No sé qué fue lo que me atrajo de él. Un día lo llevé a mi departamento, en donde vivía con otros tres estudiantes de antropología, un norteamericano de Colorado y dos francesas, y al final, a las cuatro de la mañana, terminamos en la cama. Antes yo le había advertido acerca de una de mis peculiaridades. Le dije, medio en serio, medio en broma, estábamos riéndonos en el jardín del Museo de Arte Moderno, en donde están las esculturas, qué horror de esculturas, le dije: Arturo, nunca te acuestes conmigo porque yo soy masoquista. ¿Y cómo es eso?, dijo él. Pues que me gusta que me peguen cuando hago el amor. Entonces Arturo dejó de reírse. ¿Lo dices en serio?, dijo. Completamente en serio, dije yo. ¿Y de qué manera te gusta que te peguen?, dijo. Golpes, dije yo, me gusta que me den bofetadas en la cara, que me azoten las nalgas, cosas de ese tipo. ¿Fuerte?, dijo él. No, no muy fuerte, dije yo. En México no debes coger mucho, dijo él después de pensar un rato. Le pregunté por qué lo decía. Por las marcas, miss Marple, dijo él, nunca te he visto magullada. Claro que hago el amor, repliqué, soy masoquista pero no bruta. Arturo se rió. Creo que pensó que yo bromeaba. Así que esa noche, ese amanecer, mejor dicho, cuando nos metimos en mi cama, me trató con mucha dulzura y a mí me dio corte interrumpirlo, si me quería lamer entera y darme besitos muy suaves, pues que lo hiciera, pero al poco rato advertí que no se le ponía dura, se la cogí y se la acaricié un ratito, pero nada, entonces le pregunté al oído si estaba preocupado por algo y él dijo que no, que estaba bien, y seguimos magreándonos otro rato más, pero era evidente que no se le iba a levantar, y entonces yo le dije está bien, no te esfuerces más, no sufras más, si no quieres no quieres, suele pasar, y él encendió un cigarrillo (fumaba unos que se llamaban Bali, qué nombre más curioso) y se puso a hablar de la última película que había ido a ver, y luego se levantó y estuvo dando vueltas desnudo por la habitación, fumando y mirando mis cosas, y luego se sentó en el suelo, junto a la cama, y se puso a contemplar mis fotografías, algunas de las fotografías artísticas de Jimmy Cetina que yo guardaba no sé por qué, porque soy tonta, seguramente, y yo le pregunté si le excitaban, y él dijo que no pero que estaban bien, que yo estaba muy bien, tú eres muy hermosa, Simone, dijo, y en ese momento, no sé por qué, a mí se me ocurrió decirle que se metiera en la cama, que se pusiera encima de mí y que me diera golpecitos en las mejillas o en el culo, y él me miró y dijo yo soy incapaz de hacer eso, Simone, y luego se corrigió y dijo: también soy incapaz de eso, Simone, pero yo le dije venga, valor, métete en la cama, y él se metió, me di la vuelta y levanté las nalgas y le dije: empieza a pegarme poco a poco, has de cuenta que esto es un juego, y él me dio mi primer azote y yo hundí la cabeza en la almohada, no he leído a Rigaut, le dije, ni a Max Jacob, ni a los pesados de Banville, Baudelaire, Catulle Mendés y Corbiere, lectura obligatoria, pero sí que he leído al Marqués de Sade. ¿Ah, sí?, dijo él. Sí, dije yo, acariciándole la verga. Los golpes en el culo cada vez los daba con mayor convicción. ¿Qué has leído del Marqués de Sade? La filosofía en el tocador, dije yo. ¿Y Justine? Naturalmente, dije yo. ¿Y Juliette? Por supuesto. ¿Y Los 120 días de Sodoma? Claro que sí. Para entonces estaba húmeda y gimiendo y la verga de Arturo enhiesta como un palo, así que me volví, me abrí de piernas y le dije que me la metiera, pero que sólo hiciera eso, que no se moviera hasta que yo se lo dijera. Fue rico sentirlo dentro de mí. Abofetéame, le dije. En la cara, en las mejillas. Méteme los dedos en la boca. Él me abofeteó. ¡Más fuerte!, le dije. Él me abofeteó más fuerte. Ahora, empieza a moverte, le dije. Durante unos segundos en la habitación sólo se escucharon mis gemidos y los golpes. Después él también se puso a gemir.
