Susana Puig, calle Josep Tarradellas, Calella de Mar, Cataluña, junio de 1994. Me telefoneó. Hacía mucho que no hablaba con él. Me dijo tienes que ir a tal playa, tal día y a tal hora. ¿Qué dices?, dije yo. Tienes que ir, tienes que ir, dijo él. ¿Estás loco? ¿Estás borracho?, dije yo. Por favor, te espero, dijo él, y me volvió a decir el nombre de la playa y el día y la hora a la que me esperaba. ¿No puedes venir a mi casa?, dije yo. Aquí podemos hablar con tranquilidad si eso es lo que quieres. No quiero hablar, dijo él, ya no quiero hablar, todo se acabó, hablar es inútil, dijo. Me dieron ganas de colgar, pero no lo hice. Acababa de cenar y estaba viendo una película en la tele, era una película francesa, no recuerdo cómo se llamaba ni el nombre del director o de los actores, sólo recuerdo que iba de una cantante, una chica un poco histérica, creo, y de un tío miserable del que ella, inexplicablemente, se enamora. Como siempre, tenía el volumen muy bajo y mientras hablaba con él no quitaba la vista de la tele: habitaciones, ventanas, rostros de personas que no sabía muy bien qué hacían en aquella película. La mesa estaba recogida y en el sofá había un libro, una novela que pensaba empezar a leer aquella misma noche, cuando me cansara de la película y me fuera a la cama. ¿Vendrás?, dijo él. ¿Para qué?, dije yo, pero en realidad estaba pensando en otra cosa, en la obstinación de la cantante, en sus lágrimas que fluían incontenibles y con odio, aunque esto último no sé si se puede decir, es difícil llorar con odio, es difícil que de tanto odiar a alguien te pongas a llorar como una Magdalena. Para que me veas, dijo él. Por última vez, por última vez, insistió. ¿Todavía estás allí?, dije yo. Por un momento pensé que había colgado, no sería la primera vez, me llamaba, seguro, desde un teléfono público, lo pude imaginar sin ningún problema, un teléfono del Paseo Marítimo de su pueblo distante del mío a tan sólo veinte minutos en tren y quince en coche, no sé por qué aquella noche me puse a pensar en las distancias, pero no podía haber colgado, sentía el ruido de los coches, a menos que yo no hubiera cerrado bien mis ventanas y lo que estaba escuchando proviniera de mi propia calle. ¿Estás ahí?, dije. Sí, dijo él, ¿vendrás? ¡Qué pesado! ¿Para qué quieres que vaya si no vamos a hablar? ¿Para qué quieres que vaya si no tenemos nada más que decirnos? La verdad es que no lo sé, dijo él. Me debo estar volviendo loco. Yo también pensaba lo mismo, pero no se lo dije. ¿Has visto a tu hijo? Sí, dijo él. ¿Cómo está? Muy bien, dijo él, muy guapo, cada día más grande. ¿Y tu ex mujer? Muy bien, dijo él. ¿Por qué no vuelves con ella? No hagas preguntas imbéciles, dijo él. Quiero decir en plan amistoso, dije yo, para que te cuide un poco. Esto último parece que le hizo gracia, lo oí reírse, luego dijo que su mujer (no dijo su ex mujer, dijo su mujer) estaba muy bien tal como estaba y que no sería él quien se lo estropeara. Eres demasiado delicado, dije yo. No es ella quien me ha roto el corazón, dijo él. ¡Qué cursi! ¡Qué sentimental! La historia, por supuesto, yo me la sabía de memoria.
