El viaje a Normandía fue lo suficientemente largo como para que tuviera tiempo de recapitular lo que había hecho durante el tiempo que estuvo en París. Un cero absoluto se encendió en su cabeza y luego, con delicadeza, desapareció para siempre. El tren se detuvo en Rouen. Otro argentino, él mismo, pero en otras circunstancias, no hubiera tardado un segundo en lanzarse por las calles como un perdiguero tras las huellas de Flaubert. Rousselot ni siquiera abandonó la estación, esperó durante veinte minutos el tren de Caen y se entretuvo pensando en Simone, en quien se personificaba la gracia de la mujer francesa, y en Riquelme y su extraño amigo periodista, en el fondo más interesados, ambos, en hurgar en su propio fracaso que en la historia, por singular que fuera, de cualquier otra persona, lo que bien visto tampoco era excesivamente raro, sino más bien normal. La gente sólo se preocupa de sí misma, dictaminó con gravedad.
En Caen tomó un taxi hasta Le Hamel. Con sorpresa, descubrió que la dirección que le habían dado en París pertenecía a un hotel. El hotel tenía cuatro pisos y no carecía de cierto encanto, pero estaba cerrado hasta principios de temporada. Durante media hora Rousselot estuvo dando vueltas alrededor, pensando si la mujer que vivía en casa de Morini no le habría tomado el pelo, hasta que finalmente se cansó y se acercó al puerto. En un bar le informaron de que encontrar un hotel abierto en Le Hamel era casi imposible. El dueño del local, un tipo pelirrojo y de una palidez cadavérica, le aconsejó que se alojara en Arromanches. A menos que quisiera dormir en una de las posadas que permanecían abiertas todo el año. Rousselot le dio las gracias y buscó un taxi.
Se alojó en el mejor hotel que pudo encontrar en Arromanches, un caserón de ladrillos y piedra y madera que crujía con los embates del viento. Esta noche soñaré con Proust, se dijo. Luego telefoneó a Simone y habló con la vieja que cuidaba al niño. La señora no iba a llegar hasta pasadas las cuatro de la mañana, hoy tiene una orgía, le dijo. ¿Qué?, dijo Rousselot. La vieja repitió la frase. Dios mío, pensó Rousselot, y colgó sin despedirse. Para colmo, esa noche no soñó con Proust sino con Buenos Aires, donde encontraba a miles de Riquelmes instalados en el Pen Club argentino, todos con un billete para viajar a Francia, todos gritando, todos maldiciendo un nombre, el nombre de una persona o de una cosa que Rousselot no oía bien, tal vez se trataba de un trabalenguas, de una contraseña que nadie quería desvelar pero que los devoraba por dentro.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, se dio cuenta, con estupor, de que ya no le quedaba dinero. De Arromanches a Le Hamel había una distancia de tres o cuatro kilómetros y decidió hacer el recorrido a pie. En estas playas, se dijo para darse ánimos, desembarcaron los soldados ingleses durante la Segunda Guerra Mundial. Pero la verdad es que el ánimo lo tenía por los suelos y aunque pensaba recorrer los tres kilómetros en media hora, tardó más de una en llegar a Le Hamel. Por el camino se puso a hacer cuentas, a recapitular con cuánto dinero había llegado a Europa, con cuánto a París, cuánto había gastado en comidas, cuánto había gastado con Simone. Bastante, se dijo con melancolía, cuánto con Riquelme, cuánto en taxis (¡Me han estafado continuamente!), qué posibilidades había de que hubiera sido víctima de un robo y no se hubiera dado cuenta. Los únicos que le pudieron robar sin que él lo notara, concluyó gallardamente, fueron el periodista español y Riquelme. La idea, contemplada desde aquel paisaje donde había muerto tanta gente, no le pareció descabellada.
