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ENFERMEDAD Y APOLO

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está enfermo, grave.

ENFERMEDAD Y POESÍA FRANCESA

La poesía francesa, como bien saben los franceses, es la más alta poesía del siglo XIX y de alguna manera en sus páginas y en sus versos se prefiguran los grandes problemas que iba a afrontar Europa y nuestra cultura occidental durante el siglo XX y que aún están sin resolver. La revolución, la muerte, el aburrimiento y la huida pueden ser esos temas. Esa gran poesía fue escrita por un puñado de poetas y su punto de partida no es Lamartine, ni Hugo, ni Nerval, sino Baudelaire. Digamos que se inicia con Baudelaire, adquiere su máxima tensión con Lautréamont y Rimbaud, y finaliza con Mallarmé. Por supuesto, hay otros poetas notables, como Corbiére o Verlaine, y otros que no son desdeñables, como Laforgue o Catulle Mendés o Charles Cros, e incluso alguno no del todo desdeñable como Banville. Pero la verdad es que con Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé ya hay suficiente. Empecemos por el último. Quiero decir, no por el más joven sino por el último en morir, Mallarmé, que se quedó a dos años de conocer el siglo XX. Este escribe en Brisa Marina:

La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.
Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún suena en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades
[buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio,
cuando perdidos floten sin islotes ni derroteros!…
¡Más oye, oh corazón, cantar los marineros!

Un bonito poema. Nabokov le habría aconsejado al traductor no mantener la rima, dar una versión en verso libre, hacer una versión feísta, si Nabokov hubiera conocido al traductor, Alfonso Reyes, que para la cultura occidental poco significa pero que para esa parte de la cultura occidental que es Latinoamérica significa (o debería significar) mucho. ¿Pero qué quiso decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y que había follado hasta la saciedad? ¿Que a partir de determinado momento toda lectura y todo acto carnal se transforman en repetición? ¿Que lo único que quedaba era viajar? ¿Que follar y leer, a la postre, resultaba aburrido, y que viajar era la única salida? Yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra la salud, dos estados o dos potencias, como queráis, totalitarias; yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad revestida con los trapos del aburrimiento. La imagen que Mallarmé construye sobre la enfermedad, sin embargo, es, de alguna manera, prístina: habla de la enfermedad como resignación, resignación de vivir o resignación de lo que sea. Es decir está hablando de derrota. Y para revertir la derrota opone vanamente la lectura y el sexo, que sospecho que para mayor gloria de Mallarmé y mayor perplejidad de Madame Mallarmé eran la misma cosa, pues de lo contrario nadie en su sano juicio puede decir que la carne es triste, así, de esa forma taxativa, que enuncia que la carne sólo es triste, que la petit morte, que en realidad no dura ni siquiera un minuto, se extiende a todos los gestos del amor, que como es bien sabido pueden durar horas y horas y hacerse interminables, en fin, que un verso semejante no desentonaría en un poeta español como Campoamor pero sí en la obra y en la biografía de Mallarme, indisolublemente unidas, salvo en este poema, en este manifiesto cifrado que sólo Paul Gauguin se tomo al pie de la letra, pues que se sepa Mallarmé no escuchó jamás cantar a los marineros, o si los escuchó no fue, ciertamente, a bordo de un barco con destino incierto. Y menos aún se puede afirmar que uno ya ha leído todos los libros, pues incluso aunque los libros se acaben nunca acaba uno de leerlos todos, algo que bien sabía Mallarmé. Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz. ¿Y qué le queda a Mallarmé en este ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de viajar. Y ahí está tal vez la clave del crimen. Porque si Mallarmé llega a decir que lo que queda por hacer es rezar o llorar o volverse loco, tal vez habría conseguido la coartada perfecta. Pero en lugar de eso Mallarmé dice que lo único que resta por hacer es viajar, que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario, frase que antes sabía citar en latín y que por culpa de las toxinas viajeras de mi hígado también he olvidado, o lo que es lo mismo, Mallarmé opta por el viajero con el torso desnudo, por la libertad que también tiene el torso desnudo, por la vida sencilla (pero no tan sencilla si rascamos un poco) del marinero y del explorador que, a la par que es una afirmación de la vida, también es un juego constante con la muerte y que, en una escala jerárquica, es el primer peldaño de cierto aprendizaje poético. El segundo peldaño es el sexo y el tercero los libros. Lo que convierte la elección mallarmeana en una paradoja o bien en un regreso, en un volver a empezar desde cero. Y llegado a este punto no puedo, antes de volver al ascensor, dejar de pensar en un poema de Baudelaire, el padre de todos, en el que éste habla del viaje, del entusiasmo juvenil del viaje y de la amargura que todo viaje a la postre deja en el viajero, y pienso que tal vez el soneto de Mallarmé es una respuesta al poema de Baudelaire, uno de los más terribles que he leído, el de Baudelaire, un poema enfermo, un poema sin salida, pero acaso el poema más lúcido de todo el siglo XIX.

