El día de la cita seguí al pie de la letra todas sus instrucciones. Desde lo alto de la carretera, con el coche estacionado en el arcén, se dominaba la casi totalidad de la cala, una playa pequeña que en verano acoge a los nudistas de los alrededores. A mi izquierda tenía una sucesión de colinas y riscos en donde asomaba de vez en cuando un chalet, a mi derecha la línea férrea, una zona de matorrales y luego, tras una hondonada, la playa. El día era gris y al llegar no vi a nadie. En un extremo de la cala estaba el bar Los Calamares Felices, una destartalada construcción de madera pintada de azul, sin un alma a la vista. En el otro extremo había unas rocas que ocultaban calas más pequeñas, más recogidas de las miradas públicas y que en verano eran las que congregaban al grueso de los nudistas. Llegué media hora antes de la hora indicada. No quise bajar del coche, pero tras esperar diez minutos y fumarme dos cigarrillos el ambiente allí dentro se hizo en todos los sentidos irrespirable. Cuando abría la portezuela para salir, un coche se estacionó enfrente de Los Calamares Felices. Lo observé con atención: de su interior bajó un hombre, un tipo de pelo largo y lacio, presumiblemente joven, y tras mirar hacia todas partes (menos hacia arriba, hacia donde estaba yo) dio la vuelta al bar y desapareció de mi vista. No sé por qué empecé a ponerme cada vez más nerviosa. Volví al interior de mi coche y cerré las puertas con seguro. Pensaba seriamente en marcharme cuando un segundo coche aparcó en la entrada de Los Calamares Felices. De él descendieron un hombre y una mujer. Tras contemplar el primer coche el hombre se llevó las manos a la boca y dio un grito o un silbido, no lo sé porque en ese momento pasó un camión a mi lado y no pude oír nada. Durante un momento el hombre y la mujer esperaron y luego avanzaron hacia la playa por un caminito de tierra. Al cabo de un rato, desde la parte no visible de Los Calamares Felices, salió el primer hombre y se dirigió hacia ellos. Evidentemente se conocían pues se dieron la mano y la mujer lo besó. Después, con un ademán que me pareció excesivamente lento, la mano del segundo hombre indicó un punto en la playa. Surgiendo de las rocas, dos hombres avanzaban en dirección al bar, caminando por la arena, justo en el borde mismo donde las olas desaparecían. Aunque estaban muy lejos, en uno de ellos reconocí a Arturo. Salí del coche a toda prisa, no sé por qué, tal vez pensando en bajar a la playa, aunque de inmediato me di cuenta que para llegar a ésta hubiera tenido que dar un rodeo enorme, atravesar un túnel peatonal, y que para cuando hubiera llegado posiblemente ya todos se habrían marchado. Así que me quedé quieta junto a mi coche y miré. Arturo y su acompañante se detuvieron en el centro de la playa. Los dos hombres de los coches avanzaron en dirección a ellos, la mujer se sentó en la arena y esperó. Cuando estuvieron los cuatro juntos uno de los hombres, el acompañante de Arturo, puso un paquete en el suelo y lo desenvolvió. Luego se levantó y retrocedió. El primero de los hombres se acercó al paquete, cogió algo de éste y también retrocedió. Después Arturo se acercó al paquete, cogió a su vez algo e hizo lo mismo que el anterior. Ahora Arturo y el primer hombre sostenían algo alargado en las manos. El segundo hombre se acercó al primero y le dijo algo. El primero asintió con la cabeza y el segundo se retiró, pero debía de estar un poco confuso porque lo hizo en dirección al mar y una ola le mojó los zapatos, lo que provocó que el segundo hombre diera un salto, como si lo hubiera mordido una piraña y se retirara rápidamente en dirección contraria. El primer hombre ni siquiera lo miró: conversaba, aparentemente de forma amigable, con Arturo y éste movía el pie izquierdo como si mientras lo escuchaba se entretuviera dibujando algo, una cara, unos números, con la punta de la bota en la arena húmeda. El acompañante de Arturo se retiró unos metros en dirección a las rocas. La mujer se levantó y se acercó al segundo hombre, que sentado en la arena limpiaba sus zapatos. En el centro de la playa sólo quedaba Arturo y el primer hombre. Entonces levantaron aquello que sostenían en las manos y lo entrechocaron. A primera vista me parecieron unos bastones y me reí, pues comprendí que lo que Arturo quería que yo viera era eso, una payasada, una payasada con un aire extraño, pero definitivamente una payasada. Pero luego una duda se abrió paso en mi cabeza. ¿Y si no fueran bastones? ¿Y si fueran espadas?
