Después nos encontramos varias veces. Un día apareció por mi estudio. Yo estaba sentado contemplando una tela muy pequeña dispuesta al lado de una tela de más de tres metros por dos. Arturo miró la pintura pequeña y la pintura grande y me preguntó qué eran. ¿Qué crees tú?, dije. Osarios, dijo él. Efectivamente, eran osarios. Por entonces yo apenas pintaba y no exponía nada. Aquellos que habían sido tenientes conmigo, ahora eran capitanes, coroneles e incluso uno había llegado al grado de general o mariscal, mi querido Miguelito. Otros habían muerto de sida o de sobredosis o de cirrosis hepática o simplemente fueron dados por desaparecidos. Yo seguía siendo pocero. Sé que esta situación se presta a interpretaciones diversas, la mayoría conducentes a un territorio donde todo es sombrío. Y mi situación no era sombría en lo más mínimo. Me sentía razonablemente bien, investigaba, miraba, me miraba mirar, leía, vivía tranquilo. Producía poco. Esto tal vez sea importante. Arturo, por el contrario, producía mucho. Una vez, al salir de la lavandería, me lo encontré. Iba a mi casa. ¿Qué haces?, me dijo. Ya ves, le contesté, salgo con la ropa limpia. ¿Pero es que no tienes lavadora en tu casa?, me dijo. Se me estropeó hace unos cinco años, le dije. Esa tarde Arturo salió a la galería del patio de luces y estuvo mirando mi lavadora. Yo me preparé un té (por entonces ya no bebía casi nada) y lo estuve mirando mientras él miraba la lavadora. Por un instante pensé que la iba a arreglar. No me hubiera parecido nada del otro mundo, pero sí que me hubiera alegrado. Al final la lavadora seguía tan muerta como siempre. Otra vez le conté de un accidente que tuve. Creo que se lo conté porque me di cuenta que miraba de soslayo mis cicatrices. El accidente fue en Mallorca. Un accidente de coche. Estuve a punto de perder los dos brazos y la quijada. En el resto del cuerpo apenas tenía unos cuantos arañazos. Extraño accidente, ¿verdad? Muy extraño, dijo Arturo. Él también me contó que había estado hospitalizado en seis ocasiones en el lapso de dos años. ¿En qué país?, le pregunté. Aquí, dijo, en el Valle Hebrón y antes en el Josep Trueta de Girona. ¿Y por qué no nos avisaste?, te hubiéramos ido a ver. Bueno, no tiene importancia. Una vez me preguntó si no me sentía deprimido. No, le dije, a veces me siento como el Desnudo bajando una escalera, lo que resulta incluso agradable si estás en una reunión con amigos, y no tan agradable si vas por el Paseo de Gracia, por ejemplo, pero en general me siento bien.
Un día, poco antes de desaparecer por última vez, llegó a mi casa y me dijo: me van a hacer una mala crítica. Le preparé una infusión de manzanilla y me quedé callado, que es lo que se hace, creo, cuando uno tiene que escuchar una historia, ya sea triste o alegre. Pero él también se quedó callado y durante un rato estuvimos así, él mirando su infusión o la rodajita de limón que flotaba en su infusión y yo fumando un Ducados, creo que soy de los pocos que sigue fumando Ducados, digo, de los pocos de mi generación, incluso el mismo Arturo ahora fuma rubios ultra lights. Al cabo de un rato, por decir algo, dije: ¿te vas a quedar a dormir en Barcelona? y él negó con la cabeza, cuando se quedaba a dormir en Barcelona lo hacía en casa de mi amiga (en habitaciones separadas, aunque esta precisión lo enturbia todo), no en mi casa, cenábamos juntos, eso sí, y a veces salíamos los tres a dar vueltas en el coche de mi amiga. En fin, le pregunté si se iba a quedar a dormir y él dijo que no podía, que tenía que volver al pueblo en donde residía, un pueblo de la costa a poco más de una hora en tren. Y entonces otra vez nos volvimos a quedar callados los dos, y yo me puse a pensar en lo que había dicho acerca de una mala crítica, y por más que pensé no entendí nada, así que dejé de pensar y me puse a esperar, que es lo que hace, contra todo pronóstico, el Desnudo bajando una escalera, y precisamente en eso consiste su extraña crítica.
