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Me acerqué al muerto Guernod y, de repente, me sentí, como él, invisible. A salvo del interés de los demás.

Existe un momento de neblina en el que pasamos completamente desapercibidos aun para nuestros seres queridos: ocurre un poco después de morirnos pero un poco antes de que hayamos muerto. Y quien sospeche contradicción, que advierta que no es lo mismo morir que ser cadáver, de igual forma que no lo es nacer que ser hijo de alguien: hay un ser que nace y que después es hijo y un ser que muere y que después es un muerto. Pero durante esta última transformación transcurre un lapso de tiempo en el que, invariablemente, caemos en el punto ciego de los demás y nadie nos percibe. Los demás lloran por aquello que ya se ha marchado, pero aún son incapaces de contemplar lo que queda. En ese limbo se hallaba Guernod: aunque ya había muerto, todavía no era cadáver , y por lo tanto nadie lo miraba. Su invisible presencia envolvió la mía y pude contemplarle a gusto sin ser incordiado.

Desde luego, Jacinto no estaba en su mejor momento. Un ojo lo tenía abierto y el otro casi cerrado, pero el aspecto del primero hacía preferir, con mucho, la estética del segundo. La boca, por espantosa simetría, se abría bajo el ojo abierto y se cerraba con el otro. Por entre los labios separados le corría en hilillo uno de esos productos orgánicos que solo aparecen cuando reventamos. Su piel poseía el tono tostado del estiércol de vaca, color que se reforzaba en la esclerótica del ojo abierto con una insidiosa variación como de limones triturados. Se agarraba a la cama con ambas manos, como si se hallara colgado del techo bocabajo y dependiera de ellas para no caerse. Todo lo que no era cabeza o brazos era barriga; es verdad que siempre la había tenido, pero ahora resultaba notoria, obscena, gestante; daba la impresión de que podía estallar si se la pinchaba: quizá fuera una impresión correcta. La camisa, cuyos botones se hallaban tensos en la cúspide del vientre, estaba estampada en sangre y bilis, pero a mí me dieron más pena unas antiguas manchas de café que advertí en su manga izquierda. El resto del cuerpo, innecesario, estaba cubierto por las sábanas.

Observé de nuevo la pléyade de retratos de cuando era niño en la mesilla de noche y el repujado íntimo, vulvar, de la rosa semimarchita.

Ya no albergaba ninguna duda.

Iba a salir de la habitación cuando, de improviso, el último acontecimiento se desarrolló ante mis ojos. No hubiera sido estrictamente necesario que sucediese, pero reforzó de manera notable mis sospechas. Cuando finalizó -fue rápido y espeluznante-, me calé el sombrero, empuñé el bastón y salí de la casa silbando una vieja cancioncita de guerra que mi abuelo me había enseñado de niño, haciéndomela repetir hasta la saciedad. Esa noche concluí las notas de mi cuaderno con estas frases:

Así que, por fin, nos hemos visto las caras tú y yo. ¿Qué víctima escogerás ahora? ¡Ah, pero yo, que te conozco, lograré atraparte antes de que causes una nueva desgracia! La suerte está echada: ¡Dios decidirá quién de los dos debe ganar!

Cuando me alejaba de la casa pensé que tendría que haberme fijado con más detenimiento hacia dónde se dirigía la espantosa araña que había visto escapar de la oreja izquierda de Jacinto Guernod hacía tan solo unos instantes.

Pero ya habría tiempo para eso.

2 ÚLTIMOS DÍAS DE MARÍA AUXILIADORA BERNABÉ

Una semana después del Viernes Santo, dos si contamos desde el asesinato de Jacinto Guernod, fue asesinada María Auxiliadora Bernabé, lo cual constituyó una enorme tragedia. Naturalmente que habría podido evitarse (así pasa con todas las tragedias; las inevitables se llaman «fatalidades»), pero la interesada desoyó mis advertencias y yo anduve demasiado torpe a la hora de actuar.

