A sus cuarenta años recién cumplidos, María Auxiliadora seguía habitando la misma diminuta casa de sus padres, junto a su momificado progenitor, aún atractiva, soltera y absolutamente desperdiciada para la vida. No había perdido ni pizca de simpatía, pero aquel voluntario claustro y su constante labor de enfermera la habían convertido en un ser pálido, envejecido y deprimente, lo cual me daba una pena infinita: esos ojos azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno y esa sonrisita dulce que le encendía el semblante cada vez que despuntaba se merecían algo más, sin duda, que aquella triste reclusión. Y lo más desagradable del caso es que ella misma lo sabía.
Su único pasatiempo consistía en vender plantas medicinales, como ya había hecho su madre mucho antes, pero Mana Auxiliadora no se iba al campo a buscarlas sino que las pedía a la ciudad, y a veces a Madrid y Barcelona. Sin embargo, su fama de herboristera se había hecho notoria en Roquedal, y Paca Cruz, la pitonisa del hostal de la playa, me había dicho un día que lo que no curasen las hierbas de la señorita Bernabé no lo remediaba ni el doctor Torres.
Digo todo esto para mostrar el verdadero afecto que sentía por aquella chiquilla de cuarenta años. Me propuse impedir desde el principio que nada malo (o nada peor) le sucediera.
Al día siguiente, más repuesto después de un descanso breve pero adecuado, me vestí y acicalé lo mejor que pude -cuerda nueva al cinto, flor suavemente marchita en la solapa- y emprendí la marcha hacia el pueblo en dirección a la casa de la señorita Bernabé. Me sentía bastante más tranquilo que la noche anterior: tras escoger y descartar diversos planes había llegado a la conclusión de que no podía planear nada hasta que no descubriera dónde se ocultaba realmente el asesino, pues existía la posibilidad, pequeña pero esperanzadora, de que hubiese abandonado aquella casa para ir a ocultarse en otra.
Me recibió la misma señorita Bernabé, lo cual no era de extrañar porque siempre estaba allí y en sus raras ausencias nadie habría podido abrirme la puerta: no, desde luego, Sarita, la gata negra y despeluchada que arrastraba su panza en silencio, el único ser realmente vivo aparte de María Auxiliadora; mucho menos el viejo Aparicio, que no se movía del sitio donde su hija lo colocaba, como los jarrones.
– ¡Don Baltasar, qué sorpresa! -Aquella sonrisita dulce de nuevo-. ¡Pase!
Ya he dicho que sus ojos eran azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno, pero diré todavía algo más: en sus ojos, y solo en ellos, la señorita Bernabé era libre. Todo lo que la rodeaba eran barrotes, pero su mirada enorme la hacía cantar y volar por dentro, como un jilguero. Y diré también que tenía agazapado el pelo, que ya era gris, con un anticuado moño de pinzas, y que se protegía el blanquísimo cuello con un pañuelo limpio de lunares grises, y que sobre su rebeca llevaba prendida, ¡bendita sea!, una ramita seca de trigo raspinegro, algo así como un broche natural, que simbolizaba muy bien su profesión de herboristera, aunque creo que ella se la ponía por no sé qué recuerdo de su madre. Nunca se maquillaba, pero su rostro reflejaba la belleza serena de un amanecer en la montaña. Y como apenas salía de casa, el aroma de las plantas se le pegaba al cuerpo, y acercarse a ella era oler a menta, tomillo, eucalipto y hierbabuena, como entrar de repente en un reducidísimo bosque en mitad de un pueblo como éste, en que no huele a otra cosa que a mar.
Añadiré que era de las pocas personas de Roquedal que jamás me insultaban: nunca la oía referirse a mí como «el loco del cementerio» y siempre me trataba con un respeto intachable. Quizá percibía mi soledad, al igual que yo la de ella: ambos éramos maestros de la misma desgracia -en ella, escogida; en mí, impuesta; aunque ¡quién sabe si no era al revés!- y nos comprendíamos en silencio.
– ¿Sería mucha molestia, señorita? -pregunté sin decidirme a entrar, quitándome el sombrero.
– ¡No diga tonterías! ¡Precisamente tengo agua calentándose! ¿No le apetece un poleo mañanero?
– Muchas gracias.
Yo había visitado varias veces a la señorita Bernabé (para comprarle hierbas del reuma), así que no consideré que hacía mal obedeciéndola. Creo haber dicho ya que la casa era pequeña, y pude comprobarlo entonces: la cocina se abría directamente a su dormitorio y al saloncito, y su única ventilación consistía en un ventanuco alto que, por otra parte, se hallaba cerrado. En el saloncito, la solitaria ventana de doble hoja daba a la paralela de Cruz, la estrecha calle del Solar. Tenía una salida lateral que conducía a la habitación de su padre, que era el dormitorio grande y daba también a Solar; al de ella solo podía accederse a través de la cocina. Era una casa estrecha y decrépita como el cerebro de su dueño, y reflejaba baldosa a baldosa, zócalo a zócalo, toda la avaricia de un hombre que no había querido gastarse los cuartos en una vivienda mejor.
Sarita, la gata, más fea que de costumbre, instalada en un rincón del suelo de la cocina, me miraba con los ojos de ópalo sabio de los felinos viejos. Anoté esa noche en mi cuaderno:
Importante hallazgo. La gata me avisó. Sus ojos, planetarios, se hallaban partidos por los husos negros de la rueca del destino, como ayer la luna. Investigar relaciones con la oquedad central de las nubes.
