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Volví a guardar el dinero en mi cartera y uno de ellos pagó la cuenta y después salimos a la calle, hacía una noche preciosa, sin el agobio de los coches y las muchedumbres diurnas, y durante un rato caminamos en dirección a mi hotel, casi como caminar a la deriva, igual nos estábamos alejando, y a medida que avanzábamos (¿pero hacia dónde?), algunos de estos muchachos se fueron despidiendo, me estrechaban la mano y se iban (de sus compañeros se despedían de otra manera, o eso me pareció) y poco a poco el grupo se fue haciendo menos numeroso, y mientras tanto seguíamos hablando y hablábamos y hablábamos o, ahora que lo pienso, tal vez no habláramos tanto, yo rectificaría y diría que pensábamos y pensábamos, pero no lo creo, a esas horas nadie piensa demasiado, el cuerpo pide descanso. Y llegó un momento en que sólo éramos cinco caminando sin rumbo por las calles de México, puede que en el más completo silencio, en un silencio poundiano, aunque el maestro es lo más alejado del silencio, ¿verdad?, sus palabras son las palabras de la tribu que no cesan de indagar, de investigar, de referir todas las historias. Pese a que esas palabras estén circundadas por el silencio, minuto a minuto erosionadas por el silencio, ¿verdad? Y entonces yo decidí que ya era hora de dormir y paré un taxi y les dije adiós.

Lisandro Morales, calle Comercio , enfrente del Jardín Morelos, colonia Escandón, México DF, marzo de 1977. Fue el novelista ecuatoriano Vargas Pardo, un hombre que no se entera de nada y a quien tenía trabajando como corrector en mi editorial, quien me presentó al susodicho Arturo Belano. El mismo Vargas Pardo me había convencido, un año antes, de que podía ser rentable que la editorial financiara una revista en la que colaborarían las mejores plumas de México y Latinoamérica. Le hice caso y la saqué. A mí me dieron el puesto de director honorario y Vargas Pardo y un par de sus amigotes se adjudicaron a dedo el consejo de redacción.

El plan, al menos tal como me lo vendieron, era que la revista apoyaría los libros de la editorial. Ése era el principal objetivo. El segundo objetivo era hacer una buena revista de literatura que prestigiara a la editorial, tanto por sus contenidos como por sus colaboradores. Me hablaron de Julio Cortázar, de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa, de las primeras figuras de la literatura latinoamericana. Yo, siempre prudente, por no decir escéptico, les dije que me conformaba con tener a Ibargüengoitia, a Monterroso, a José Emilio Pacheco, a Monsiváis, a Elenita Poniatowska. Ellos dijeron que por supuesto, que sí, que pronto todos se iban a morir por publicar en nuestra revista. De acuerdo, que se mueran, dije yo, hagamos un buen trabajo, pero no olviden el primer objetivo. Potenciar a la editorial. Ellos dijeron que eso no era ningún problema, que la editorial estaría reflejada en cada página, o en una de cada dos páginas, y que además la revista no tardaría en producir beneficios. Y yo dije: señores, el destino queda en vuestras manos. En el primer número, como es fácil verificar, no apareció ni Cortázar, ni García Márquez, ni siquiera José Emilio Pacheco, pero contamos con un ensayo de Monsiváis y eso, de alguna manera, salvaba a la revista; el resto de las colaboraciones eran de Vargas Pardo, un ensayo de un novelista argentino exiliado en México amigo de Vargas Pardo, dos adelantos de sendas novelas que próximamente publicaríamos en la editorial, un cuento de un compatriota olvidado de Vargas Pardo, y poesía, demasiada poesía. En el apartado de las reseñas, al menos, no tuve nada que objetar, la atención recaía mayoritariamente sobre nuestras novedades, en términos por demás elogiosos.