Es verdad que mis advertencias resultaban difíciles de creer, más aún de explicar, pero no lo es menos que mi estado de nervios me impedía ser excesivamente sutil: me había pasado tres noches seguidas a la intemperie, tras el entierro de Guernod, vigilando su casa desde una esquina para sorprender a la araña en cuanto saliera. Mi instinto me decía que el horrible bicho no iba a escoger la luz del día para escapar: los asesinos de esa estampa, por norma general, prefieren ampararse en las tinieblas nocturnas a la hora de realizar sus fechorías.

De este modo, decidí aguardar en la esquina de la calle Barracón, que da a la casa de Guernod, en cuanto el alboroto del entierro hubiera finalizado. Elegí aquella esquina y no la siguiente por varias razones: la más obvia era que la calle Cruz, que es la que da al portal de la casa, baja en pendiente hacia la playa, así que, si me colocaba en el lugar más alto, podía abarcarla perfectamente; otra buena razón era que la casa contigua a la de Guernod por aquella esquina estaba deshabitada, así que no tendría que temer la curiosidad de los vecinos de ese lado; en último lugar, la esquina de Barracón me protegía del caprichoso viento del mar, que iba y venía a su antojo por Cruz, cosa siempre importante para quien, como yo, usa sombrero. Tengo que felicitarme por el plan, aunque desgraciadamente, ay, no a largo plazo.

Reconozco que la primera noche casi me dormí, se me doblaron las rodillas y necesité sujetarme al canalón cercano más de una vez para no caerme allí mismo. Me asaltó la terrorífica duda de que la araña hubiese escapado durante mis momentos de desmayo, pero la conjuré con este sencillo silogismo: si había ocurrido así, ya no tenía remedio, por lo tanto era inútil pensar en ello. Al día siguiente tomé la precaución de dormir bien por la mañana para mantenerme despejado por la noche, y ya no volvió a vencerme el sueño.

No fue sino hasta la tercera guardia cuando ocurrió. El enemigo, con seguridad sabedor de que era yo quien le vigilaba, demoró su aparición lo suficiente como para sentirse tranquilo.

Además, él también hizo una elección, y escogió la noche en que la luna fue acuchillada.

Lo recuerdo perfectamente: hubo luna llena, pero el disco puro del satélite, bien dibujado contra el telón negro del cielo al final de la calle Cruz, fue penetrado con siniestra lentitud por una nube en forma de navaja, afiladísima y artera, que procedió a cortarlo en dos mitades exactas. Más tarde escribí:

Pavoroso suceso, preludio de otro más horrible: la luna se partió como un pan de mollete. La nube divisora era como un puñal hindú, de agudísima punta y bordes ondulados.

Justo un instante antes de percibir aquel cósmico crimen, distinguí al hijo de Diosdado el de la pollería y a un amigo suyo caminando por Cruz hacia abajo. Ellos también me vieron y se echaron a reír como dos imbéciles, desde la acera opuesta:

– ¡Anda, si es el loco del cementerio! -exclamó burlonamente el amigo-. ¡Qué susto!

El hijo de Diosdado (se llamaba Ángel, Ángel Diosdado; parece mentira llamarse así y ser tan cabrón) le dio un codazo a su compañero y siguió sonriéndome como un cretino de nacimiento:

– ¡Don Baltasar! ¿Qué hace ahí tan quietecillo, hombre? ¡Váyase a casa, que es tarde!

A pesar de que el «ángel» no me había insultado, me pareció mucho más demonio que su amigo: tengo la nariz fina para los hipócritas. Preferí ignorarles y se marcharon riéndose calle abajo. Eran solo dos estúpidos chavales y en ningún momento habían llegado a sospechar el inmenso peligro que les acechaba a escasos metros de distancia.

Porque cuando desaparecieron en la primera esquina de Cruz, y tras percatarme con horror del navajazo de la luna, la pesada y temible araña negra saltó desde una de las ventanas enrejadas de la planta baja de la casa de Guernod.

Aunque, como es natural, me estremecí de cabeza a pies, nada hice sino observarla atentamente: sabía que cualquier movimiento en falso por mi parte la alertaría haciéndola huir a toda velocidad, y, en razón de las seis patas de ventaja que poseía, yo no tenía ni la más mínima oportunidad en una hipotética persecución; terminaría escapándose irremisiblemente y se ocultaría en cualquier rincón oscuro, esperando a la noche siguiente para actuar. Otorgarle cierto grado de confianza era parte de mi plan.

