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A eso de las tres de la mañana apareció. Y cuando me vio en el pasillo, en la oscuridad de ese pasillo largo y maloliente, se detuvo y se quedó allí, a unos cinco metros de donde yo estaba, con las piernas abiertas, como si esperara un ataque de mi parte. Pero lo más curioso fue que al detenerse se quedó callado, ¡no dijo nada!, rechucha, pensé, este Ulises está enojado conmigo de verdad y me va a desgranputar aquí mismo, así que prudentemente opté por no levantarme, una sombra en el suelo no es ningún peligro, ¿no es así?, y lo llamé por su nombre, Ulises, causita, soy yo, Polito, y él hizo ahhh, Polito, qué diablos haces aquí a estas horas, Polito, y entonces yo me di cuenta de que antes no me había reconocido y pensé ¿a quién espera este pendejo?, ¿quién se pensó que era yo?, y juro por mi madre que entonces sentí más miedo que antes, no sé, debió de ser la hora, ese pasillo tenebroso, mi imaginación de poeta que se desbocó, chucha, hasta sentí escalofríos y me imaginé otra sombra detrás de la sombra de Ulises Lima en el pasillo. La verdad es que ya tenía miedo hasta de bajar los ocho pisos de escalera de aquel caserón fantasma. Sin embargo lo único que quería en ese momento era salir corriendo de allí. Pero el miedo repentino a quedarme solo pudo más, me levanté, descubrí que tenía una pierna acalambrada, y le dije a Ulises que me invitara a pasar a su cuarto. Éste pareció entonces como si se despertara y dijo claro, Polito, y abrió la puerta. Cuando estuvimos adentro, con la luz encendida, sentí que la sangre volvía a circularme por el cuerpo y, para conchudo yo, le mostré los libros que había traído. Ulises los miró uno por uno y dijo que estaban bien, aunque yo sabía que se moría por tenerlos. Te los he traído para vendértelos, dije. Cuánto quieres por ellos, me dijo. Le dije una cifra al pedo, a ver qué pasaba. Ulises me miró y dijo de acuerdo, luego metió la mano en el bolsillo, me pagó y se me quedó mirando sin decir nada. Bueno, compadre, dije yo, ya me voy, ¿te espero mañana con una comida rica? No, dijo él, no me esperes. ¿Pero irás algún día? Acuérdate que si no comes te puedes morir de hambre, dije yo. No voy a ir nunca más, Polito, me dijo. No sé qué me pasó. Por dentro estaba cagado de miedo (me moría ante la idea de salir, de atravesar el pasillo, de bajar las escaleras), pero por fuera me puse a hablar, la chucha, de pronto me encontré hablando, escuchándome cómo hablaba, como si mi voz ya no fuera mía y la muy cabrona se hubiera largado a desvariar sola. Le dije no hay derecho, pues, Ulises, con lo que me he gastado en víveres, si vieras las cosas buenas que he comprado, ¿y ahora qué va a pasar con ellas?, ¿se tienen que pudrir?, ¿me hincho a comer yo solo, ah, Ulises?, ¿me agarro de tanto comer una indigestión o un cólico hepático?, contéstame, pues, Ulises, no te hagas el sordo. Cosas de ese talante. Y por más que en mi interior yo me decía cállate, pues, Polito, te estás pasando de conchudo, esto puede acabar mal, aprende a distinguir tus límites, huevón, por fuera, en esa zona como adormecida, anestesiada que era mi cara, mis labios, mi lengua escarnecida, las palabras (¡las palabras que yo por primera vez no quería pronunciar!) seguían saliendo y así oí cómo le decía: qué tal amigo eres, Ulises, yo que te engreía como si fueras más que mi pata, mi hermano, causita, mi hermano menor, caracho, Ulises, y tú ahora me sales con estos desprecios. Etcétera, etcétera. Para qué seguir. Sólo puedo decir que yo hablaba y hablaba, y Ulises, de pie enfrente de mí, en aquel cuarto tan pequeño que más que cuarto parecía un ataúd, no me quitaba la vista de encima, tranquilo, sin hacer ese movimiento que yo esperaba y temía, como dándome cuerda, como diciéndose para sus adentros le quedan dos minutos a Polito, le queda un minuto y medio, le queda un minuto, le quedan cincuenta segundos a Polito, pobre pata, le quedan diez segundos, y yo era como si viera, lo juro, todos los pelos de mi cuerpo, como si al mismo tiempo que estaba con los ojos abiertos otro par de ojos, pero éstos cerrados, recorrieran cada centímetro de mi piel e inventariaran todos los pelos que tenía, un par de ojos cerrados pero que veían más de lo que veían mis ojos abiertos, sé que no se entiende una chucha. Y entonces ya no pude aguantar más y me dejé caer sobre la cama como una puta y le dije: Ulises, me siento mal, pata, mi vida es un desastre, no sé qué me pasa, yo intento hacer las cosas bien pero todo me sale mal, tendría que volver al Perú, esta ciudad de mierda me está matando, ya no soy el que era, y así me puse a hablar, a soltar todo lo que me quemaba por dentro, con la cara semihundida entre las frazadas, entre las frazadas de Ulises que vaya uno a saber de dónde las había sacado, pero que olían mal, no el típico olor a mugre de las chambres de bonne, no el olor a Ulises, otro olor, un olor como a muerte, un olor ominoso que de repente se instaló en mi cerebro y que me hizo dar un salto, por la rechucha, Ulises, ¿de dónde has sacado estas mantas, causita, de la morgue? Y Ulises seguía allí, de pie, sin moverse del mismo sitio, escuchándome, y entonces yo pensé ésta es la oportunidad para irme y me levanté y estiré una mano y le toqué el hombro. Fue como tocar una estatua.