Durante un rato lo único que escuché fue el ruido que hacía Arturo al beber su infusión, sonidos apagados provenientes de la calle, el ascensor que subió y bajó un par de veces. Y de repente, cuando ya no pensaba ni escuchaba nada, lo oí que repetía que un crítico lo iba a vapulear. Eso no tiene demasiada importancia, le dije. Son gajes del oficio. Sí que tiene importancia, dijo él. A ti nunca te ha importado, dije yo. Ahora me importa, debo de estar aburguesándome, dijo él. A continuación me explicó que su penúltimo libro y su último libro tenían unas semejanzas que entraban en el territorio de los juegos imposibles de descifrar. Yo había leído su penúltimo libro y me había gustado y no tenía idea de qué iba su último libro así que no le pude decir nada al respecto. Sólo preguntarle: qué clase de semejanzas. Juegos, Guillem, dijo. Juegos. El jodido Desnudo bajando una escalera, tus jodidas falsificaciones de Picabia, juegos. ¿Pero dónde está el problema?, dije. El problema, dijo él, es que el crítico, un tal Iñaki Echavarne, es un tiburón. ¿Es un mal crítico?, dije yo. No, es un buen crítico, dijo él, al menos no es un mal crítico, pero es un jodido tiburón. ¿Y cómo sabes que te va a hacer la reseña de tu último libro si todavía no está ni siquiera en las librerías? Porque el otro día, dijo él, mientras estaba en la editorial, llamó a la jefa de prensa y le pidió mi anterior novela. ¿Y qué?, dije yo. Que yo estaba allí, delante de la jefa de prensa, y ésta le dijo hola, Iñaki, qué casualidad, Arturo Belano está aquí mismo, delante de mí, y el cabrón del Echavarne no dijo nada. ¿Qué tenía que haber dicho? Hola, al menos, dijo Arturo. ¿Y como no dijo nada, tú sacas la conclusión de que te va a destrozar?, dije. ¿Y qué si te destroza? ¡Es igual! Mira, dijo Arturo, Echavarne se peleó hace poco con el Catón de las letras españolas, Aurelio Baca, ¿lo conoces? No lo he leído, pero sé quién es, dije. Todo se debió a una crítica que hizo Echavarne sobre el libro de un amigo de Baca, no sé si la crítica estaba justificada o no, yo no he leído el libro. Lo único cierto es que aquel novelista tenía a Baca para defenderlo. Y la crítica que Baca le dedicó al crítico fue de esas que hacen llorar. Ahora bien, yo no tengo a ningún meapilas que me defienda, absolutamente a nadie, así que Echavarne se puede ensañar conmigo con toda tranquilidad. Ni siquiera Aurelio Baca podría defenderme pues en mi libro, no en el que va a salir, en el penúltimo, me burlo de él, aunque dudo mucho que me haya leído. ¿Tú te burlas de Baca? Me río un poco, dijo Arturo, aunque no creo que ni él ni nadie se percatara. Eso descarta a Baca como defensor, admití, mientras pensaba que yo tampoco me había percatado de aquella burla que ahora parecía preocupar a mi amigo. Así es, dijo Arturo. Pues que Echavarne se ensañe, dije yo, qué más da, todo eso no son más que nimiedades, deberías ser el primero en saberlo. Todos nos vamos a morir, piensa en la eternidad. Pero es que Echavarne debe tener ganas de desquitarse con alguien, dijo Arturo. ¿Tan malo es?, dije yo. No, no, es muy bueno, dijo Arturo. ¿Entonces? No se trata de eso, se trata de ejercitar los músculos, dijo Arturo. ¿Los músculos del cerebro?, dije yo. Los músculos de alguna parte, y yo voy a ser el sparring de Echavarne para su segundo round o su octavo round con Baca, dijo Arturo. Ya veo, la disputa viene de lejos, dije yo. ¿Y tú qué tienes que ver en todo esto? Nada, yo sólo voy a ser el sparring, dijo Arturo. Durante un rato estuvimos sin hablar, pensando, mientras el ascensor bajaba y subía y el ruido que hacía era como el ruido de los años en que no nos habíamos visto. Lo voy a desafiar a duelo, dijo Arturo finalmente. ¿Quieres ser mi padrino? Eso fue lo que dijo. Sentí como si me clavaran una inyección. Primero el pinchazo, luego el líquido que entraba no en mis venas sino en mis músculos, un líquido helado que provocaba escalofríos. La proposición me pareció descabellada y gratuita. Nadie desafía a nadie por algo que aún no ha hecho, pensé. Pero luego pensé que la vida (o su espejismo) nos desafía constantemente por actos que nunca hemos realizado, en ocasiones por actos que ni siquiera se nos ha pasado por la cabeza realizar. Mi respuesta fue afirmativa y acto seguido pensé que tal vez en la eternidad sí que existe o existirá el Desnudo bajando la escalera o tal vez El gran vidrio. Y luego pensé: ¿y si la reseña es buena? ¿Y si a Echavarne le gusta la novela de Arturo? ¿No sería entonces, además de un acto gratuito, una injusticia desafiarlo a duelo?
