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El viaje que emprenden los tripulantes del poema de Baudelaire en cierto modo se asemeja al viaje de los condenados. Voy a viajar, voy a perderme en territorios desconocidos, a ver qué encuentro, a ver qué pasa. Pero previamente voy a renunciar a todo. O lo que es lo mismo: para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder. El viaje, este largo y accidentado viaje del siglo XIX, se asemeja al viaje que hace el enfermo a bordo de una camilla, desde su habitación a la sala de operaciones, donde le aguardan seres con el rostro oculto debajo de pañuelos, como bandidos de la secta de los hashishin. Por cierto, las primeras estampas del viaje no rehúyen ciertas visiones paradisíacas, producto más de la voluntad o de la cultura del viajero que de la realidad:

¡Asombrosos viajeros! ¡Cuántas nobles historias
Leemos en vuestros ojos profundos como el mar!
Mostradnos los estuches de tan ricas memorias

Y también dice: ¿Qué habéis visto? Y el viajero, o ese fantasma que representa a los viajeros, contesta enumerando las estaciones del infierno. El viajero de Baudelaire, evidentemente, no cree que la carne sea triste y que ya haya leído todos los libros, aunque evidentemente sabe que la carne, trofeo y joya de la entropía, es triste y más que triste, y que una vez leído un solo libro, todos los libros están leídos. El viajero de Baudelaire tiene la cabeza incendiada y el corazón repleto de rabia y amargura, es decir, probablemente se trata de un viajero radical y moderno, aunque por supuesto es alguien que razonablemente quiere salvarse, que quiere ver, pero que también quiere salvarse. El viaje, todo el poema, es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero, lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen:

¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje!
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra
[imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!

Y con ese verso, la verdad, ya tenemos más que suficiente. En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos, como el tipo aquel que después de asesinar a su mujer y a sus tres hijos dijo, mientras sudaba a mares, que se sentía extraño, como poseído por algo desconocido, la libertad, y luego dijo que las víctimas se habían merecido lo que les pasó, aunque al cabo de unas horas, más tranquilo, dijo que nadie se merecía una muerte tan cruel y luego añadió que probablemente se había vuelto loco y les pidió a los policías que no le hicieran caso. Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.

ENFERMEDAD Y DOCUMENTAL

Una de las imágenes más vividas que recuerdo de la enfermedad es la de un tipo cuyo nombre he olvidado, un artista neoyorquino que se movía entre la mendicidad y la vanguardia, entre los practicantes del fist-fucking y los eremitas modernos. Una noche, hace años, cuando ya nadie ve la televisión, lo vi en un documental. El tipo era un masoquista extremo y de su inclinación o destino o vicio incurable extraía la materia prima de su arte. El tipo es mitad actor, mitad pintor. Según recuerdo, no es muy grande y se está quedando calvo. Filma sus experiencias. Estas son escenas o escenificaciones de dolor. Un dolor cada vez mayor, que en ocasiones pone al artista al borde de la muerte. Un día, tras una visita de rutina al hospital, le comunican que padece una enfermedad mortal. La noticia, al principio, lo sorprende. Pero la sorpresa no dura mucho. El tipo, de inmediato, comienza a filmar su última performance, que, al contrario que las anteriores, al menos la primera parte, resulta de una contención narrativa notable. Durante estas escenas se le ve sereno y, sobre todo, discreto, como si hubiera dejado de creer en la efectividad de los gestos abruptos, de la sobreactuación. Aparece, por ejemplo, montado en una bicicleta, pedaleando por una especie de Paseo Marítimo, debe de ser Coney Island, y después sentado en la escollera recordando escenas inconexas de su infancia y adolescencia, mientras mira el mar y de vez en cuando, de reojo, a la cámara. Su voz y sus gestos no son fríos ni cálidos. No es la voz de un extraterrestre ni la voz de un desesperado que se esconde debajo de la cama y cierra los ojos. Tal vez es la voz, y los gestos, de un ciego, pero si así fuera, de eso no cabe duda, es la voz de un ciego que se dirige a otros ciegos. Yo no diría que está en paz con su destino ni que se dispone a luchar a brazo partido con su destino, sino más bien diría que se trata de un hombre a quien su destino deja completamente indiferente. Las últimas escenas transcurren en el hospital. El tipo sabe que ya no podrá salir, sabe que lo único que le queda es morirse, pero aún mira a la cámara cuya función es servir de documento en esta última performance. Justo en este momento el espectador insomne se da cuenta, sólo entonces, de que hay dos cámaras, de que hay dos películas, la del documentalista, la que él está viendo por la tele, una producción francesa o alemana, y el documental que registra la performance y que va a acompañar al tipo cuyo nombre he olvidado o nunca supe, hasta el final de su agonía, el documental que él, con mano de hierro o con mirada de hierro dirige desde su lecho de Procusto. Y así es. Una voz, la del narrador francés o alemán, se despide del neoyorquino y luego, cuando la escena se funde en negro, dice la fecha de su muerte, pocas semanas después. El documental del artista del dolor, por el contrario, sigue paso a paso su agonía, pero eso ya no lo vemos, sólo podemos imaginarlo, o fundir la imagen en negro y leer la aséptica fecha de su muerte, porque si lo viéramos seríamos incapaces de soportarlo.

