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Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, mayo de 1977. Arturo Belano llegó a Barcelona a casa de su madre. Su madre hacía un par de años que vivía aquí. Estaba enferma, tenía hipertiroidismo y había perdido tanto peso que parecía un esqueleto viviente.

Yo por entonces vivía en casa de mi hermano, en la calle Junta de Comercio, un hervidero de chilenos. La madre de Arturo vivía en Tallers, aquí, en donde ahora vivo yo, en esta casa sin ducha y con el cagadero en el pasillo. Cuando llegué a Barcelona le traje un libro de poesía que había publicado Arturo en México. Ella lo miró y murmuró algo, no sé qué, algo como un desvarío. No estaba bien. El hipertiroidismo la hacía moverse constantemente de un lado a otro, presa de una actividad febril y lloraba muy a menudo. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. Le temblaba el pulso. A veces tenía ataques de asma, pero se fumaba ella sola una cajetilla de cigarrillos al día. Fumaba tabaco negro, igual que Carmen, la hermana menor de Arturo, que vivía con su madre pero que pasaba casi todo el día fuera de casa. Carmen trabajaba en la Telefónica, haciendo limpieza, y salía con un andaluz del Partido Comunista. Cuando yo conocí a Carmen, en México, era trotskista y aún seguía siéndolo, pero igual salía con el andaluz, que al parecer era si no un estalinista convencido, sí un brezhnevista convencido, para el caso que nos ocupa casi lo mismo. En fin, un enemigo acérrimo de los trotskistas, así que la relación entre ambos debía de ser de lo más movida.

En mis cartas a Arturo yo le explicaba todo esto. Le decía que su madre no estaba bien, le decía que se estaba quedando en los huesos, que no tenía dinero, que esta ciudad la estaba matando. A veces me ponía pesado (no me quedaba más remedio) y le decía que tenía que hacer algo por ella, que le mandara dinero o que se la llevara de vuelta a México. Las respuestas de Arturo a veces eran de aquellas que uno no sabe si tomárselas en serio o en broma. Una vez me escribió: «Que aguanten. Pronto iré para allá y solucionaré todo. Por ahora, que aguanten.» Qué jeta. Mi respuesta fue que no podía aguantar, en singular, su hermana por lo visto estaba de lo más bien aunque se peleaba con su madre todos los días, que hiciera algo ya mismo o se quedaba sin progenitora. Por aquellas fechas yo le había prestado a la madre de Arturo todos los dólares que aún me quedaban, unos doscientos, residuos de un premio de poesía ganado en México en 1975, cuyo importe me había permitido comprar el billete para viajar a Barcelona. Eso, por supuesto, no se lo dije. Aunque creo que su madre sí se lo dijo, ella le escribía una carta cada tres días, el hipertiroidismo, supongo. El caso es que los doscientos dólares le sirvieron para pagar el alquiler y poco más. Un día me llegó una carta de Jacinto Requena en donde entre otras cosas decía que Arturo no leía las cartas de su madre. El huevón de Requena lo decía como una gracia, pero eso ya fue el colmo y le escribí una carta en donde no había nada de literatura y mucho de economía, de salud y de problemas familiares. La respuesta de Arturo me llegó pronto (de él se podrá decir lo que se quiera, menos que deja una carta sin contestar) y allí me aseguraba que ya le había mandado dinero a su madre pero que en esos días haría algo mejor, que le conseguiría un trabajo, que el problema de su madre era que siempre había trabajado y que lo que la tenía jodida era sentirse inútil. Yo tuve ganas de decirle que el paro en Barcelona era grande, que su madre no estaba en condiciones de trabajar, que si se presentaba a un trabajo lo más probable era que asustara a sus jefes porque ya estaba tan flaca, pero tan flaca, que más bien parecía una sobreviviente de Auschwitz que otra cosa, pero preferí no decirle nada, darle un respiro, darme un respiro y hablarle de poesía, de Leopoldo María Panero, de Félix de Azúa, de Gimferrer, de Martínez Sarrión, poetas que a él y a mí nos gustaban, y de Carlos Edmundo de Ory, el creador del postismo, con el que por entonces yo había comenzado a cartearme.

Una tarde la madre de Arturo fue a la casa de mi hermano a buscarme. Dijo que su hijo le había mandado una carta de lo más complicada. Me la enseñó. El sobre contenía la carta de Arturo y una carta-presentación escrita por el novelista ecuatoriano Vargas Pardo para el novelista catalán Juan Marsé. Lo que su madre tenía que hacer, según explicaba Arturo en su carta, era presentarse en la casa de Juan Marsé, cerca de la Sagrada Familia, y darle a éste la presentación de Vargas Pardo. La presentación era más bien escueta. Las primeras líneas eran un saludo a Marsé en el que mencionaba, por lo demás enrevesadamente, un incidente al parecer festivo en una calle de los alrededores de la plaza Garibaldi. Luego seguía una presentación más bien somera de Arturo y acto seguido pasaba a lo que de verdad importaba, la situación de la madre del poeta, el ruego de que hiciera cuanto estuviera al alcance de su mano para conseguirle un trabajo. ¡Vamos a conocer a Juan Marsé!, dijo la madre de Arturo. Se la veía feliz y orgullosa de lo que su hijo había hecho. Yo tenía mis dudas. Quería que la acompañara a visitar a Marsé. Si voy sola, dijo, voy a estar demasiado nerviosa y no sabré qué decirle, en cambio tú eres escritor y si se tercia me puedes sacar del apuro.