Guillem Piña, calle Gaspar Pujol, Andratx, Mallorca, junio de 1994. Nos conocimos en 1977. Ha pasado mucho tiempo, han pasado muchas cosas. Yo entonces compraba dos periódicos cada mañana y varias revistas. Lo leía todo, estaba al tanto de todo. Nos veíamos a menudo, siempre en mi territorio, creo que sólo una vez fui a su casa. Salíamos a comer juntos. Pagaba yo. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Barcelona ha cambiado. Los arquitectos barceloneses no han cambiado, pero Barcelona sí. Pintaba todos los días, no como ahora, todos los días, pero había demasiadas fiestas, demasiadas reuniones, demasiados amigos. La vida era emocionante. En aquellos años tenía una revista y me gustaba. Hice una exposición en París, una en Nueva York, una en Viena, una en Londres. Arturo desaparecía por temporadas. Le gustaba mi revista. Yo le regalaba números atrasados y también le regalé un dibujo. Se lo regalé enmarcado porque sabía que él no tenía dinero para enmarcar nada. ¿Qué dibujo era? Un boceto para un cuadro que nunca hice: Las otras señoritas de Aviñón. Conocí a marchantes interesados por mi obra. Pero yo no estaba demasiado interesado por mi obra. En aquellos años hice tres falsificaciones de Picabia. Perfectas. Vendí dos y me quedé una. En la falsificación vi una luz muy tenue, pero luz al fin y al cabo. Con el dinero que gané compré un grabado de Kandinsky y un lote de arte povera posiblemente falsificados también. A veces cogía el avión y volvía a Mallorca. Iba a ver a mis padres a Andratx y daba largas caminatas por el campo. En ocasiones me quedaba mirando a mi padre, que también pintaba, cuando se iba al campo con sus telas y su caballete y me pasaban ideas raras por la cabeza. Ideas que parecían peces muertos o a punto de morir en las profundidades marinas. Pero luego pensaba en otras cosas. En aquella época yo tenía un estudio en Palma. Trasegaba cuadros. Los llevaba de casa de mis padres al estudio y del estudio a casa de mis padres. Luego me aburría y cogía el avión de vuelta a Barcelona. Arturo iba a mi casa a ducharse. No tenía ducha en su casa, obviamente, y venía a la mía en Moliner, junto a la plaza Cardona.
Hablábamos, nunca discutíamos. Le enseñaba mis cuadros y él decía fantástico, me encantan, frases de ese estilo que siempre me han resultado abrumadoras. Sé que las decía de corazón, pero igual me abrumaban. Luego se quedaba callado, fumando, y yo preparaba té o café o sacaba una botella de whisky. No sé, no sé, pensaba, puede que esté haciendo algo bueno, puede que esté en el camino correcto. Las artes plásticas son, en el fondo, incomprensibles. O son tan comprensibles que nadie, yo el primero, acepta la lectura más obvia. Arturo, por aquel entonces, se acostaba ocasionalmente con mi amiga. Él no sabía que era mi amiga. Es decir, él sabía que era mi amiga, cómo no lo iba a saber si fui yo quien se la presenté, lo que no sabía es que era mi amiga. Se acostaban de vez en cuando, una vez al mes, digamos. A mí me hacía gracia. En ciertos aspectos él podía llegar a ser muy ingenuo. Mi amiga vivía en la calle Denia, a pocos pasos de mi casa, y yo tenía llave de su casa y a veces me presentaba allí a las ocho de la mañana, a buscar algo que había olvidado para una de mis clases, y encontraba a Arturo en la cama o preparando el desayuno y éste me miraba como preguntándose ¿es su amiga o su amiga? A mí me hacía gracia. Buenos días, Arturo, le decía y a veces tenía que hacer un esfuerzo para no reírme. También yo me acostaba con otra amiga, sólo que me acostaba mucho más a menudo con ésta que lo que se acostaba mi amiga con Arturo. Problemas. La vida está llena de problemas, aunque en Barcelona, en aquellos años, la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas.