Continué, pues, en la esquina, tan inmóvil como pude, sin, perder de vista al monstruo. Éste pareció olfatearme de pronto: se detuvo a medio camino de la calzada, las cerdas del peludo abdomen tiesas como púas de erizo, su sombra grotescamente proyectada sobre la calle por las dos mitades de la luna herida, y empinó aquello que debía de servirle como cabeza. Contuve la respiración durante ese instante terrible pensando que me había descubierto. Pero entonces el asqueroso bicho reanudó sus sigilosos movimientos de ladrón y trepó por la pared de la casa de enfrente… ¡entrando por la ventana enrejada del piso donde vivía María Auxiliadora Bernabé!

No fue la mejor de las noticias. «La señorita Bernabé… Dios mío, la señorita Bernabé… ¡Ella no, por favor!», rogué mentalmente.

Por supuesto, esa noche no había nada más que hacer: mi asesino no daría el golpe hasta, por lo menos, un par de días después, de eso estaba seguro, porque, en caso contrario, infundiría peligrosas sospechas en el vecindario. Pero, ahora que yo sabía que se ocultaba en casa de la señorita Bernabé, ¿cómo haría para atraparlo? Los pensamientos contradictorios me embarullaron la cabeza.

Cuando regresé a casa, los nervios no me dejaron desvestirme y ni siquiera rezarle a la copa donde guardo las cenizas de mi padre, como hago habitualmente: tal como estaba me arrojé en la cama y me dediqué a mirar al techo mientras jadeaba penosamente. Permanecí en aquel estado de trance un tiempo indefinido. «¡La señorita Bernabé no…! ¡La señorita Bernabé no…!», era el único pensamiento que, a ratos, me venía a la conciencia. Al fin logré controlarme, con lo cual pude moverme (pues, a diferencia de la mayoría de la gente, a mí la inquietud me deja totalmente quieto, como a ciertos perros de caza), y cuando me sentí mejor me levanté y lo primero que hice fue anotar en mi cuaderno los sucesos recientes. Después, y hasta que el cansancio me venció, pasé el tiempo diseñando mi futuro plan de acción. ¡Jacinto Guernod había muerto de manera atroz, pero yo no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a la señorita Bernabé! ¿Por qué le había tocado a ella? ¡Designios misteriosos de Dios, que desde Sodoma no ha vuelto a tener miramientos con los justos!

La señorita Bernabé, la herboristera de la calle Cruz, había sido siempre una criatura dulce, amable y bondadosa, un espíritu abnegado que había tenido que soportar muchas amarguras en su vida. Creció honesta y simpática, aunque solitaria, y siempre que me veía -a cualquier edad: de niña, de adolescente o de mujer- me regalaba sus sonrisas, moneda que se ha vuelto preciosa desde que la gente la escatima tanto. Su padre, Aparicio Bernabé, había sido tendero en un cuchitril miserable de la esquina de la calle Cruz que ha terminado convirtiéndose, felizmente, en una droguería: la de los Mohedano. Entre los vecinos se comentaba que Aparicio había soñado con que su hijo heredaría la miserable tienducha, y, enquistado en ella como los mejillones a las rocas mojadas, seguiría adelante con el negocio de cuatro perras gordas que él mismo había fundado y del que tan orgulloso se sentía (he dicho «cuatro perras gordas» y me equivoco, porque la tienda daba dinero y sabido es que la tacañería es la pobreza culpable). Pero, bien fuera porque no tuvo hijos varones, bien porque no halló disposición en su única hija para continuar por aquella admirable senda, bien porque ella misma lo rechazara abiertamente, lo cierto era que el viejo había terminado traspasando el local muchos años antes y se había dedicado a morir con paciencia junto a María Auxiliadora. A esto se unía la prematura defunción de su esposa y su propia y prolongada vejez, que le había roído el cerebro. Como solo tenía a su hija para cuidarle, ello significó la condena eterna de la pobre muchacha.

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