Roberto Rosas, rué de Passy, París, septiembre de 1977. En nuestra buhardilla había unos doce cuartos. Ocho de ellos estaban ocupados por latinoamericanos, un chileno, Ricardito Barrientos, una pareja de argentinos, Sofía Pellegrini y Miguelito Sabotinski, y el resto éramos peruanos, todos poetas, todos peleados entre nosotros.

Con no poco orgullo llamábamos a nuestra buhardilla la Comuna de Passy o Pueblo Joven Passy.

Siempre estábamos discutiendo y nuestros temas preferidos o tal vez los únicos eran la política y la literatura. El cuarto de Ricardito Barrientos antes había estado alquilado por Polito Garcés, peruano y poeta también, pero un día, después de una asamblea de urgencia, decidimos darle un ultimátum. O te vas de aquí esta misma semana conchatumadre o te vamos a tirar por las escaleras, nos vamos a cagar en tu cama, te vamos a poner matarratas en el vino o vamos a hacer algo peor. Menos mal que Polito nos hizo caso por que si no no sé qué hubiera llegado a pasar.

Un día, sin embargo, apareció por allí, arrastrándose como solía ser su costumbre, entrando a un cuarto, luego a otro, pidiendo plata prestada (que nunca jamás devolvía), haciéndose invitar un cafecito por aquí, un matecito por allá (la Sofía Pellegrini lo odiaba a muerte), pidiendo libros prestados, contando que esa semana había visto a Bryce Echenique, a Julio Ramón Ribeyro, que había estado tomando tecito con Hinostroza, las mentiras de siempre y que dichas una vez pueden ser creídas, dos veces pueden ser chistosas, pero que repetidas hasta el infinito sólo causaban asco, pena, alarma, porque no cabía duda de que Polito no estaba bien de la cabeza. ¿Pero quién de entre nosotros está bien, lo que se dice bien? Bueno, tan mal como Polito no estamos.

El caso es que un día apareció por allí, una tarde en la que casualmente estábamos casi todos (lo sé porque lo oí golpear en otras puertas, oí su voz, su «qué tal, causita» inconfundible), y al cabo de un rato se proyectó su sombra en el umbral de mi cuarto, como si no se atreviera a entrar sin que lo invitaran, y entonces yo le dije, tal vez demasiado abruptamente, qué quieres conchatumadre, y él se rió con su risita de pendejo y dijo ay, Robertito, cuánto tiempo sin vernos, tú igual que siempre, hermano, me alegro, mira, aquí te traigo un poeta que quiero que conozcas, un pata de la República Mexicana.

