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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Entonces yo les dije: a ver, muchachos, ¿qué hacemos si se acaba el mezcal? Y ellos dijeron: pues bajamos a comprar otra botella, señor Salvatierra, Amadeo, por eso no se preocupe. Y con esa seguridad, con esa esperanza, cabría decir, me bebí un buen trago, hasta vaciar el vaso, qué buen mezcal se hacía antes en estas tierras, sí señor, y luego me levanté y me acerqué a mi biblioteca, me acerqué al polvo de mi biblioteca, ¡cuánto hacía que no limpiaba un poco esas estanterías!, pero no porque ya no me gustaran los libros, no vayan a creer, sino porque la vida lo vuelve a uno muy quebradizo, y además lo anestesia (casi sin que nos demos cuenta, señores), y a algunos, que no es mi caso, hasta los hipnotiza o les abre en canal el hemisferio izquierdo del cerebro, que es una forma figurativa de exponer el problema de la memoria, a ver si no me explico. Y los muchachos se levantaron también de sus asientos y yo sentí su respiración en la nuca, figurativamente, claro está, y entonces, sin volverme, les pregunté si Germán o Arqueles o Manuel les contaron en qué trabajaba yo, cómo me ganaba diariamente los pesos. Y ellos dijeron no, Amadeo, de eso no nos dijeron nada. Y entonces yo les dije, muy orondo, que escribía, y creo que me reí o que tosí sus buenos segundos, yo me gano la vida escribiendo, muchachos, les dije, en este país de la chingada Octavio Paz y yo somos los únicos que nos ganamos la vida de esa manera. Y ellos, por supuesto, guardaron un silencio conmovedor, si se me permite la expresión. Un silencio como los que decía la gente que guardaba Gilberto Owen. Y entonces yo les dije, siempre de espaldas a ellos, siempre manteniendo mi mirada en los lomos de mis libros: trabajo aquí al lado, en la plaza Santo Domingo, escribo solicitudes, rogativas y cartas, y me volví a reír y el polvo de los libros salió despedido con la fuerza de mi risa, y entonces ya pude ver mejor los títulos, los autores, los legajos en donde guardaba los materiales inéditos de mi época. Y ellos también se rieron con una risa breve que me rozó la nuca, ay qué muchachos más discretos, hasta que yo por fin pude dar con el archivador que buscaba. Aquí está, dije, mi vida y de paso lo único que queda de la vida de Cesárea Tinajero. Y entonces ellos, en vez de lanzarse avorazados sobre el archivador a revolver entre los papeles, aquí está lo curioso, señores, se mantuvieron impertérritos y me preguntaron si escribía cartas de amor. De todo, muchachos, les dije dejando el archivador en el suelo y volviendo a llenar mi vaso con mezcal Los Suicidas, cartas de madres a hijos, cartas de hijos a sus padres, cartas de mujeres a sus maridos presos, y cartas de novios, claro, que son las mejores, por lo inocentes, digo yo, o por lo calientes, todo va mezclado como en botica y a veces el escribano pone algo de cosecha propia. Ah, pues que profesión más bonita, dijeron. Después de treinta años en los portales de Santo Domingo ya no lo es tanto, dije yo mientras abría el archivador y comenzaba a husmear entre los papeles, a buscar el único ejemplar que tenía de Caborca, la revista que con tanto sigilo y con tanta ilusión había dirigido Cesárea.

Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, enero de 1977. Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación. Tomemos, por ejemplo, un lector medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de literatura. Bien, ahí está. Ese hombre puede leer aquello que se escribe para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede leer cualquier otra clase de literatura, con ojo crítico, sin complicidades absurdas o lamentables, con desapasionamiento. Eso es lo que yo creo. No quiero ofender a nadie.

Ahora tomemos al lector desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de leer el Werther. Segundo: es un lector limitado. ¿Por qué limitado? Elemental, porque no puede leer más que literatura desesperada o para desesperados, tanto monta, monta tanto, un tipo o un engendro incapaz de leerse de un tirón En busca del tiempo perdido, por ejemplo, o La montaña mágica (en mi modesta opinión un paradigma de la literatura tranquila, serena, completa), o, si a eso vamos, Los miserables o Guerra y paz. Creo que he hablado claro, ¿no? Bien, he hablado claro. Así les hablé a ellos, les dije, les advertí, los puse en guardia contra los peligros a que se enfrentaban. Igual que hablarle a una piedra. Otrosí: los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos. El lector desesperado (más aún el lector de poesía desesperado, ése es insoportable, créanme) acaba por desentenderse de los libros, acaba ineluctablemente convirtiéndose en desesperado a secas. ¡O se cura! Y entonces, como parte de su proceso de regeneración, vuelve lentamente, como entre algodones, como bajo una lluvia de píldoras tranquilizantes fundidas, vuelve, digo, a una literatura escrita para lectores serenos, reposados, con la mente bien centrada. A eso se le llama (y si nadie le llama así, yo le llamo así) el paso de la adolescencia a la edad adulta. Y con esto no quiero decir que cuando uno se ha convertido en un lector tranquilo ya no lea libros escritos para desesperados. ¡Claro que los lee! Sobre todo si son buenos o pasables o un amigo se los ha recomendado. Pero en el fondo ¡lo aburren! En el fondo esa literatura amargada, llena de armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo hasta el corazón como sí consigue una página serena, una página meditada, una página ¡técnicamente perfecta! Y yo se los dije. Se los advertí. Les señalé la página técnicamente perfecta. Les avisé de los peligros. ¡No agotar un filón! ¡Humildad! ¡Buscar, perderse en tierras desconocidas! ¡Pero con cordada, con migas de pan o guijarros blancos! Sin embargo yo estaba loco, estaba loco por culpa de mis hijas, por culpa de ellos, por culpa de Laura Damián, y no me hicieron caso.

