A las dos de la tarde volvieron juntos al hotel y no salieron hasta la hora de cenar. Se podría decir que Rousselot nunca se había sentido tan bien en su vida. Tenía ganas de escribir, de comer, de salir a bailar con Simone, de caminar sin rumbo por las calles de la orilla izquierda. De hecho, se sentía tan bien que en un momento de la cena, poco antes de pedir los postres, le contó a su acompañante el porqué de su viaje a París. Contra lo que esperaba, la puta no se sorprendió sino que se tomó con una naturalidad pasmosa no sólo el hecho de que él fuera escritor sino también el hecho de que Morini lo hubiera plagiado o copiado o se hubiera inspirado libremente en dos de sus novelas para realizar sus dos mejores películas.
Su respuesta, escueta, fue que en la vida pasaban estas cosas y cosas aún más raras. Luego, a quemarropa, le preguntó si estaba casado. En la pregunta estaba implícita la respuesta y Rousselot le mostró, con gesto resignado, su anillo de oro que en ese momento le apretaba como nunca el dedo anular. ¿Y tienes hijos?, dijo Simone. Un varoncito, dijo Rousselot con ternura al evocar mentalmente a su retoño. Añadió: Es igualito que yo. Después Simone le pidió que la acompañara a casa. El trayecto en taxi lo realizaron ambos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla las luces y las sombras que surgían de donde uno menos se lo esperaba, como si a determinada hora y en determinados barrios la ciudad luz se transformara en una ciudad rusa del medievo o en las imágenes de tales ciudades que los directores de cine soviético entregaban de vez en cuando al público en sus películas. Finalmente el taxi se detuvo junto a un edificio de cuatro pisos y Simone lo invitó a bajar. Rousselot dudó si hacerlo y luego recordó que no le había pagado. Se sintió compungido y bajó sin pensar en cómo volvería a su hotel, ya que en aquel barrio no parecían abundar los taxis. Antes de entrar en el edificio le tendió, sin contarlos, un fajo de billetes que Simone se guardó, ella también sin contarlos, en el bolso.
El edificio carecía de ascensor. Cuando llegaron al cuarto piso Rousselot se sentía exhausto. En la sala, mal iluminada, una vieja tomaba un licor blanquecino. A una señal de Simone, Rousselot se sentó junto a la vieja, que sacó un vaso y se lo llenó con aquel licor espantoso, mientras Simone se perdía detrás de una de las puertas, para reaparecer al cabo de un rato y decirle, mediante gestos, que se acercara. ¿Y ahora qué?, pensó Rousselot.
La habitación era pequeña y en una cama dormía un niño. Es mi hijo, dijo Simone. Es precioso, dijo Rousselot. Y, en efecto, el niño era guapo, aunque tal vez todo se debiera a que estaba dormido. Rubio, de pelo demasiado largo, se parecía a su madre, aunque en sus facciones infantiles ya todo era varonil, comprobó Rousselot. Cuando salió de la habitación, Simone estaba pagándole a la vieja, que se despedía llamándola señora Simone y a él incluso le deseaba las buenas noches, de manera efusiva, buenas noches pase el caballero. Cuando estimó que por aquel día ya había sido suficiente y se quiso marchar, Simone le dijo que si quería podía pasar la noche con ella. Pero no en mi cama, dijo, porque no le gustaba que su hijo la viera acostada con un desconocido. Antes de dormirse hicieron el amor en el cuarto de Simone y luego Rousselot se marchó a la sala, se acostó en el sofá y se quedó dormido.
El día siguiente, se podría decir, lo pasó en familia. El pequeño se llamaba Marc y a Rousselot le pareció un niño inteligentísimo cuyo francés era sin duda mejor que el suyo. No reparó en gastos: desayunaron en el centro de París, estuvieron en un parque, comieron en un restaurante de la rué de Verneuil del que le habían hablado en Buenos Aires, luego fueron a remar a un lago y finalmente entraron en un supermercado donde Simone compró todos los ingredientes para preparar una cena como es debido. A todos los sitios se trasladaron en taxi. En la terraza de un café del boulevard Saint-Germain, mientras esperaban los helados, vio a un par de escritores famosos. Los admiró desde lejos. Simone le preguntó si los conocía. Dijo que no, pero que había leído sus obras con atención y devoción. Pues levántate y pídeles un autógrafo, dijo ella.
Al principio le pareció una idea más que razonable, diríamos natural, pero en el último segundo decidió que no tenía derecho a molestar a nadie, menos aún a quienes siempre había admirado. Esa noche durmió en la cama de Simone y durante horas hicieron el amor, tapándose mutuamente los labios para no gemir y despertar al niño, en ocasiones con violencia, como si ambos no supieran hacer otra cosa que quererse. Al día siguiente volvió, antes de que se despertara el niño, a su hotel.
Contra lo que esperaba, nadie había puesto su maleta en la calle y a nadie le extrañó verlo aparecer de pronto, como un fantasma. En la recepción le entregaron dos mensajes de Riquelme. En el primero decía que sabía cómo localizar a Morini. En el segundo le preguntaba si aún tenía interés en conocerlo.
Se duchó, se afeitó, se lavó (con horror) los dientes, se cambió de ropa y llamó a Riquelme. Hablaron durante mucho rato. Un amigo de Riquelme, le contó éste, un periodista español, conocía a otro periodista, un francés, que se dedicaba a hacer sueltos sobre cine, teatro y música. El periodista francés había sido amigo de Morini y conservaba su número de teléfono. Cuando el español le pidió el número, el francés no tuvo ningún reparo en facilitárselo. Luego ambos (Riquelme y el periodista español) llamaron al teléfono de Morini, sin demasiadas expectativas, y su sorpresa fue mayúscula cuando la mujer que les contestó les dijo que en efecto aquélla era la residencia del director de cine.