ENFERMEDAD Y POESÍA

Entre los inmensos desiertos de aburrimiento y los no tan escasos oasis de horror, sin embargo, existe una tercera opción, acaso una entelequia, que Baudelaire versifica de esta manera:

Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?,
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.

Este último verso, al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo, es la pobre bandera del arte que se opone al horror que se suma al horror, sin cambios sustanciales, de la misma forma que si al infinito se le añade más infinito, el infinito sigue siendo el mismo infinito. Una batalla perdida de antemano, como casi todas las batallas de los poetas. Algo a lo que parece oponerse Lautréamont, cuyo viaje es de la periferia a la metrópoli y cuya forma de viajar y de ver permanece aún revestida en el misterio más absoluto, a tal grado que no sabemos si se trataba de un nihilista militante o de un optimista desmesurado o del cerebro en la sombra de la inminente Comuna, y algo que, sin duda, sabía Rimbaud, que se sumergió con idéntico fervor en los libros, en el sexo y en los viajes, sólo para descubrir y comprender, con una lucidez diamantina, que escribir no tiene la más mínima importancia (escribir, obviamente, es lo mismo que leer, y en ciertos momentos se parece bastante a viajar, e incluso, en ocasiones privilegiadas, también se parece al acto de follar, y todo ello, nos dice Rimbaud, es un espejismo, sólo existe el desierto y de vez en cuando las luces lejanas de los oasis que nos envilecen). Y entonces llega Mallarmé, el menos inocente de todos los grandes poetas, y nos dice que hay que viajar, que hay que volver a viajar. Aquí, incluso el lector menos avezado se tiene que decir a sí mismo: Pero, bueno, ¿qué le pasa a Mallarmé?, ¿a qué obedece este entusiasmo?, ¿nos está invitando a viajar o nos está enviando, atados de pies y manos, hacia la muerte?, ¿nos está tomando el pelo o se trata de un puro problema de consonancias? La posibilidad de que Mallarmé no haya leído a Baudelaire está fuera de toda consideración. ¿Qué pretende, entonces? La respuesta creo que es sencillísima. Mallarmé quiere volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados. Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.

ENFERMEDAD Y PRUEBAS

Y ya es hora de volver a ese ascensor enorme, el ascensor más grande que he visto en mi vida, un ascensor en donde un pastor hubiera podido meter un reducido rebaño de ovejas y un granjero dos vacas locas y un enfermero dos camillas vacías, y en donde yo me debatía, literalmente, entre la posibilidad de pedirle a aquella doctora de corta estatura, casi una muñeca japonesa, que hiciera el amor conmigo o que al menos lo intentáramos, y la posibilidad cierta de echarme a llorar allí mismo, como Alicia en el País de las Maravillas, e inundar el ascensor no de sangre, como en El resplandor, de Kubrick, sino de lágrimas. Pero los buenos modales, que nunca están de más y que pocas veces estorban, en ocasiones como ésta son un estorbo, y al poco rato la doctora japonesa y yo estábamos encerrados en un cubículo, con una ventana desde la que se veía la parte de atrás del hospital, haciendo unas pruebas rarísimas, que a mí me parecieron exactamente iguales que las pruebas que aparecen en las páginas de pasatiempos de cualquier periódico dominical. Por supuesto, me esmeré mucho en hacerlas bien, como si quisiera demostrarle a ella que mi médico estaba equivocado, vano esfuerzo, pues aunque realizaba las pruebas de forma impecable la pequeña japonesa permanecía impasible, sin dedicarme ni la más mínima sonrisa de aliento. De vez en cuando, mientras ella preparaba una nueva prueba, hablábamos. Le pregunté por las posibilidades de éxito de un trasplante de hígado. Muchas posibilidades, dijo. ¿Qué tanto por ciento?, dije yo. Sesenta por ciento, dijo ella. Joder, dije yo, es muy poco. En política es mayoría absoluta, dijo ella. Una de las pruebas, tal vez la más sencilla, me impresionó mucho. Consistía en mantener durante unos segundos las manos extendidas de forma vertical, vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición. Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella. Creo que dije: Vaya por Dios. Tal vez me reí. Lo cierto es que a partir de entonces ese test me lo hago cada día, esté donde esté. Pongo las manos delante de mis ojos, con el dorso hacia mí, y observo durante unos segundos mis nudillos, mis uñas, las arrugas que se forman sobre cada falange. El día que los dedos no puedan mantenerse firmes no sé muy bien qué haré, aunque sí sé qué no haré. Mallarmé escribió que un golpe de dados jamás abolirá el azar. Sin embargo, es necesario tirar los dados cada día, así como es necesario realizar el test de los dedos enhiestos cada día.

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