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Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera, aunque en realidad no entendí nada. Bien pensado, es la peor forma de caminar.

Más tarde llegaron otros poetas, algunos real visceralistas, otros no, y la barahúnda se hizo imposible. Por un momento pensé que Belano y Lima se habían olvidado de mí, ocupados en platicar con cuanto personaje estrafalario se acercaba a nuestra mesa, pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron «grupo» o «movimiento», dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer. Antes de ponerme a vomitar en la calle les pregunté si ésos eran los ojos de Cesárea Tinajero. Belano y Lima me miraron y dijeron que sin duda yo ya era un real visceralista y que juntos íbamos a cambiar la poesía latinoamericana. A las seis de la mañana tomé otro pesero, esta vez solo, que me trajo hasta la colonia Lindavista, donde vivo. Hoy no fui a la universidad. He pasado todo el día encerrado en mi habitación escribiendo poemas.

4 de noviembre

Volví al bar de la calle Bucareli pero los real visceralistas no han aparecido. Mientras los esperaba me dediqué a leer y a escribir. Los habituales del bar, un grupo de borrachos silenciosos y más bien patibularios, no me quitaron la vista de encima.

Resultado de cinco horas de espera: cuatro cervezas, cuatro tequilas, un plato de sopes que dejé a medias (estaban semipodridos), lectura completa del último libro de poemas de Álamo (que llevé expresamente para burlarme de él con mis nuevos amigos), siete textos escritos a la manera de Ulises Lima (el primero sobre los sopes que olían a ataúd, el segundo sobre la universidad: la veía destruida, el tercero sobre la universidad: yo corría desnudo en medio de una multitud de zombis, el cuarto sobre la luna del DF, el quinto sobre un cantante muerto, el sexto sobre una sociedad secreta que vivía bajo las cloacas de Chapultepec, y el séptimo sobre un libro perdido y sobre la amistad) o más exactamente a la manera del único poema que conozco de Ulises Lima y que no leí sino que escuché, y una sensación física y espiritual de soledad.

Un par de borrachos intentaron meterse conmigo pero pese a mi edad tengo suficiente carácter como para plantarle cara a cualquiera. Una mesera (se llama Brígida, según supe, y decía recordarme de la noche que pasé allí con Belano y Lima) me acarició el pelo. Fue una caricia como al descuido, mientras iba a atender otra mesa. Después se sentó un rato conmigo e insinuó que tenía el pelo demasiado largo. Era simpática pero preferí no contestarle. A las tres de la mañana volví a casa. Los real visceralistas no aparecieron. ¿No los volveré a ver más?

5 de noviembre

Sin noticias de mis amigos. Desde hace dos días no voy a la facultad. Tampoco pienso volver al taller de Álamo. Esta tarde fui otra vez al Encrucijada Veracruzana (el bar de Bucareli) pero ni rastro de los real visceralistas. Es curioso: las mutaciones que sufre un establecimiento de esta naturaleza visitado por la tarde o por la noche e incluso por la mañana. Cualquiera diría que se trata de bares diferentes. Esta tarde el local parecía mucho más cochambroso de lo que en realidad es. Los personajes patibularios de la noche aún no hacen acto de presencia, la clientela es, cómo diría, más huidiza, más transparente, también más pacífica. Tres oficinistas de baja estofa, probablemente funcionarios, completamente borrachos, un vendedor de huevos de caguama con la cestita vacía, dos estudiantes de prepa, un señor canoso sentado a una mesa comiendo enchiladas. Las meseras también son diferentes. A las tres de hoy no las conocía aunque una de ellas se me acercó y me dijo de golpe: tú debes ser el poeta. La afirmación me turbó pero también, debo reconocerlo, me halagó.

– Sí, señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?

– Brígida me habló de ti.

¡Brígida, la camarera!

– ¿Y qué fue lo que te dijo? -dije sin atreverme todavía a tutearla.

– Pues que escribías unas poesías muy bonitas.

– Eso ella no puede saberlo. Nunca ha leído nada mío -dije ruborizándome un poco pero cada vez más satisfecho del giro que iba tomando la conversación. También pensé que Brígida sí pudo haber leído algunos de mis versos: ¡por encima de mi hombro! Esto ya no me gustó tanto.

La camarera (de nombre Rosario) me preguntó si le podía hacer un favor. Hubiera debido decir «depende», como me ha enseñado (hasta la extenuación) mi tío, pero yo soy así y dije órale, de qué se trata.

– Me gustaría que me hicieras una poesía -dijo.

– Eso está hecho. Cualquier día de éstos te la hago -dije tuteándola por primera vez y ya embalado pidiéndole que me trajera otro tequila.

– Yo te invito la copa -dijo ella-. Pero la poesía me la haces ahora.

Intenté explicarle que un poema no se escribía así como así.

