto, atrapado) si atendemos a los detalles menos evidentes, a las pistas más sutiles: la afilada uña de un viejo, por ejemplo, o una telaraña, o incluso un ruido que se repite machaconamente.
Durante la semana que entra, querido Marchena, tengo previsto atrapar a este versátil psicópata en mi propia casa: le he tendido una habilísima trampa en la que no dudo que terminará cayendo. Pero si, en contra de mis esperanzas, es él quien se alza con la victoria (y mi derrota, qué duda cabe, significará mi muerte segura) quisiera, al menos, que estas líneas que ahora le escribo sirvieran para informarle de lo sucedido, con el fin de que, cuando mi asesino vuelva a asestar otro golpe sobre nuestro inocente pueblo, sepa usted con quién se enfrenta y quién es el verdadero culpable.
Y si le interesa conocer su identidad, le diré una palabra más, mi querido cabo Marchena: es posible que mi asesino sea completamente imaginario, pero sus crímenes son muy reales. Su identidad son sus crímenes. Investigue sus crímenes, amigo mío. Su seguro servidor,
BALTASAR PÁRRAGA
Sin embargo, nunca llegué a entregarle esta misiva al cabo Marchena, y creo que se debió a que, en realidad, confiaba en mi victoria.
Pasaron dos noches sin que nada más sucediera. La tercera, inolvidable, me senté como siempre frente al tablero de ajedrez con mis fichas de ceniza, abrí la ventana del huerto y me puse a esperarle. «Ven. Vamos. Ven hoy», pensaba. Me sentía excitado como el cazador que aguarda en su puesto la aparición de la pieza soñada.
Y llegó.
Al principio fue un frío leve, una brisa que, al entrar por la ventana, apenas poseía la suficiente fuerza como para tirar de los vellos de mis brazos y los hilos de mi ánimo. Aun así, mi cuerpo se tensó y la carne se me puso de gallina. Miré hacia la penumbra del huerto, el cielo cortado por la uña de la luna. «Aquí está», pensé. Escuché los ladridos de Pastor, mi viejo perro, que me avisaba desde el patio. «Aquí está», pensé otra vez.
Entonces la brisa creció y penetró por la ventana una hedionda ráfaga de aire muerto. Supe que venía directamente del cementerio. «Como es lógico», me dije. Observé el tablero: las cenizas de mi padre correspondientes al peón c7 avanzaron, por la fuerza de aquel repentino soplo, dos casillas adelante, hasta c5. El enemigo me comió este peón dispersándolo en el aire y la partida continuó desarrollándose. Mis fichas de ceniza iban desapareciendo del tablero conforme entraba el ventarrón. Yo no podía comer ninguna pieza de mi enemigo, porque ésas son las leyes de la muerte: mi única posibilidad consistía en que mi rey (la ceniza del escaque e8) lograra sobrevivir hasta el final. Anoté todos los movimientos de esta descabellada partida, la más importante que he jugado nunca:
Blancas: Él. Negras: Yo.
1.d4, c5; 2.dxc, d5; 3.e4, g5; 4.exd, e7; 5.dxe, a5; 6.exf+, Re7!; 7.exg8=D, h5; 8.Dxh8 y Dxh5 y Dxg5+ (¡¡enorme voracidad la de mi adversario, que ni siquiera respetaba las reglas y hacía tres jugadas seguidas!!), Re6!! (¡mi rey seguía dispersándose por el tablero, pero se salvaba!); 9.Dg5xd8 y Dxc8+, Rf6!! (escapando así de la criminal dama); 10.Dxb8 y Dxa8 y Dxa5, Ah6; 11.Dc7 y Dxb7 y Dh7 y Dxh6+, Rf5!! (¡mi rey se salva por los pelos!). Las blancas abandonan (el viento comenzó a debilitarse y se extinguió por completo). *
«¡Hemos ganado, papá!», pensé, triunfante. Aún quedaba una leve pizca de ceniza procedente de la ficha de mi rey en f5. La recogí con el índice y el pulgar. Allí estaba: encerrado en aquel mínimo fragmento de polvo gris.
– ¡Ya eres mío! -exclamé.
La carrera hacia el pueblo fue una pesadilla, y casi resultó mortal para mi fatigado corazón, pero era de todo punto evidente que tenía que darme prisa. Escogí el viejo camino del bosque en vez de la carretera, para llegar más rápido. «Por usted, María Auxiliadora -pensaba cuando me sentía desfallecer-, y también por usted, Guernod, qué caramba. Tampoco usted era culpable. Nadie debería morir. Toda muerte es un crimen, un delito oculto. El asesino podrá ser nimio, ligero y sutil, pero somos capaces de capturarlo.» Llegué al pueblo sin aliento, con el pecho agarrotado por el esfuerzo. Además, cuanto más me movía, y a pesar del sumo cuidado que procuraba tener, más ceniza se me escapaba por entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, hasta el punto de que apenas sentía ya la presencia de mi asesino bajo las yemas. Divisé luces en el cuartelillo de la guardia civil y hacia allí me dirigí con mis últimas energías. «Se me escapa -pensaba, desesperado-, ay, que se me escapa… que se desliza por entre los dedos… que se va, que huye, que…»