Me la contó a la tercera noche, mientras me suplicaba que le pusiera una dosis de Nolotil en vena, tal cual, decía «en vena», no intravenoso, que viene a ser lo mismo, pero diferente, y yo por descontado se la ponía, hale, ahora a dormir, pero siempre hablábamos, y cada noche un poco más, hasta que me contó la historia entera. Entonces me pareció una historia triste, no por la historia en sí misma sino por la forma en que él la contaba. No recuerdo ahora cuánto tiempo permaneció en el hospital, puede que diez o doce días, sí, recuerdo que no pasó nada entre nosotros, a veces tal vez nos mirábamos con más intensidad de la que es usual entre un enfermo y una enfermera, nada más, yo hacía poco que había roto mi relación (no me atrevo a llamarlo noviazgo) con un interno, digamos que el ambiente era propicio, pero no pasó nada. Quince días después de que lo dieran de alta, durante una guardia, entré en una habitación y allí me lo encontré otra vez. ¡Pensé que estaba alucinando! Me acerqué a la cama sin hacer ruido y me puse a mirarlo de cerca, era él. Busqué su historial clínico: tenía una pancreatitis, aunque no le habían puesto sonda nasogástrica. Cuando volví a la habitación (su compañero se estaba muriendo de cirrosis, necesitaba atención constante), él abrió los ojos y me saludó. Qué tal, Susana, dijo. Me tendió una mano. No sé por qué no me bastó con estrecharle la mano sino que me incliné y le di un beso en la mejilla. A la mañana siguiente murió su compañero y cuando volví tenía toda la habitación para él solo. Esa noche hicimos el amor. Él estaba un poco débil todavía, se alimentaba sólo con suero y aún le dolía el páncreas, pero lo hicimos y aunque después me puse a pensar que había sido una imprudencia por mi parte, una imprudencia que lindaba con lo criminal, la verdad es que nunca antes me había sentido tan feliz en el hospital, tal vez sólo cuando obtuve la plaza, pero era una felicidad de otro signo, incomparable a la que sentí cuando hice el amor con él. Por supuesto, yo ya sabía (él mismo me lo contó en su primera hospitalización) que había estado casado y que tenía un hijo, aunque nunca supe que su mujer lo visitara en el hospital, pero sobre todo me había contado la otra historia, la que le «rompió el corazón», una historia vulgar, por lo demás, aunque él no se daba cuenta de nada.
Cualquier otra (una más experimentada, una más práctica) hubiera sabido que lo nuestro no podía durar mucho, a lo sumo el tiempo que estuviera internado, pero yo me hice ilusiones y no tomé en consideración ninguno de los obstáculos que teníamos en contra. Era la primera vez (y la única) que me iba a la cama con alguien tan mayor (dieciséis años) y no me importó nada, al contrario, me gustó. En la cama era delicado, refinado y a veces muy bestia, no me da vergüenza decirlo. Aunque a medida que pasaron los días, a medida que el hospital se fue diluyendo en su memoria, su aire ausente comenzó a hacerse más marcado y las visitas que me hacía se fueron espaciando cada vez más. Él vivía, como ya he dicho, en un pueblo de la costa semejante al mío, a sólo veinte minutos en tren, quince en coche, y algunas noches aparecía por mi casa y no se iba hasta la mañana siguiente y otras noches era yo la que en vez de detenerme en mi pueblo seguía conduciendo hasta el suyo, que era como ir a meterse en la boca del lobo porque a él, nunca me lo dijo pero yo lo sabía, no le gustaban las visitas. Vivía en un edificio del centro, pegado por la parte de atrás al cine del pueblo, así que si la película era de terror o la banda sonora era muy fuerte, desde la cocina una podía escuchar los gritos o las notas más altas y más o menos saber, sobre todo si previamente habías visto la película, en qué parte iba, si habían encontrado o no al asesino, cuánto faltaba para que acabara.