Desde la playa contempló el hotel de Morini. Cualquier otro no hubiera insistido. Dar vueltas alrededor del hotel, para cualquier otro, hubiera sido un reconocimiento de su propia imbecilidad, de un embrutecimiento que Rousselot llamaba parisiense, o un embrutecimiento cinematográfico, incluso puede que literario, aunque esta palabra para Rousselot aún conservaba todos sus oropeles o, si hemos de ser sinceros, parte de sus oropeles. Cualquier otro, en realidad, estaría a esas horas de la mañana telefoneando a la embajada argentina e inventando una mentira verosímil que justificara un préstamo para pagar el hotel. Pero Rousselot, en lugar de encadenarse junto a un teléfono, tocó el timbre y no se sorprendió al oír la voz de una vieja que, asomada a una de las ventanas del primer piso, le preguntó qué quería, ni se sorprendió de su respuesta: Necesito ver a su hijo. Después la vieja desapareció y Rousselot esperó junto a la puerta lo que le pareció una eternidad.
De vez en cuando se tocaba la frente para comprobar si tenía fiebre o se tomaba el pulso. Cuando por fin abrieron vio un rostro más bien moreno, enjuto, con grandes ojeras, la jeta de un tipo vicioso, dictaminó, el cual le era vagamente familiar. Morini lo invitó a pasar. Mis padres, dijo, trabajan de vigilantes de este hotel desde hace más de treinta años. Se instalaron en el lobby, cuyos sillones estaban a cubierto del polvo por enormes sábanas con el anagrama del hotel. En una pared vio un óleo de las playas de Le Hamel, con bañistas vestidos a la moda de 1910, mientras en la pared de enfrente una colección de retratos de clientes ilustres (o eso supuso) los contemplaban desde una zona invadida por la neblina. Sintió un escalofrío. Soy Alvaro Rousselot, dijo, el autor de Soledad, quiero decir, el autor de Las noches de la Pampa.
Morini tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo se levantó de un salto, lanzó un grito de espanto y se perdió por los pasadizos del hotel. En ningún caso Rousselot esperaba una respuesta de estas proporciones y lo que hizo fue quedarse sentado, encender un cigarrillo (cuya ceniza fue cayendo sobre la alfombra), y pensar con melancolía en Simone, en el hijo de Simone, en una cafetería de París que servía los mejores croissants que había probado en su vida. Después se levantó y empezó a llamar a Morini. Guy, decía, sin demasiada convicción, Guy, Guy, Guy.
Lo encontró en un desván donde se amontonaban los útiles de limpieza del hotel. Había abierto la ventana y parecía hipnotizado por el parque que rodeaba el establecimiento, y por el parque vecino, que pertenecía a una casa particular y que se podía observar parcialmente a través de una reja oscura. Rousselot se le acercó y le palmeó la espalda. Morini entonces le pareció más frágil y más bajito que antes. Durante un rato ambos se quedaron mirando alternativamente los jardines. Después Rousselot escribió sobre un papel la dirección del hotel en París y el hotel en el que paraba actualmente y se la metió en un bolsillo del pantalón al cineasta. El acto le pareció reprobable, gestualmente reprobable, pero luego, mientras caminaba de regreso a Arromanches, todos los gestos y todas las acciones que había hecho en París le parecieron reprobables, vanos, sin sentido, incluso ridículos. Debería suicidarme, pensó mientras caminaba por la orilla del mar.
De vuelta en Arromanches hizo lo que toda persona razonable hubiera hecho nada más comprobar que no le quedaba dinero. Llamó a Simone, le explicó su situación y le pidió un préstamo. A las primeras de cambio Simone le dijo que ella no tenía chulo, a lo que Rousselot respondió que era un préstamo, y que pensaba devolvérselo con el treinta por ciento de interés, pero luego ambos se rieron y Simone le dijo que no hiciera nada, que no se moviera del hotel, que dentro de unas horas, apenas consiguiera que alguna amiga le prestara un coche, iría a buscarlo. También le dijo querido varias veces, a lo que él respondió utilizando la palabra querida, que nunca como entonces le supo tan dulce. El resto del día Rousselot lo pasó como si en realidad fuera un escritor argentino, algo de lo que había empezado a dudar en los últimos días o tal vez en los últimos años, no sólo en lo que le concernía a él sino también en lo tocante a la posible literatura argentina.