– ¿Y a qué se debe tanta prisa?

La explicación que me dio fue un tanto vaga; según parece se trataba de una promesa hecha a la Virgen de Guadalupe, algo relacionado con la salud de alguien, un familiar muy querido y muy añorado que había desaparecido y vuelto a aparecer. ¿Pero qué pintaba un poema en todo eso? Por un instante pensé que había bebido demasiado, que llevaba muchas horas sin comer y que el alcohol y el hambre me estaban desconectando de la realidad. Pero luego pensé que no era para tanto. Precisamente una de las premisas para escribir poesía preconizadas por el realismo visceral, si mal no recuerdo (aunque la verdad es que no pondría la mano en el fuego), era la desconexión transitoria con cierto tipo de realidad. Sea como sea lo cierto es que a aquella hora los clientes en el bar escaseaban, por lo que las otras dos camareras poco a poco se fueron acercando a mi mesa y ahora me hallaba rodeado en una posición aparentemente inocente (realmente inocente) pero que a cualquier espectador no avisado, un policía, por ejemplo, no se lo parecería: un estudiante sentado y tres mujeres de pie a su lado, una de ellas rozando su hombro y brazo izquierdos con su cadera derecha, las otras dos con los muslos pegados al borde de la mesa (borde que seguramente dejaría marcas en esos muslos), sosteniendo una inocente conversación literaria pero que, vista desde la puerta, podría parecer cualquier otra cosa. Por ejemplo: un proxeneta en plena plática con sus pupilas. Por ejemplo: un estudiante rijoso que no se deja seducir.

Decidí cortar por lo sano. Me levanté como pude, pagué, dejé un cariñoso saludo para Brígida y me fui. En la calle el sol me cegó durante unos segundos.

6 de noviembre

Hoy tampoco he ido a la facultad. Me levanté temprano, tomé el camión con destino a la UNAM, pero me bajé antes y dediqué gran parte de la mañana a vagar por el centro. Primero entré en la Librería del Sótano y me compré un libro de Pierre Louys, después crucé Juárez, compré una torta de jamón y me fui a leer y a comer sentado en un banco de la Alameda. La historia de Louys, pero sobre todo las ilustraciones, me provocaron una erección de caballo. Intenté ponerme de pie y marcharme, pero con la verga en ese estado era imposible caminar sin provocar las miradas y el consiguiente escándalo no ya sólo de las viandantes sino de los peatones en general. Así que me volví a sentar, cerré el libro y me limpié de migas la chamarra y el pantalón. Durante mucho rato estuve mirando algo que me pareció una ardilla y que se desplazaba sigilosamente por las ramas de un árbol. Al cabo de diez minutos (aproximadamente) me di cuenta que no se trataba de una ardilla sino de una rata. ¡Una rata enorme! El descubrimiento me llenó de tristeza. Ahí estaba yo, sin poder moverme, y a veinte metros, bien agarrada a una rama, una rata exploradora y hambrienta en busca de huevos de pájaros o de migas arrastradas por el viento hasta la copa de los árboles (dudoso) o de lo que fuere. La congoja me subió hasta el cuello y tuve náuseas. Antes de vomitar me levanté y salí corriendo. Al cabo de cinco minutos a buen paso la erección había desaparecido.

Por la noche estuve en la calle Corazón (paralela a mi calle) viendo un partido de fútbol. Los que jugaban eran mis amigos de infancia, aunque decir amigos de infancia tal vez sea excesivo. La mayoría todavía está en prepa y otros han dejado de estudiar y trabajan con sus padres o no hacen nada. Desde que yo entré en la universidad el foso que nos separaba se agrandó de golpe y ahora somos como de dos planetas distintos. Pedí que me dejaran jugar. La iluminación en la calle Corazón no es muy buena y la pelota apenas se veía. Además, cada cierto tiempo pasaban automóviles y teníamos que parar. Recibí dos patadas y un pelotazo en la cara. Suficiente. Leeré un poco más a Pierre Louys y después apagaré la luz.

7 de noviembre

La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas. Tampoco volveré a la facultad ni al taller de Álamo. Ya veremos cómo me las arreglo con mis tíos. He terminado el libro de Louys, Afrodita, y ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas.

8 de noviembre

he descubierto un poema maravilloso. De su autor, Efrén Rebolledo (1877-1929), nunca me dijeron nada en mis clases de literatura. Lo transcribo:

El vampiro

Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos

por tus cándidas formas como un río,

y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,

las rosas encendidas de mis besos.

En tanto que descojo los espesos

anillos, siento el roce leve y frío

de tu mano, y un largo calosfrío

me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas

destellan cuando escuchan el suspiro

que sale desgarrando las entrañas,

y mientras yo agonizo, tú sedienta,

finges un negro y pertinaz vampiro

que de mi sangre ardiente se sustenta.

La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente.

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