Después de la última función, la casa se sumía en un silencio profundo, como si el edificio cayera de pronto en el pozo de una mina, sólo que el pozo tenía algo de líquido, de mundo subacuático, porque poco después yo me ponía a imaginar peces, esos peces planos y ciegos de las profundidades marinas. Por lo demás, todo en su casa era un desastre: el suelo estaba sucio, la sala estaba ocupada por una mesa enorme y llena de papeles y sólo había sitio para un par de sillas, el baño era horrible (¿todos los tíos solteros tienen el lavabo en esas condiciones?, espero que no), no tenía lavadora y las sábanas dejaban mucho que desear, también las toallas, el paño de la cocina, su ropa, en fin, todo, una ruina, y eso que cuando empezamos a salir juntos, si es que alguna vez eso sucedió realmente, le dije que trajera la ropa sucia a mi casa y que yo la metería en la lavadora, tengo una muy buena, pero él como si oyera caer la lluvia, decía que lavaba a mano, una vez subimos al terrado, en el edificio sólo vivía la casera en el primero y él en el segundo, en el tercero no vivía nadie aunque alguna noche, mientras me hacía el amor (o mientras me follaba, esto último es más ajustado a la realidad) oí ruidos, como si alguien en el tercero moviera una silla o moviera una cama, como si alguien caminara desde la puerta a la ventana o como si alguien se levantara de la cama y se dirigiera a la ventana, que no abría, seguramente era el viento, las casas viejas, todo el mundo lo sabe, tienen ruidos extraños, crujen en las noches de invierno, en fin, que subimos al terrado y me mostró el lavadero, un lavadero de cemento descascarado como si alguien, un anterior inquilino, la hubiera emprendido a martillazos una tarde de desesperación, y me dijo que allí lavaba, a mano, claro, que no necesitaba lavadora, y después nos pusimos a mirar el panorama de las azoteas del pueblo, los terrados de la parte vieja siempre tienen algo impreciso y bonito, el mar, las gaviotas, el campanario de la iglesia, todo de un color marrón claro, amarillo, como de tierra brillante o de arena brillante. Más tarde, como era inevitable, abrí los ojos y me di cuenta que aquello no tenía sentido. No puedes amar a quien no te ama, no puedes mantener una relación sólo por el sexo. Le dije que lo nuestro se había acabado y él no puso ningún reparo, como si lo hubiera sabido desde el principio. Pero seguimos siendo amigos y de vez en cuando, aquellas noches en que me sentía muy sola o deprimida, cogía el coche y lo iba a buscar. Cenábamos juntos y luego hacíamos el amor, pero yo ya no me quedaba a dormir en su casa. Después conocí a otra persona, nada serio, y ya ni siquiera eso.
Una vez discutimos. ¿El motivo? Lo he olvidado. No fue un asunto de celos, eso sí lo recuerdo, él no era nada celoso. Estuvimos varios días sin que me llamara, sin que yo lo fuera a visitar. Le escribí una carta. Le decía que debía madurar, que debía cuidarse, que su salud era frágil (tenía el colédoco esclerosado, los marcadores del hígado por las nubes, pancolitis ulcerosa, acababa de salir de un hipertiroidismo, ¡le dolían de tanto en tanto las muelas!), que encausara su vida puesto que aún era joven, que olvidara a aquella que le había «roto el corazón», que se comprara una lavadora. Estuve toda una tarde escribiéndola y después la rompí y me puse a llorar. Hasta que recibí su última llamada telefónica.
¿Quieres verme pero no vamos a hablar?, le dije. Eso es, dijo él, eso es, no vamos a hablar, sólo quiero saber que estás cerca, pero tampoco vamos a vernos. ¿Te has vuelto loco? No, no, no, dijo él. Es muy sencillo. Pero no era muy sencillo. Lo que quería, en resumidas cuentas, era que yo lo viera. ¿Tú no me verás a mí?, dije yo. No, yo no tendré la más mínima posibilidad de verte, tengo muy estudiado el escenario, tú tienes que estacionar el coche en la curva de la gasolinera, tienes que aparcar en el arcén y desde allí podrás verme, ni siquiera es necesario que salgas del coche. ¿Te piensas suicidar, Arturo?, dije yo. Lo oí cómo se reía. De suicidio nada, al menos por ahora, dijo apenas con un hilo de voz. Tengo un billete para África, salgo de viaje dentro de unos días. ¿Para África, para qué parte de África?, dije yo. Para Tanzania, dijo él, ya me he puesto todas las vacunas del mundo. ¿Irás?, me preguntó. No entiendo nada, dije yo, no le veo ningún sentido. ¡Lo tiene!, dijo él. Pero no para mí, cabrón, dije yo. Contigo tiene sentido, dijo él. ¿Y qué tengo que hacer?, dije yo. Sólo tienes que aparcar tu coche en la primera curva después de la gasolinera y esperar. ¿Cuánto rato? No lo sé, cinco minutos, dijo él, si llegas a la hora que te digo sólo cinco minutos. ¿Y después qué?, dije yo. Después esperas otros diez minutos y te vas. Y eso es todo. ¿Y África qué?, dije yo. África viene después, dijo él (su voz era la de siempre, un pelín irónica, pero en modo alguno la voz de un loco), es el futuro. ¿El futuro? Vaya futuro. ¿Y qué piensas hacer allí?, dije yo. Su respuesta, como siempre, fue vaga, creo que dijo: cosas, trabajos, lo de siempre, algo así. Cuando colgué no supe si me causaba más perplejidad su invitación o su anuncio de que se marchaba de España.