Permitidme que en esta época sombría empiece con una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡óptimo!
Si fuera mejor incluso me daría miedo.
Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno, pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a pensar en un gran sobresalto.
Pérez Reverte, según un crítico llamado Conté, es el novelista perfecto de España. No tengo el recorte donde afirma eso, así que no lo puedo citar literalmente. Creo recordar que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más libros vende.
Según este esquema, probablemente el novelista perfecto de la narrativa española sea Vázquez Figueroa, que en sus ratos libres se dedica a inventar máquinas desalinizadoras o sistemas desalinizadores, es decir artefactos que pronto convertirán el agua de mar en agua dulce, apropiada para regadíos y para que la gente se pueda duchar e incluso, supongo, apta para ser bebida. Vázquez Figueroa no es el más perfecto, pero sin duda es perfecto. Legible lo es. Ameno lo es. Vende mucho. Sus historias, como las de Pérez Reverte, están llenas de aventuras.
Francamente, me gustaría tener aquí la reseña de ese Conte. Lástima que yo no ande por ahí guardando recortes de prensa, como el personaje de La colmena, de Cela, que guarda en un bolsillo de su raída americana el recorte de una colaboración suya en un diario de provincias, un diario del Movimiento, es de suponer, un personaje entrañable, por otra parte, al que siempre veré con el rostro de José Sacristán, un rostro pálido e inerme en la película, una jeta inconmensurable de perro apaleado con su arrugado recorte en el bolsillo, deambulando por la imposible meseta de este país. Llegado a este punto permitidme dos digresiones exegéticas o dos suspiros: Qué buen actor es José Sacristán, qué ameno, qué legible. Y qué cosa más curiosa ocurre con Cela: cada día que pasa se asemeja más a un dueño de fundo chileno o a un dueño de rancho mexicano; sus hijos naturales, como dicen los púdicos latinoamericanos, o sus bastardos, aparecen y crecen como los matorrales, vulgares y a disgusto, pero tenaces y con la voz bronca, o como las cándidas lilas en los lotes baldíos, según la expresión del cándido Eliot.
Si al cadáver increíblemente gordo de Cela lo amarramos a un caballo blanco, podemos y de hecho tenemos a un nuevo Cid de las letras españolas.
Declaración de principios:
En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos.
Esto siempre resulta conveniente declararlo cuando uno se adentra en esta especie de Club Mediterranée hábilmente camuflado de pantano, de desierto, de suburbio obrero, de novela-espejo que se mira a sí misma.
Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿Por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Sólo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto lectores, obviamente, sino en cuanto consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien aprendido. El público, el público, como le dijo García Lorca a un chapera mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca, nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.
Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte, digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y de la televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil. Honestamente no tengo ni idea de en qué consistió (o consiste) el pensamiento débil. Su promotor, creo recordar, fue un filósofo italiano del siglo XX. Nunca leí un libro suyo ni un libro acerca de él. Entre otras razones, y no me estoy disculpando, porque carecía de dinero para comprarlo. Así que lo cierto es que, en algún periódico, debí de enterarme de su existencia. Había un pensamiento débil. Probablemente aún esté vivo el filósofo italiano. Pero en resumidas cuentas el italiano no importa. Quizá quería decir otras cosas cuando hablaba de pensamiento débil. Es probable. Lo que importa es el título de su libro. De la misma manera que cuando nos referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción, imagen retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica, solidificación del azar y del destino.) La fuerza del pensamiento débil, lo intuí como si me hubiera mareado de repente, un mareo producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos. Pensamiento débil para gente que pertenece a las clases débiles. Un obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope, podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligible les llegaría al fondo del corazón.
En aquel momento, a pesar de los mareos, me sentí como Nietzsche en la epifanía del Eterno Retorno. Nanosegundos que se suceden inexorables y todos bendecidos por la eternidad.
¿Qué es el chope? ¿En qué consiste un bocadillo de chope? ¿Está el pan untado con tomate y unas gotitas de aceite de oliva o va el pan seco, envuelto en papel de aluminio, también llamado, por la marca del fabricante, papel albal? ¿Y en qué consiste el chope? ¿Es acaso mortadela? ¿Es una mezcla de jamón york y mortadela? ¿Una mezcla de salami y mortadela? ¿Hay algo de chorizo o salchichón en el chope? ¿Y por qué la marca del papel de aluminio se llama albal? ¿Es un apellido, el apellido del señor Nemesio Albal? ¿O alude a alba, al alba clara de los enamorados y de los trabajadores que antes de partir a su tarea meten en su tartera medio kilo de pan con su correspondiente ración de lonchas de chope?
Alba con un ligero fulgor metalizado. Alba clara sobre el cagadero. Así se llamaba un poema que escribí con Bruno Montané hace siglos. No hace mucho, sin embargo, leí que ese título y ese poema se lo atribuían a otro poeta. Ay, ay, ay, ay, los inconscientes, qué lejos se remonta el rastreo, la asechanza, el acoso. Y lo peor de todo es que el título es malísimo.
Pero volvamos al pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es un ensayista o un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía inteligible para la mujer y para el hombre. Ese filósofo español, que glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión «Gran Hermano», es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la revelación haya llegado con algunas décadas de retraso. No consigo recordar su nombre, pues este discurso, como muchos de vosotros ya habéis adivinado, lo escribo de memoria y pocos días antes de ser pronunciado. Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal. Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de «Gran Hermano» y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y frías como la nieve.
Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de teología. Un tipo cuyo nombre no recuerdo, especialista en ovnis, es quien escribe los mejores libros de divulgación científica. Lucía Etxebarría es quien escribe los mejores libros sobre intertextualidad. Sánchez Dragó es quien mejor escribe los libros sobre multiculturalidad. Juan Goytisolo es quien escribe los mejores libros políticos. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros sobre historia y mitos. Ana Rosa Quintana, una presentadora de televisión simpatiquísima, es quien escribe el mejor libro sobre la mujer maltratada de nuestros días. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de viajes. Me encanta Sánchez Dragó. No se le notan los años. ¿Se teñirá el pelo con henna o con un tinte común y corriente de peluquería? ¿O no le salen canas? ¿Y si no le salen canas, por qué no se queda calvo, que es lo que suele pasarles a aquellos que conservan su viejo color de pelo?