Hicimos el amor hasta que amaneció. Cuando terminamos él encendió un Bali y me preguntó si había leído el teatro del Marqués de Sade. Le dije que no, primera noticia de que Sade hubiera escrito teatro. No sólo escribió teatro, dijo Arturo, sino que también escribió muchas cartas dirigidas a empresarios teatrales en donde los animaba a producir sus obras. Pero, claro, nadie se atrevió a montar ninguna, hubieran acabado todos presos (nos reímos), aunque lo increíble es que el Marqués insistía en su empeño, en las cartas llega a sacar cuentas hasta de lo que se debía pagar en vestuario, y lo más triste de todo es que sus cuentas calzan, ¡son buenas!, las obras hubieran producido beneficios. ¿Pero eran pornográficas?, le pregunté. No, dijo Arturo, eran filosóficas, con algo de sexo.
Fuimos amantes durante un tiempo. Tres meses, exactamente, lo que me faltaba para volver a París. No todas las noches hicimos el amor. No todas las noches nos veíamos. Pero lo hicimos de todas las formas posibles. Me ató, me azotó, me sodomizó. Nunca me dejó una marca, salvo el culo enrojecido, lo que dice bastante de su delicadeza. Con un poco más de tiempo yo hubiera terminado acostumbrándome a él, es decir necesitándolo, y él hubiera terminado por acostumbrarse a mí. Pero no nos dimos ningún tiempo, sólo éramos amigos. Hablábamos del Marqués de Sade, de Agatha Christie, de la vida en general. Cuando yo lo conocí él era un mexicano como cualquier otro, pero en los últimos días se sentía, cada vez más, un extranjero. Una vez le dije: vosotros, los mexicanos, sois así o asá y él me dijo yo no soy mexicano, Simone, yo soy chileno, con algo de tristeza, es cierto, pero con bastante determinación.
Así que cuando Ulises Lima apareció por mi casa y me dijo soy amigo de Arturo Belano, sentí una gran alegría, aunque luego, cuando supe que Arturo también estaba en Europa y no había tenido la gentileza de mandarme ni siquiera una postal, me dio un poco de rabia. Yo ya había empezado a trabajar en el Departamento de Antropología de la Universidad de París-Norte, un trabajo más bien burocrático y aburrido, y la llegada de aquel mexicano me permitió al menos practicar otra vez mi español, un poco enmohecido.
Ulises Lima vivía en la rué des Eaux. Una vez, sólo una, fui a buscarlo a su casa. Nunca había visto una chambre de bonne peor que aquélla. Sólo tenía un ventanuco, que no podía abrir, que daba a un patio de luces oscuro y sórdido. Apenas había espacio para una cama y una suerte de mesa de guardería infantil totalmente desvencijada. La ropa seguía en las maletas, pues no había armario ni closet, o estaba desparramada por todo el cuarto. Cuando entré tuve ganas de vomitar. Le pregunté cuánto pagaba por aquello. Cuando me lo dijo me di cuenta que estaba siendo estafado a conciencia. Quien te haya metido aquí, le dije, le engañó, esto es una ratonera, la ciudad está llena de cuartos mejores. Sí, no lo dudo, dijo él, pero luego arguyó que no pensaba quedarse para siempre en París y que no quería perder el tiempo buscando un alojamiento mejor.