Sólo entonces me di cuenta que había una persona a su lado. Un tipo moreno, aindiado, fuerte. Un tipo con ojos como licuados y como borrados al mismo tiempo, y con sonrisa de médico, una sonrisa rara en la Comuna de Passy, en donde todos teníamos sonrisas de músicos folklóricos o abogados.

Ése era Ulises Lima. Así lo conocí. Nos hicimos amigos. Amigos de correrías por París. Por supuesto, no se parecía en nada a Polito. Si no, no me hubiera hecho su amigo.

No recuerdo cuánto tiempo vivió en París. Sé que nos veíamos a menudo, aunque nuestras personalidades eran bien diferentes. Un día, sin embargo, me dijo que se iba. ¿Y cómo es eso, compadre?, le dije, porque hasta donde yo sabía a él le encantaba esta ciudad. Creo que no estoy muy bien de salud, sonrió. ¿Pero es algo grave? No, no es nada grave, dijo, pero es molesto. Bueno, le dije, entonces no hay problema, tomémonos un trago para celebrarlo. ¡Por México!, brindé. No voy a volver a México, dijo él, me voy a Barcelona. ¿Y cómo es eso, compadre?, le dije. Ahí tengo un amigo, me quedaré a vivir un tiempo en su casa. Eso fue todo lo que dijo y yo no le pregunté más. Después salimos a por más vino y nos lo tomamos cerca de la Porte de Bir Hakeim y yo le estuve contando mis últimas aventuras amorosas. Pero él tenía la cabeza puesta en otro sitio, así que para variar nos pusimos a hablar de poesía, un tema que cada vez me gusta menos.

Recuerdo que a Ulises le agradaba la poesía joven francesa. Puedo dar fe. A nosotros, al Pueblo Joven Passy, la poesía joven francesa nos parecía un asco. Hijos de papá o drogadictos. Entiéndelo de una vez, Ulises, solía decirle, nosotros somos revolucionarios, nosotros hemos conocido las cárceles de Latinoamérica, ¿cómo podemos querer una poesía como la francesa, pues? Y el cabrón no decía nada, sólo se reía. Una vez lo acompañé a ver a Michel Bulteau. Ulises hablaba un francés infame, así que el peso de la conversación lo llevé yo. Después conocí a Mathieu Messagier, a Jean-Jacques Faussot, a Adeline, la compañera de Bulteau.

Ninguno de ellos me cayó bien. A Faussot le dije si podía colocarme un artículo en la revista donde trabajaba, una mierda de revista de música pop, y dijo que primero tenía que leer el artículo. Unos días después se lo llevé y no le gustó. A Messagier le pedí la dirección de un viejo poeta francés, una «gloria de las letras» que según se decía conoció a Martín Adán en un viaje que hizo a Lima en la década de los cuarenta, pero Messagier no me la quiso dar aduciendo pretextos inverosímiles como que el viejo rehuía las visitas. Si no le quiero pedir plata prestada, le dije, sólo quiero hacerle una entrevista, pero igual, no hubo caso. Finalmente a Bulteau le dije que lo iba a traducir. Eso sí que le gustó y no puso ningún reparo. Se lo dije en broma, claro. Pero luego pensé que tal vez no fuera una mala idea. De hecho me puse manos a la obra pocas noches después. El poema que escogí fue «Sang de satín». Nunca antes se me había pasado por la cabeza la idea de traducir poesía, pese a que soy poeta y a que se supone que los poetas traducen a otros poetas. Pero a mí nadie me había traducido, así que ¿por qué tenía que traducir yo? Bueno, así es la vida. Esta vez pensé que no era una mala idea. Tal vez la culpa era de Ulises, cuya influencia me estaba afectando en mis costumbres más arraigadas. Tal vez fue porque pensé que ya era hora de hacer una cosa que no hubiera hecho antes. No lo sé. Sólo sé que le dije a Bulteau que pensaba traducirlo y que pensaba publicar mi traducción (publicar es la palabra clave) en una revista peruana que no existía, me inventé el nombre, una revista peruana en donde colaboraba Westphalen, le dije, y él se mostró de acuerdo, creo que no tenía ni idea de quién era Westphalen, lo mismo le hubiera podido decir que era una revista en donde colaboraba Huamán Poma o Salazar Bondy, y me puse manos a la obra.

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