Poco a poco empezaron a planteárseme varios interrogantes, pero decidí que no era el momento de mostrarse sensato. Todo tiene su hora. Lo primero que discutimos fue el tipo de armas a utilizar. Yo sugerí globos hinchados de agua con tintura roja. O una pelea a sombrerazos. Arturo se empeñó en que tenía que ser con sables. ¿A primera sangre?, propuse. A regañadientes, aunque en el fondo presumo que aliviado, Arturo aceptó mi sugerencia. Después buscamos los sables.
Mi primer plan fue comprarlos en esas tiendas de turistas que venden desde espadas toledanas hasta sables de samurai, pero, informada de nuestras intenciones, mi amiga dijo que su padre, ya fallecido, había dejado un par de espadas, así que las fuimos a ver y resultaron ser espadas de verdad. Tras limpiarlas a conciencia, decidimos utilizarlas. Después buscamos un lugar idóneo. Yo sugerí el Parque de la Ciudadela, a las doce de la noche, pero Arturo se inclinó por una playa nudista a medio camino entre Barcelona y el pueblo donde residía. Luego conseguimos el teléfono de Iñaki Echavarne y lo llamamos. Nos llevó un tiempo convencerlo de que no se trataba de una broma. En total, Arturo habló tres veces con él. Al final Iñaki Echavarne dijo que estaba de acuerdo y que le comunicáramos el día y la hora. La tarde del duelo comimos en un merendero de Sant Pol de Mar. Chipirones fritos y gambas. Mi amiga (que nos había acompañado hasta allí pero que no pensaba asistir al duelo), Arturo y yo. La comida, lo reconozco, fue un poco fúnebre y durante ésta Arturo sacó un pasaje de avión y nos lo enseñó. Pensé que sería un billete con destino a Chile o a México y que Arturo, de alguna manera, aquella tarde se despedía de Cataluña y de Europa. Pero el billete era el de un vuelo con destino a Dar es-Salam con escala en Roma y El Cairo. Entonces supe que mi amigo se había vuelto completamente loco y que si el crítico Echavarne no lo mataba de un planazo en la cabeza se lo iban a comer las hormigas negras o las hormigas rojas de África.
Jaume Planells, bar Salambó, calle Torrijos, Barcel junio de 1994. Una mañana me llamó mi amigo y colega Iñaki Echavarne y me dijo que necesitaba un padrino para un duelo. Yo estaba un poco resacoso, por lo que al principio no entendí lo que Iñaki me decía, además de que no era usual que me llamara por teléfono y menos a esas horas. Luego, cuando me lo explicó, pensé que me estaba tomando el pelo y le seguí la corriente, a mí me suelen tomar el pelo, no es algo que me moleste, y además Iñaki es una persona un poco rara, rara pero atractiva, el tipo al que las mujeres encuentran muy guapo y los hombres encuentran simpático, tal vez algo temible, y que secretamente admiran. Hacía poco había tenido una polémica con Aurelio Baca, el gran novelista madrileño, y pese a que Baca desencadenó sobre él truenos y rayos, amén de anatemas, Iñaki había salido bien parado, digamos que en tablas del belicoso encuentro.