No nos veíamos mucho, y siempre que lo hicimos fue a instancia suya. A veces me telefoneaba y otras veces simplemente aparecía por mi casa y me preguntaba si quería salir a dar una vuelta, a tomar un café o ir al cine. Generalmente yo le decía que estaba ocupada, estudiando o con trabajos del departamento, pero a veces accedía y salíamos a caminar. Terminábamos en un bar de la rué de la Lune, comiendo pastas y tomando vino y hablando de México. Solía pagar él y ahora que lo recuerdo no deja de parecerme raro, pues que yo sepa no trabajaba. Leía mucho, siempre iba con varios libros bajo el brazo, todos en francés, aunque el francés, en honor a la verdad, distaba mucho de dominarlo (como ya he dicho, procurábamos hablar en español). Una noche me contó sus planes. Éstos consistían en residir un tiempo en París y luego marcharse a Israel. Cuando me lo dijo sonreí con una mezcla de incredulidad y asombro. ¿Por qué Israel? Porque allí vivía una amiga. Ésa fue su respuesta. ¿Sólo por eso?, dije incrédula. Sólo por eso.
De hecho, nada de lo que hacía parecía obedecer a un proyecto prefijado.
Su carácter era tranquilo, muy sereno, algo distante pero no frío, al contrario, a veces era muy cálido, diferente del carácter de Arturo, que era exaltado y que a veces parecía odiar a todo el mundo. Ulises no, él era respetuoso, irónico pero respetuoso, aceptaba a las personas tal como eran y nunca daba la impresión de que intentara forzar tu intimidad, algo que a mí suele ocurrirme en el trato con latinoamericanos.
Hipólito Garcés , avenue Marcel Proust , París, agosto de 1977. Cuando mi pata Ulises Lima apareció por París me dio una gran alegría, ésa es la verdad. Yo le conseguí su buena chambre en la rué des Eaux, al ladito de donde yo vivía. De la Marcel Proust a su casa no hay más que dos pasitos, hay que tomar a la izquierda, rumbo a la avenida Rene Boylesve, luego te metes por Charles Dickens y ya estás en la rué des Eaux. Así que estábamos como quien dice hombro con hombro. Yo en mi chambre tenía un hornillo y cocinaba todos los días y Ulises venía a comer conmigo. Pero yo le dije: tienes que pasarme algo de platita, pues. Y él me dijo: Polito, yo te paso dinero, no te preocupes, me parece justo, tú compras la comida y encima cocinas, ¿cuánto quieres? Y yo le dije pásame cien dólares, pues, Ulises, y no se hable más. Y él me dijo que dólares ya no tenía, que sólo tenía francos, pero igual me los pasó. Tenía plata y era confiado.
Un día, sin embargo, me dijo: Polito, cada día estoy comiendo peor, cómo es posible que un puto plato de arroz valga tanto dinero. Le expliqué que el arroz en Francia era caro, no como en México o Perú, aquí el kilo de arroz te sale por un ojo de la cara, pues, Ulises, le dije. Me miró así, de esa manera un poco atravesada que tienen los mexicanos, y dijo de acuerdo, pero al menos compra una lata de salsa de tomate porque ya estoy harto de comer arroz blanco. Claro que sí, le dije, y también voy a comprar vino que con las prisas se me olvidó, pero tienes que darme un poco más de dinero. Me lo dio y al día siguiente le preparé su plato de arroz con salsa de tomate y le serví un vaso de vino tinto. Pero al día siguiente ya no había vino (me lo tomé yo, ésa es la verdad) y dos días después la salsa de tomate se acabó y volvió a comer arroz blanco nada más. Y luego preparé macarrones. A ver, que me acuerde. Luego preparé lentejas que tienen mucho hierro y son alimenticias. Y cuando se acabaron las lentejas hice garbanzos. Y después volví a hacer arroz blanco. Y un día Ulises se paró y medio en broma me lo dijo. Polito, me dijo, se me hace que te estás pasando de listo. Tus platos son los más sencillos y los más caros de París. No, mi pata, le dije yo, no mi causita, si no te imaginas tú lo cara que está la vida, se nota que no vas a hacer las compras. Así que me dio más dinero, pero al día siguiente no vino a comer. Pasaron tres días en que no le vi el pelo, al cabo de los cuales me presenté en su chambre de la rué des Eaux. No estaba. Pero yo tenía que verlo, así que lo esperé sentado en el pasillo.