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EL GAUCHO INSUFRIBLE

para Rodrigo Fresan

A juicio de quienes lo trataron íntimamente dos virtudes tuvo Héctor Pereda por encima de todo: fue un cuidadoso y tierno padre de familia y un abogado intachable, de probada honradez, en un país y en una época en que la honradez no estaba, precisamente, de moda. Ejemplo de lo primero es el Bebe y la Cuca Pereda, sus hijos, que tuvieron una infancia y adolescencia feliz y que luego, cargando la intensidad del reproche en cuestiones prácticas, le echaron en cara a Pereda el haberles secuestrado la realidad tal cual era. De su oficio de abogado poco es lo que se puede decir. Hizo dinero e hizo más amistades que enemistades, que no es poco, y cuando estuvo en su mano ser juez o presentarse como candidato a diputado de un partido, prefirió, sin dudarlo, la promoción judicial, donde iba a ganar, es bien sabido, mucho menos dinero que el que a buen seguro ganaría en las lides de la política.

Al cabo de tres años, sin embargo, decepcionado con la judicatura, abandonó la vida pública y se dedicó, al menos durante un tiempo, que tal vez fueron años, a la lectura y a los viajes. Por supuesto, también hubo una señora Pereda, de soltera Hirschman, de la que el abogado, según cuentan, estuvo locamente enamorado. Hay fotos de la época que así lo atestiguan: en una se ve a Pereda, de terno negro, bailando un tango con una mujer rubia casi platino, la mujer mira al objetivo de la cámara y sonríe, los ojos del abogado, como los ojos de un sonámbulo o de un carnero, sólo la miran a ella. Desgraciadamente la señora Pereda falleció de forma repentina, cuando la Cuca tenía cinco años y el Bebe siete. Viudo joven, el abogado jamás volvió a casarse, aunque tuvo amigas (nunca novias) bastante connotadas en su círculo social, que cumplían, además, con todos los requisitos para convertirse en las nuevas señoras Pereda.

Cuando los dos o tres amigos íntimos del abogado le preguntaban al respecto, éste invariablemente respondía que no quería cargar con el peso (insoportable, según su expresión) de darles una madrastra a sus retoños. Para Pereda, el gran problema de Argentina, de la Argentina de aquellos años, era precisamente el problema de la madrastra. Los argentinos, decía, no tuvimos madre o nuestra madre fue invisible o nuestra madre nos abandonó en las puertas de la inclusa. Madrastras, en cambio, hemos tenido demasiadas y de todos los colores, empezando por la gran madrastra peronista. Y concluía: Sabemos más de madrastras que cualquier otra nación latinoamericana.

Su vida, pese a todo, era una vida feliz. Es difícil, decía, no ser feliz en Buenos Aires, que es la mezcla perfecta de París y Berlín, aunque si uno aguza la vista, más bien es la mezcla perfecta de Lyon y Praga. Todos los días se levantaba a la misma hora que sus hijos, con quienes desayunaba y a quienes iba después a dejar al colegio. El resto de la mañana lo dedicaba a la lectura de la prensa, invariablemente leía al menos dos periódicos, y después de tomar un tentempié a las once (compuesto básicamente de carne y embutidos y pan francés untado con mantequilla y dos o tres copitas de vino nacional o chileno, salvo en las ocasiones señaladas, en las que el vino, necesariamente, era francés), dormía una siesta hasta la una. La comida, que hacía solo en el enorme comedor vacío, leyendo un libro y bajo la observación distraída de la vieja sirvienta y de los ojos en blanco y negro de su difunta mujer, que lo miraba desde las fotos enmarcadas en marcos de plata labrada, era ligera, una sopa, algo de pescado y algo de puré, que dejaba enfriar. Por las tardes repasaba con sus hijos las lecciones del colegio o asistía en silencio a las clases de piano de la Cuca y a las clases de inglés y francés del Bebe, que dos profesores de apellidos italianos iban a darles a casa. A veces, cuando la Cuca aprendía a tocar algo entero, acudían la sirvienta y la cocinera a oírla y el abogado, transido de orgullo, las escuchaba murmurar palabras de elogio, que al principio le parecían desmedidas pero que luego, tras pensárselo dos veces, le parecían acertadísimas. Por las noches, después de darles las buenas noches a sus hijos y recordarles por enésima vez a sus empleadas que no abrieran la puerta a nadie, se marchaba a su café favorito, en Corrientes, donde podía estar hasta la una, pero no más, escuchando a sus amigos o a los amigos de sus amigos, que hablaban de cosas que él desconocía y que sospechaba que, si conociera, lo aburrirían soberanamente, y luego se retiraba a su casa, donde todos dormían.