Ahora sólo faltaba concertar un encuentro (al que Riquelme y el periodista español deseaban asistir) con un pretexto cualquiera, el más fútil, una entrevista para un periódico argentino, por ejemplo, con sorpresa final. ¿Qué sorpresa final?, gritó Rousselot. La sorpresa final es cuando el falso periodista, contestó Riquelme, le revela al plagiario que él es quien es, es decir el autor de los libros plagiados. Esa tarde, mientras Rousselot tomaba fotografías un poco al azar a orillas del Sena, un clochard se le acercó y le pidió unas monedas. Rousselot le ofreció un billete pero a condición de que se dejara fotografiar. El clochard aceptó y durante un rato ambos caminaron juntos, en silencio, deteniéndose cada cierto tiempo para que el escritor argentino, que entonces se alejaba a una distancia que le parecía conveniente, pudiera hacer su fotografía. A la tercera foto el clochard le sugirió una pose que Rousselot aceptó sin discutir. En total le hizo ocho: en una el clochard aparecía de rodillas con los brazos en cruz, en otra aparecía durmiendo en un banco, en otra mirando ensimismado el cauce del río, en otra sonriendo y saludando con la mano. Cuando la sesión fotográfica se acabó Rousselot le dio dos billetes y todas las monedas que tenía en el bolsillo y permanecieron juntos, de pie, como si aún hubiera algo más que decirse y ninguno se atreviera a hacerlo. ¿De dónde es usted?, le preguntó el clochard. Buenos Aires, dijo Rousselot, Argentina. Qué casualidad, dijo el clochard en español, yo también soy argentino. A Rousselot esta revelación no le sorprendió en lo más mínimo. El clochard se puso a tararear un tango y luego le dijo que llevaba más de quince años viviendo en Europa, donde había alcanzado la felicidad y, en ocasiones, la sabiduría. Rousselot se dio cuenta de que ahora el clochard lo tuteaba, lo que no había hecho cuando hablaban en francés. Incluso su voz, el tono de su voz, parecía haber cambiado. Se sintió abrumado y tristísimo, como si supiera que al final del día iba a asomarse a un abismo. El clochard se dio cuenta y le preguntó qué era lo que lo preocupaba.
Nada, una mina, dijo Rousselot, tratando de adoptar el mismo tono de su compatriota. Luego se despidió un poco apresuradamente y cuando ya subía las escaleras oyó la voz del clochard que le decía que lo único cierto era la muerte. Me llamo Enzo Cherubini y yo te digo que lo único cierto es la muerte, oyó. Cuando se dio la vuelta el clochard se alejaba en dirección contraria.
Por la noche llamó a Simone y no la encontró. Habló un rato con la vieja que le cuidaba el niño y luego colgó. A las diez de la noche apareció Riquelme. Reacio a salir, Rousselot dijo que tenía fiebre y náuseas, pero todos los pretextos fueron inútiles. Con tristeza se dio cuenta de que París había convertido a su colega en una fuerza de la naturaleza contra la que no cabía ninguna oposición. Esa noche cenaron en un restaurantito de la rué Racine especializado en carnes a la brasa, donde se les unió el periodista español, un tal Paco Morral, que a veces imitaba el modo de hablar porteño, muy mal, y creía que el cine español era muy superior, con mayor densidad, que el cine francés, algo en lo que Riquelme estuvo de acuerdo.
La cena se prolongó mucho más de lo previsto y Rousselot empezó a sentirse mal. Al volver a su hotel, a las cuatro de la mañana, tenía fiebre y se puso a vomitar. Se despertó poco antes del mediodía con la sensación de haber vivido en París muchos años. Buscó en los bolsillos de su chaqueta el teléfono que consiguió arrancarle a Riquelme y llamó a Morini. Una mujer, la misma mujer que había hablado antes con Riquelme, supuso, descolgó el aparato y le dijo que monsieur Morini se había marchado esa mañana a pasar unos días con sus padres. De inmediato pensó que la mujer mentía o que el cineasta, antes de salir disparado, le había mentido a ella. Dijo que era un periodista argentino que deseaba entrevistarlo para una revista de distribución continental, una revista que circulaba profusa e incesantemente desde Argentina hasta México. El único problema, arguyó, era que no tenía tiempo pues su avión salía en un par de días. Humildemente le pidió la dirección de los padres de Morini. No fue necesario insistir más. La mujer lo escuchó educadamente y luego dijo el nombre de un pueblo normando, una calle, un número.
Rousselot le dio las gracias y llamó luego a Simone. No encontró a nadie. De pronto se dio cuenta de que ni siquiera sabía qué día era. Pensó en preguntárselo a un camarero, pero le dio vergüenza. Llamó a Riquelme. Una voz enronquecida le contestó al otro lado. Le preguntó si sabía dónde quedaba el pueblo de los padres de Morini. ¿Qué Morini?, dijo Riquelme. Tuvo que recordárselo y volver a explicarle parte de la historia. Ni idea, dijo Riquelme, y colgó. Tras un momentáneo enojo, pensó que era mejor así, que Riquelme se desentendiera definitivamente de su historia. Luego volvió al hotel, hizo las maletas y se marchó a una estación ferroviaria.