Joaquín Vázquez Amaral, caminando por el campus de una universidad del Medio Oeste norteamericano, febrero de 1977. No, no, no, por supuesto que no. Ese muchacho Belano era una persona amabilísima, muy culto, nada agresivo. Cuando yo estuve en México, en 1975, para la presentación en sociedad, si así puede llamársele, de mi traducción de los Cantares de Ezra Pound, publicado en una hermosa edición, ciertamente, en Joaquín Mortiz, libro que en cualquier país europeo hubiera atraído a mucha más gente, él y sus amigos acudieron al acto y luego, y esto es importante, se quedaron de tertulia conmigo, se quedaron a hacerme compañía (un extranjero, una ciudad de alguna manera desconocida, esto siempre se agradece), y nos fuimos a un bar, ya no recuerdo que bar, en el centro sería, por los alrededores de Bellas Artes, y estuvimos hablando de Pound hasta las tantas. Es decir, yo no vi caras conocidas en la presentación, no vi caras ilustres de la poesía mexicana (si las hubo, lamento decirlo, no las reconocí), sólo los vi a ellos, a estos jóvenes soñadores y enérgicos, ¿verdad?, y eso, un extranjero, lo agradece.

¿De qué hablamos? Del maestro, por supuesto, de los días en Saint Elizabeth, de aquel curioso Fenollosa y de la poesía de la dinastía Han y de la dinastía Sui, de Liu Hsiang, de Tung Chung-shu, de Wang Pi, de Tao Chien (Tao Yuan-ming, 365-427), de la poesía de la dinastía Tang, de Han Yu (768-824), de Meng Hao-jan (689-740), de Wang Wei (699-759), de Li Po (701-762), de Tu Fu (712-770), de Po Chu-i (772-846), de la dinastía Ming, de la dinastía Ching, de Mao Tse-tung, en fin, de cosas del maestro Pound que en el fondo ninguno de nosotros conocíamos, ni siquiera el maestro, ¿no?, porque la literatura que él conocía de verdad era la europea, pero qué alarde de fuerza, qué curiosidad tan magnífica la de Pound cuando escarba en esa lengua enigmática, ¿no?, qué fe en la humanidad, ¿verdad? Y también hablamos de poetas provenzales, los de siempre, ya se sabe, Arnaut Daniel, Bertrán de Born, Guiraut de Bornelh, Jaufré Rudel, Guillerm de Berguedá, Marcabrú, Bernart de Ventadorn, Raimbaut de Vaqueiras, el Castellano de Coucy, el enorme Chrétien de Troyes, y también hablamos de los italianos del Dolce Stil Novo, los amiguetes de Dante como quien dice, Ciño da Pistoia, Guido Cavalcanti, Guido Guinizelli, Ceceo Angiolieri, Gianni Alfani, Dino Frescobaldi, pero por encima de todo hablamos del maestro, de Pound en Inglaterra, de Pound en París, de Pound en Rapallo, de Pound prisionero, de Pound en Saint Elizabeth, de Pound de vuelta en Italia, de Pound en el umbral de la muerte…

¿Y después qué pasó? Lo de siempre. Pedimos la cuenta. Insistieron en que yo no colaborara con nada de dinero, pero me negué en redondo, yo también he sido joven y sé que a esa edad, y peor aún si se trata de un poeta, el dinero no abunda, así que puse mi dinero sobre la mesa, suficiente como para pagar todas las consumiciones (éramos unos diez, el joven Belano, ocho amigos suyos, entre ellos dos muchachas preciosas cuyos nombres desgraciadamente he olvidado, y yo), pero ellos, y esto fue, tal vez, ahora que lo pienso, lo único raro de aquella noche, cogieron el dinero y me lo devolvieron y yo volví a poner el dinero sobre la mesa y ellos nuevamente me lo devolvieron y yo entonces les dije muchachos cuando voy a tomar unas copas o unas cocacolas (je je) con mis alumnos nunca permito que éstos paguen, y ésta parrafada la dije con mucho cariño (adoro a mis alumnos y ellos, presumo, me corresponden), pero ellos entonces dijeron: ni se le ocurra, maestro, sólo eso: ni se le ocurra, maestro, y en ese momento, mientras descodificaba esa frase, si se me permite, tan polisémica, observé sus rostros, siete chicos y dos chicas guapísimas, y pensé: no, ellos nunca serían mis alumnos, no sé por qué lo pensé, en realidad habían estado tan correctos, tan simpáticos, pero lo pensé.

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