Mientras la señorita Bernabé regresaba a la cocina y cerraba la puerta, entré en el saloncito y me senté junto a la mesa camilla, no sin antes saludar cortésmente al viejo Aparicio, que no me contestó.
Llevaba tiempo sin verle, y reprimí una mueca: como el que se olvida un trozo de queso fuera del refrigerador y lo halla, al cabo del tiempo, peludo de gusanos. Aparicio parecía poseer una vejez infinita: era calvo y arrugado como la cera que se derrite para enfriarse después en la base de la vela; se encogía sobre la eterna mecedora hasta el punto de que los hombros competían en altura con la cabeza; las manos, muy grandes, eran la otra parte visible de su piel: la derecha lucía unas uñas ominosamente largas, de puntas casi negras (en una pelea a zarpazos, a buen seguro que Sarita habría perdido); tenía la mirada, como toda la expresión, enfundada en maldad. «Dios mío -pensé-, ¿y con este engendro vive esta pobre mujer?».
Allí estaba, silencioso e inmóvil en su mecedora, hundido en su propia ropa pero con las manos -sobre todo la derecha, de uñas largas y negras- totalmente al descubierto. Menos obsceno me habría parecido que enseñara el resto del cuerpo. Tras él se alineaban, en una estantería que llegaba hasta el techo, incontables frasquitos etiquetados y bolsas de plástico con hierbas. Ver a Aparicio allí sentado me hizo pensar en un viejo y carcomido tronco plantado en mitad del bosque.
Dejé de mirarle para concentrarme en lo que tenía que hacer. ¿Cómo exploraría el dormitorio de María Auxiliadora sin despertar sus sospechas? Los acontecimientos posteriores me evitaron aquel trance… ¡pero no sé si hubiera sido preferible! Transcribo lo que anoté en el cuaderno más tarde:
Llegó la señorita Bernabé con dos infusiones. Me sirvió el poleo y se sentó junto a su padre para darle de beber un té de hierbas amargas que, según me explicó, era bueno para los riñones. Por su actitud de adoración al inclinar el vaso para que Aparicio sorbiera, diríase que se trataba de una indígena ofreciendo su tributo diario al ídolo tallado en piedra. Mientras tanto, no dejaba de hablarme:
– Es un niño malcriado -prrttz, sorbía el viejo-, hay que dárselo todo aunque sepa coger algunas cosas, ¿verdad que sabes, papá? -prrttz, sorbía el viejo-. Claro que sabes, pero estás muy mimado… ¿Qué va a pensar don Baltasar de ti? -prrttz, sorbía el viejo.
Bebí mi poleo respetando el repugnante ritual. Cuando Aparicio terminó su té -un gruñido indicaba que no quería más-, la señorita Bernabé pasó a hablarme del ramo de flores que le ha encargado don Fernando el párroco para el paso de la Virgen del Gato este Viernes Santo. Se ilusiona con esa labor.
– ¿Qué flores usará, si no le importa decírmelo? -pregunté enseguida.
– Violetas, por supuesto -contestó-. ¿Qué otro color va a ser mejor para Nuestra Señora en su infinita tristeza?
Y por la manera en que decía aquella palabra -«tristeza»-, bajando la cabeza y situando los ojos lejanamente azules en un punto vacío, no parecía sino que hablaba de ella misma y que aquel precioso ramo que tanto la ilusionaba estaba destinado a su propia tumba.
No se me ocurría ninguna excusa plausible para registrar su dormitorio, ya que no podía contarle la verdad; decirle, por ejemplo: «Perdone, señorita, pero, si no le importa, voy a entrar en su cuarto para buscar una araña negra tan grande como mi mano, repleta de veneno y de malas ideas, que pretende asesinarla a usted. Ahora mismo vengo». Empecé a echar incómodos vistazos hacia la cocina, que, como he dicho, era el único acceso a su habitación, pero como eso tampoco servía de nada, mi inquietud fue en aumento. Ella, que lo notó, equivocó mi malestar:
– Pero ¿qué le pasa? ¿Tiene frío? ¿Cierro la ventana?
– No, no, gracias. Estoy bien.
– La voy a cerrar de todas maneras -dijo al tiempo que lo hacía; volvió a sonreírme encantadoramente y me guiñó un ojo-. Es que, no sé si lo sabe, pero aquí, al «niño», no le gusta que la ventana de la salita esté abierta ni siquiera en verano. ¿A que no, papá? -El viejo no dijo nada; seguía mirándome con desprecio-. ¡Pero la de su cuarto bien que le gusta tenerla abierta! ¿Usted lo entiende? Las manías que le dan. Se queja de todo: del frío, del calor… Quiere vivir tapadito por las mantas como un bebé. ¡Está tan mimado…! Y eso sí: que no lo dejen solo ni un momento. No sé cómo no ha protestado al verme entrar en la cocina. Por las tardes, cuando me pongo a trabajar en las hierbas y a guisar, tengo que llevármelo un ratito y sentarlo en la cocina, conmigo, ¿se lo puede creer? ¡Como yo le digo: pero papá, si la casa es tan pequeña que abres un ojo desde la cama y ya me ves! -Se echaba a reír mirando al viejo para buscar su agrado; pero Aparicio me observaba solo a mí, con los ojos muy fijos y muy fríos como dos trozos de hielo negro-. Pues nada: hay que estar a su servicio. ¡Ah, a usted también le parecen mal esas uñas…!
Me sorprendió este comentario y me estremecí como si despertara de un sueño: era cierto que había estado contemplando, de hito en hito, la enorme mano derecha de Aparicio.