Pero un día los hijos crecieron y primero se casó la Cuca y se fue a vivir a Río de Janeiro y luego el Bebe se dedicó a la literatura, es decir, triunfó en la literatura, se convirtió en un escritor de éxito, algo que llenaba de orgullo a Pereda, que leía todas y cada una de las páginas que publicaba el hijo menor, quien aún permaneció en casa durante unos años (¿dónde iba a estar mejor?), al cabo de los cuales, como hiciera su hermana antes que él, emprendió el vuelo.

Al principio el abogado intentó resignarse a la soledad. Tuvo una relación con una viuda, hizo un largo viaje por Francia e Italia, conoció a una jovencita llamada Rebeca, al final se conformó con ordenar su vasta y desordenada biblioteca. Cuando el Bebe volvió de Estados Unidos, en una de cuyas universidades trabajó durante un año, Pereda se había convertido en un hombre prematuramente avejentado. Preocupado, el hijo se afanó en no dejarlo solo y a veces iban al cine o al teatro, en donde el abogado solía dormirse profundamente, y otras veces lo obligaba (pero sólo al principio) a acudir junto a él a las tertulias literarias que se organizaban en la cafetería El Lápiz Negro, donde los autores nimbados por algún premio municipal disertaban largamente sobre los destinos de la patria. Pereda, que en estas tertulias no abrió nunca la boca, comenzó a interesarse por lo que decían los colegas de su hijo. Cuando hablaban de literatura, francamente se aburría. Para él, los mejores escritores de Argentina eran Borges y su hijo, y todo lo que se añadiera al respecto sobraba. Pero cuando hablaban de política nacional e internacional el cuerpo del abogado se tensaba como si le estuvieran aplicando una descarga eléctrica. A partir de entonces sus hábitos diarios cambiaron. Empezó a levantarse temprano y a buscar en los viejos libros de su biblioteca algo que ni él mismo sabía qué era. Se pasaba las mañanas leyendo. Decidió dejar el vino y las comidas demasiado fuertes, pues comprendió que ambas cosas abotargaban el entendimiento. Sus hábitos higiénicos también cambiaron. Ya no se acicalaba como antes para salir a la calle. No tardó en dejar de ducharse diariamente. Un día se fue a leer el periódico a un parque sin ponerse corbata. A sus viejos amigos de siempre a veces les costaba reconocer en el nuevo Pereda al antiguo y en todos los sentidos intachable abogado. Un día se levantó más nervioso que de costumbre. Comió con un juez jubilado y con un periodista jubilado y durante toda la comida no paró de reírse. Al final, mientras tomaban cada uno una copa de coñac, el juez le preguntó qué le hacía tanta gracia. Buenos Aires se hunde, respondió Pereda. El viejo periodista pensó que el abogado se había vuelto loco y le recomendó la playa, el mar, ese aire tonificante. El juez, menos dado a las elucubraciones, pensó que Pereda se había salido por la tangente.