ENFERMEDAD Y VIAJES

Viajar enferma. Antiguamente los médicos recomendaban a sus pacientes, sobre todo a los que padecían enfermedades nerviosas, viajar. Los pacientes, que por regla general tenían dinero, obedecían y se embarcaban en largos viajes que duraban meses y en ocasiones años. Los pobres que tenían enfermedades nerviosas no viajaban. Algunos, es de suponer, enloquecían. Pero los que viajaban también enloquecían o, lo que es peor, adquirían nuevas enfermedades conforme cambiaban de ciudades, de climas, de costumbres alimenticias. Realmente, es más sano no viajar, es más sano no moverse, no salir nunca de casa, estar bien abrigado en invierno y sólo quitarse la bufanda en verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear, es más sano no respirar. Pero lo cierto es que uno respira y viaja. Yo, sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses, hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a México. A partir de ese momento los viajes fueron constantes. Resultado: enfermedades múltiples. De niño, grandes dolores de cabeza que hacían que mis padres se preguntaran si no tendría una enfermedad nerviosa y si no sería conveniente que emprendiera, lo más pronto posible, un largo viaje reparador. De adolescente, insomnio y problemas de índole sexual. De joven, pérdida de dientes que fui dejando, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, en diferentes países; mala alimentación que me provocaba acidez estomacal y luego una gastritis; abuso de la lectura que me obligó a llevar lentes; callos en los pies producto de largas caminatas sin ton ni son; infinidad de gripes y catarros mal curados. Era pobre, vivía en la intemperie y me consideraba un tipo con suerte porque, a fin de cuentas, no había enfermado de nada grave. Abusé del sexo pero nunca contraje una enfermedad venérea. Abusé de la lectura pero nunca quise ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega.

ENFERMEDAD Y CALLEJÓN SIN SALIDA

El poema de Baudelaire se llama El viaje. El poema es largo y delirante, es decir posee el delirio de la extrema lucidez, y no es éste el momento de leerlo completo. El traductor es el poeta Antonio Martínez Sarrión y sus primeros versos dicen así:

Para el niño, gustoso de mapas y grabados,
Es semejante el mundo a su curiosidad.

El poema, pues, empieza con un niño. El poema de la aventura y del horror, naturalmente, empieza en la mirada pura de un niño. Luego dice:

Un buen día partimos, la cabeza incendiada,
Repleto el corazón de rabia y amargura,
Para continuar, tal las olas, meciendo
Nuestro infinito sobre lo finito del mar:
Felices de dejar la patria infame, unos;
El horror de sus cunas, otros más; no faltando,
Astrólogos ahogados en miradas bellísimas
De una Circe tiránica, letal y perfumada.
Para no ser cambiados en bestias, se emborrachan
De cielos abrasados, de espacio y resplandor,
El hielo que les muerde, los soles que les
[queman,
La marca de los besos borran con lentitud.
Pero los verdaderos viajeros sólo parten
Por partir; corazones a globos semejantes
A su fatalidad jamás ellos esquivan
Y gritan «¡Adelante!» sin saber bien por qué.
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