Recuerdo que hablé con Vargas Pardo después de leer la revista y se lo dije: me parece que hay demasiada poesía y la poesía no vende. No olvido su respuesta: cómo que no vende, don Lisandro, me dijo, fíjese en Octavio Paz y en su revista. Bueno, Vargas, le dije yo, pero Octavio es Octavio, hay lujos que los demás no nos podemos permitir. No le dije, ciertamente, que la revista de Octavio yo no la leía desde hacía siglos, ni rectifiqué el adjetivo «lujo» con que había ornado no el quehacer poético sino su trabajosa publicación, pues en el fondo yo no creo que sea un lujo publicar poesía sino una soberana estupidez. La cosa no fue a más, de todas maneras, y Vargas Pardo pudo sacar el segundo y el tercer número, y luego el cuarto y el quinto. A veces me llegaban voces de que nuestra revista se estaba tornando demasiado agresiva. Yo creo que la culpa de todo la tenía Vargas Pardo, que la utilizaba como arma arrojadiza en contra de quienes lo habían despreciado cuando llegó a México, como el vehículo idóneo para ajustar algunas cuentas pendientes (¡qué rencorosos y vanidosos son algunos escritores!), y la verdad sea dicha, no me preocupaba mayormente. Es bueno que una revista genere polémica, eso quiere decir que se vende, y a mí me parecía un milagro que una revista con tanta poesía se vendiera. A veces me preguntaba por qué al cabrón de Vargas Pardo le interesaba tanto la poesía. Él, me consta, no era poeta sino narrador. ¿De dónde, pues, le venía su interés por la lírica?

Confieso que durante un tiempo me estuve haciendo cábalas al respecto. Llegué a pensar que era maricón, podía serlo, estaba casado (con una mexicana, por cierto), pero podía serlo, sin embargo: ¿qué clase de maricón?, ¿un maricón platónico y lírico, que se contentaba, digamos, en el plano puramente literario, o tenía su media naranja o su medio limón entre los poetas que publicaba en la revista? No lo sé. Cada uno con su vida. No tengo nada contra los maricones. Cada día, eso sí, hay más. En los años cuarenta la literatura mexicana había alcanzado su cénit en lo que se refiere a maricones y yo pensé que ese techo era infranqueable. Pero hoy abundan más que nunca. Supongo que la culpa de todo la tiene la instrucción pública, la inclinación cada vez más común en los mexicanos a dar la nota, el cine, la música, vaya uno a saber. El mismísimo Salvador Novo me dijo una vez lo sorprendido que se quedaba con los modales y el lenguaje de algunos jóvenes que iban a visitarlo. Y Salvador Novo sabía de lo que hablaba.

Así fue como conocí a Arturo Belano. Una tarde Vargas Pardo me habló de él y de que preparaba un libro fantástico (ésa fue la palabra que empleó), la antología definitiva de la joven poesía latinoamericana, y que andaba buscando editor. ¿Y quién es ese Belano?, le pregunté. Escribe reseñas en nuestra revista, dijo Vargas Pardo. Estos poetas, le dije, y me quedé observando disimuladamente su reacción, son como chulos de putas desesperados buscando a una mujer para hacer negocio con ella, pero Vargas Pardo encajó bien mi pulla y dijo que el libro era muy bueno, un libro que si no lo publicábamos nosotros (ah, qué manera de emplear el plural) lo publicaría cualquier otra editorial. Entonces me lo quedé mirando disimuladamente otra vez y le dije: tráemelo, concértame una cita con él y ya veremos lo que se puede hacer.

Dos días después apareció Arturo Belano por la editorial. Iba vestido con una chaqueta de mezclilla y con bluejeans. La chaqueta tenía algunas roturas sin parchear en los brazos y en el costado izquierdo, como si alguien hubiera estado jugando a ensartarle flechas o lanzazos. Los pantalones, bueno, si se los hubiera sacado se habrían mantenido de pie solos. Iba calzado con unas zapatillas de gimnasia que daba miedo sólo verlas. Tenía el pelo largo hasta los hombros y seguramente siempre había sido flaco pero ahora lo parecía más. Parecía que llevaba varios días sin dormir. Vaya, hombre, pensé, qué desastre. Por lo menos daba la impresión de que se había duchado esa mañana. Así que le dije: veamos, señor Belano, esa antología que usted ha hecho. Y él dijo: ya se la he dado a Vargas Pardo. Mal empezamos, pensé.