Pocos días después, sin embargo, la economía argentina cayó al abismo. Se congelaron las cuentas corrientes en dólares, los que no habían sacado su capital (o sus ahorros) al extranjero, de pronto se hallaron con que no tenían nada, unos bonos, unos pagarés que de sólo mirarlos se ponía la piel de gallina, vagas promesas inspiradas a medias en un olvidado tango y en la letra del himno nacional. Yo ya lo anuncié, dijo el abogado a quien quiso escucharlo. Después, acompañado de sus dos sirvientas, hizo lo que hicieron muchos porteños por aquel entonces: largas colas, largas conversaciones con desconocidos (que le resultaron simpatiquísimos) en calles atestadas de gente estafada por el Estado o por los bancos o por quien fuera.

Cuando el presidente renunció, Pereda participó en la cacerolada. No fue la única. A veces, las calles le parecían tomadas por viejos, viejos de todas las clases sociales, y eso, sin saber por qué, le gustaba, le parecía un signo de que algo estaba cambiando, de que algo se movía en la oscuridad, aunque tampoco le hacía ascos a participar en manifestaciones junto con los piqueteros que no tardaban en convertirse en algaradas. En pocos días Argentina tuvo tres presidentes. A nadie se le ocurrió pensar en una revolución, a ningún militar se le ocurrió la idea de encabezar un golpe de Estado. Fue entonces cuando Pereda decidió volver al campo.

Antes de partir habló con la sirvienta y la cocinera y les expuso su plan. Buenos Aires se pudre, les dijo, yo me voy a la estancia. Durante horas estuvieron hablando, sentados a la mesa de la cocina. La cocinera había estado en la estancia tantas veces como Pereda, que solía decir que el campo no era lugar para gente como él, padre de familia y con estudios y preocupado por darles una buena educación a sus hijos. La misma figura de la estancia se había ido desdibujando en su memoria hasta convertirse en una casa sin un centro, un árbol enorme y amenazador y un granero donde se movían sombras que tal vez fueran ratas. Aquella noche, sin embargo, mientras tomaba té en la cocina, les dijo a sus empleadas que ya casi no tenía dinero para pagarles (todo estaba en el corralito bancario, es decir todo estaba perdido) y que su propuesta, la única que se le ocurría, era llevárselas con él al campo, en donde al menos comida, o eso quería creer, no les iba a faltar.

La cocinera y la sirvienta lo escucharon con lástima. El abogado en un momento de la conversación se puso a llorar. Para tratar de consolarlo le dijeron que no se preocupara por la plata, que ellas estaban dispuestas a seguir trabajando aunque no les pagara. El abogado se opuso de tal forma que no admitía réplica. Ya no estoy en edad de convertirme en macró, les dijo con una sonrisa en la que, a su manera, les pedía perdón. A la mañana siguiente hizo la maleta y se fue en taxi a la estación. Las mujeres lo despidieron desde la acera.

El viaje en tren fue largo y monótono, lo que le permitió reflexionar a sus anchas. Al principio el vagón iba repleto de gente. Los temas de conversación, según pudo colegir, eran básicamente dos: la situación de bancarrota del país y el grado de preparación de la selección argentina de cara al mundial de Corea y Japón. La masa humana le recordó los trenes que salían de Moscú en la película El doctor Zhivago, que había visto hacía tiempo, aunque en los trenes rusos de aquel director de cine inglés la gente no hablaba de hockey sobre hielo ni de esquí. No tenemos remedio, pensó, aunque estuvo de acuerdo en que, sobre el papel, el once argentino parecía imbatible. Cuando se hizo de noche las conversaciones cesaron y el abogado pensó en sus hijos, en la Cuca y en el Bebe, ambos en el extranjero, y también pensó en algunas mujeres a las que había conocido íntimamente y de las que no esperaba volver a acordarse y que surgían del olvido, silenciosas, la piel cubierta de transpiración, insuflando en su espíritu agitado una especie de serenidad que no era serenidad, una disposición a la aventura que tampoco era precisamente eso, pero que se le parecía.

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