Luego vino el desencanto, yo daba clases en la universidad y no estaba a gusto. No quería explicar con mi obra mis planteamientos teóricos. Daba clases y veía a mis compañeros en dos grupos claramente diferenciados: los que eran un fraude (los mediocres y los canallas), y los que tenían detrás del pupitre una obra plástica que caminaba, bien o mal, junto al trabajo docente. Y de pronto me di cuenta que no quería estar en ninguno de los dos grupos y renuncié. Me puse a dar clases en un instituto. Qué descanso. ¿Fue como ser degradado de teniente a sargento? Posiblemente. Tal vez a cabo. Aunque yo no me sentía ni teniente ni sargento ni cabo, sino pocero, trabajador de limpieza de cloacas, peón caminero perdido o marginado de su tropilla. Naturalmente, pese a que en el recuerdo el paso de un estado a otro adquiere los tintes bruscos, brutales, de lo irremediable y repentino, el ritmo de estos acontecimientos fue mucho más moderado. Conocí a un millonario que compraba mi obra, mi revista murió de inanición y falta de ganas, inicié otras revistas, hice exposiciones. Pero todo eso ahora no existe: es más una certeza verbal que vital. Lo cierto es que un día todo se acabó y me quedé solo con mi Picabia falsificado como único mapa, como único asidero legítimo. Un desempleado podría echarme en cara que a pesar de tenerlo todo no fui capaz de ser feliz. Yo podría echarle en cara al asesino el acto de matar y éste al suicida su último gesto desesperado o enigmático. Lo cierto es que un día se acabó todo y me puse a mirar a mi alrededor. Dejé de comprar tantas revistas y periódicos. Dejé de exponer. Empecé a dar mis clases de dibujo en el instituto con humildad y seriedad e incluso (aunque no me ufano de ello) con cierto sentido del humor. Arturo hacía mucho que había desaparecido de nuestras vidas.
Los motivos de su desaparición los ignoro. Un día se disgustó con mi amiga porque supo que era mi amiga o tal vez se acostó con mi otra amiga y ésta le dijo so tonto ¿no te has dado cuenta que la amiga de Guillem es su amiga?, o algo parecido, las conversaciones en la cama oscilan entre el enigma y la transparencia. No lo sé, tampoco importa. Sólo sé que se marchó y dejé de verlo durante mucho tiempo. Yo, ciertamente, no lo quise así. Intento conservar a mis amigos. Intento ser agradable y sociable, no forzar el paso de la comedia a la tragedia, de eso ya se encarga la vida. En fin, un día Arturo desapareció. Pasaron los años y no lo volví a ver. Hasta que un día mi amiga me dijo: adivina quién me llamó por teléfono esta noche. Me hubiera gustado decirle: Arturo Belano, hubiera sido divertido que lo adivinara a la primera, pero dije otros nombres y luego me rendí. Sin embargo, cuando ella dijo Arturo yo me alegré. ¿Cuántos años hacía que no lo veíamos? Muchos, tantos que más valía no enumerarlos, no recordarlos, aunque yo los recordaba todos, uno por uno. Así que un día Arturo apareció por casa de mi amiga y ésta me llamó por teléfono y yo salí de mi casa y fui a verlo. Fui a buen paso, fui corriendo. No sé por qué me puse a correr, pero lo cierto es que lo hice. Eran cerca de las once de la noche y hacía frío y cuando llegué vi a un tipo que ya tenía más de cuarenta años, igual que yo, y me sentí, mientras avanzaba hacia él, como el Desnudo bajando una escalera, aunque yo no bajaba ninguna escalera, creo.