La idea no me seducía, pero accedí a acompañarla. Fuimos una tarde. La madre de Arturo se arregló un poco más de lo habitual, pero de todas formas su estado era lamentable. Tomamos el metro en plaza Cataluña y nos bajamos en la Sagrada Familia. Poco antes de llegar le dio un conato de ataque de asma y tuvo que utilizar su inhalador. Fue el mismo Juan Marsé el que nos abrió la puerta. Lo saludamos, la madre de Arturo le explicó qué era lo que quería, se hizo un lío, habló de «necesidades», de «urgencias», de «poesía comprometida», de «Chile», de «enfermedad», de «situaciones infames». Pensé que se había vuelto loca. Juan Marsé miró el sobre que le extendía y nos hizo pasar. ¿Quieren tomar algo?, dijo. No, muy amable, dijo la madre de Arturo. No, gracias, dije yo. Luego Marsé se puso a leer la carta de Vargas Pardo y nos preguntó si lo conocíamos. Es amigo de mi hijo, dijo la madre de Arturo, creo que una vez estuvo en mi casa, pero no, no lo conocía. Yo tampoco lo conocía. Una persona muy simpática, Vargas Pardo, murmuró Marsé. ¿Y hace mucho que usted no vive en Chile?, le preguntó a la madre de Arturo. Muchísimos años, sí, tantos que ya apenas me acuerdo. Luego la madre de Arturo se puso a hablar de Chile y de México y Marsé se puso a hablar de México y no sé en qué momento los dos ya estaban tuteándose, riéndose, yo también, Marsé seguramente contó un chiste o algo similar. Casualmente, dijo, sé de una persona que tiene algo que tal vez te pueda interesar. No es un trabajo sino una beca, una beca para estudiar educación especial. ¿Educación especial?, dijo la madre de Arturo. Bueno, dijo Marsé, creo que así se le llama, está relacionado con la educación de los deficientes mentales o con los niños con el síndrome de Down. Ah, eso me encantaría, dijo la madre de Arturo. Al cabo de un rato nos fuimos. Llámame por teléfono mañana, dijo Marsé desde la puerta.

Durante el viaje de vuelta no paramos de reírnos. A la madre de Arturo, Juan Marsé le pareció buen mozo, con unos ojos preciosos, un tipo regio, y qué simpático y sencillo. Hacía mucho que no la veía tan contenta. Al día siguiente llamó y Marsé le dio el teléfono de la mujer que daba las becas. Al cabo de una semana la madre de Arturo estaba estudiando para ser educadora de deficientes mentales, autistas, personas con síndrome de Down en una escuela de Barcelona, en donde a la par que estudiaba hacía prácticas. La beca era por tres años, renovable año tras año dependiendo de las calificaciones. Poco después ingresó en el Clínico para ser tratada de su hipertiroidismo. Al principio pensamos que la iban a operar, pero no fue necesario. Así que cuando Arturo llegó a Barcelona su madre estaba muchísimo mejor, la beca no era demasiado generosa pero le permitía ir tirando, incluso tuvo dinero para comprar chocolates de muchas clases, pues sabía que a Arturo le gustaba el chocolate y el chocolate europeo, como todo el mundo sabe, es infinitamente mejor que el mexicano.

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Símeme Darríeux, rué des Petites Écuries, París, julio de 1977. Cuando Ulises Lima llegó a París no conocía a nadie más que a un poeta peruano que había estado exiliado en México y a mí. Yo sólo lo había visto una vez, en el café Quito, una noche que estaba citada con Arturo Belano. Hablamos un poco los tres, lo que duraron los cafés con leche, y luego Arturo y yo nos fuimos.

A Arturo sí que lo conocí bien, aunque desde entonces nunca más lo he vuelto a ver y con casi toda probabilidad nunca más lo vuelva a ver. ¿Que qué hacía yo en México? En teoría estudiar antropología, pero en la práctica viajar y conocer el país. También asistía a muchas fiestas, es impresionante el tiempo libre del que disponen los mexicanos. El dinero (estaba becada) por descontado no me alcanzaba para todo lo que quería, así que me puse a trabajar para un fotógrafo, Jimmy Cetina, al que conocí en una fiesta en un hotel, creo que el Vasco de Quiroga en la calle Londres, y mi economía mejoró considerablemente. Jimmy hacía desnudos artísticos, así los llamaba él, en realidad era pornografía light, desnudos integrales y poses provocativas, o secuencias de strip-tease, todo en su estudio en los altos de un edificio en Bucareli.

Ya no recuerdo cómo conocí a Arturo, tal vez a la salida de una sesión de fotografía, en el edificio de Jimmy Cetina, tal vez en un bar, tal vez en una fiesta. Puede que fuera en la pizzería de un norteamericano al que le decían Jerry Lewis. En México la gente se conoce en los lugares más inverosímiles. Lo cierto es que nos conocimos y nos caímos bien, aunque tardamos casi un año en acostarnos juntos.

A él le interesaba todo lo que proviniera de Francia, en ese aspecto era un poco ingenuo, creía que yo, que estudiaba antropología, tenía obligatoriamente que conocer, por ejemplo, la obra de Max Jacob (el nombre me suena, pero nada más), y cuando yo le decía que no, que lo que las jóvenes francesas leían era otra cosa (en mi caso, Agatha Christie), bueno, él simplemente no se lo podía creer y pensaba que le estabas tomando el pelo. Pero era comprensivo, quiero decir, parecía pensar en términos de literatura todo el tiempo, pero no era un fanático, no te despreciaba si no habías leído en tu vida a Jacques Rigaut, y además a él también le gustaba Agatha Christie y a veces nos pasábamos horas recordando algunas de sus novelas, repasando los enigmas (yo tengo pésima memoria, la de él, en cambio, era buenísima), reconstruyendo esos asesinatos imposibles.

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