Cogí el teléfono y le dije a mi secretaria que viniera Vargas Pardo a mi despacho. Durante unos segundos ninguno de los dos hablamos. Carajo, si Vargas Pardo tardaba un poco más en aparecer el joven poeta se me iba a quedar dormido. Eso sí, no parecía maricón. Para matar el tiempo le expliqué que los libros de poesía, ya se sabe, se publican muchos pero se venden pocos. Sí, dijo él, se publican muchos. Por Dios, parecía un zombi. Por un momento me pregunté si no estaría drogado, ¿pero cómo saberlo? Bueno, le dije, ¿y le costó mucho hacer su antología de poesía latinoamericana? No, dijo él, son todos amigos. Qué cara. Así pues, dije yo, no habrá problemas de derechos de autor, usted tiene los permisos. Él se rió. Es decir, permítanme que lo explique, torció la boca o curvó los labios o mostró unos dientes amarillentos y emitió un sonido. Juro que su risa me erizó los pelos. ¿Cómo explicarla? ¿Como una risa que sale de ultratumba? ¿Como esas risas que a veces uno escucha cuando camina por el pasillo desierto de un hospital? Algo así. Y después, después de la risa, parecía que íbamos a volver a sumirnos en el silencio, esos silencios embarazosos entre personas que se acaban de conocer, o entre un editor y un zombi, para el caso es lo mismo, pero yo lo último que deseaba era verme atrapado otra vez en ese silencio, así que seguí hablando, hablé de su país de origen, Chile, de mi revista en donde él había publicado alguna reseña literaria, de lo difícil que resultaba a veces sacarse de encima un stock de libros de poesía. Y Vargas Pardo no aparecía (¡estaría colgado del teléfono dándole a la lengua con otro poeta!). Y entonces, justo entonces, tuve una suerte de iluminación. O de presentimiento. Supe que era mejor no publicar esa antología. Supe que era mejor no publicar nada de ese poeta. Que se fuera a la mierda Vargas Pardo y sus ideas geniales. Si había otras editoriales interesadas, pues que la publicaran ellos, yo no, yo supe, en ese segundo de lucidez, que publicar un libro de ese tipo me iba a traer mala suerte, que tener a ese tipo sentado frente a mí en mi oficina, mirándome con esos ojos vacíos, a punto de quedarse dormido, me iba a traer mala suerte, que probablemente la mala suerte ya estaba planeando sobre el tejado de mi editorial como un cuervo apestado o como un avión de Aerolíneas Mexicanas destinado a estrellarse contra el edificio en donde estaban mis oficinas.

Y de pronto apareció Vargas Pardo blandiendo el manuscrito de los poetas latinoamericanos y yo desperté de mi ensoñación, pero muy lentamente, al principio ni siquiera pude oír con claridad lo que Vargas Pardo decía, sólo oía su risa y su pinche vozarrón, feliz de la vida, como si trabajar para mí fuera lo mejor que le había ocurrido en su vida, unas vacaciones pagadas en el DF, y recuerdo que estaba tan aturdido que me levanté y le di la mano a Vargas Pardo, por Dios, le di la mano a ese cabrón como si él fuera el jefe o el supervisor general y yo un pinche empleadito, y también recuerdo que miré a Arturo Belano y que éste no se levantó de su asiento cuando llegó el ecuatoriano, es más, no sólo no se levantó, es que ni siquiera nos hizo caso, ni nos miró, vaya, vi su nuca llena de pelos y por un segundo pensé que aquello que veía no era una persona, no era un ser humano de carne y hueso, con sangre en las venas como usted o como yo, sino un espantapájaros, un envoltorio de ropas desastradas sobre un cuerpo de paja y de plástico, o algo así. Y entonces oí que Vargas Pardo decía ya está todo listo, Lisandro, ahorita Martita viene para acá con el contrato. ¿Con qué contrato?, balbuceé. Con el contrato del libro de Belano, pues, dijo Vargas Pardo.

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