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A partir de esa noche en cierto sentido funesta comenzamos a vernos con ellos casi a diario. Allí adonde ellos iban, íbamos nosotros. Pronto, creo que una semana después, me invitaron a participar en un recital de poesía del grupo. No había reuniones a las que faltáramos. Y la relación entre Belano y Xóchitl quedó congelada en un gesto cortés, no carente de cierto misterio (misterio que paradójicamente no enturbiaba el progresivo aumento de la barriga de mi compañera), pero que no pasó a más. En realidad, Arturo nunca vio a Xóchitl. ¿Qué fue lo que pasó aquella noche, en el camión que nos transportaba únicamente a nosotros por las calles vacías, por las calles ululantes del DF? No lo sé. Probablemente una joven cuyo embarazo aún no se notaba se enamoró por unas horas de un sonámbulo. Y eso fue todo.

El resto de la historia es más bien vulgar. Ulises y Belano a veces desaparecían del DF. A algunos eso les parecía mal. A otros les daba igual. A mí me parecía bien. En alguna oportunidad Ulises me prestó dinero, el dinero, a rachas, les sobraba y a mí me faltaba. Yo no sé de dónde lo sacaban ni me importa. Belano nunca me prestó dinero. Cuando se marcharon a Sonora intuí que el grupo estaba en vías de desaparecer. Vaya, como si la broma estuviera agotada. No me pareció una mala idea. Mi hijo estaba a punto de nacer y yo había conseguido, por fin, una chamba. Una noche me llamó Rafael a casa y me dijo que habían vuelto, pero que se iban otra vez. De acuerdo, dije, el dinero es suyo, que hagan con él lo que quieran. Esta vez se van a Europa, me dijo Rafael. Perfecto, dije, es lo que deberíamos hacer todos. ¿Y el movimiento?, dijo Rafael. ¿Qué movimiento?, dije yo mirando a Xóchitl dormir. La habitación estaba a oscuras y por la ventana parpadeaba el letrero del hotel como en una pinche película de gángsters, las penumbras en donde el abuelo de mi hijo hacía sus cochinadas. El realismo visceral, cuál otro, dijo Rafael. ¿Qué pasa con el realismo visceral?, dije yo. Eso es lo que digo, dijo Rafael, qué va a pasar con el realismo visceral. ¿Qué va a pasar con la revista que íbamos a sacar, qué va a pasar con todos nuestros proyectos?, dijo Rafael en un tono tan lastimero que si Xóchitl no hubiera estado dormida me hubiera reído a carcajadas. La revista la sacaremos nosotros, le dije, los proyectos seguirán adelante con ellos o sin ellos, le dije. Rafael estuvo un rato sin decir nada. No podemos perder el rumbo, murmuró. Luego volvió a enmudecer. Reflexionaba, supuse. Yo también me quedé en silencio. Pero yo no reflexionaba, yo sabía perfectamente en dónde estaba y qué quería hacer. Y así como yo sabía lo que quería hacer, lo que iba a hacer a partir de entonces, sabía también que Rafael terminaría por encontrar el rumbo. No hay que ponerse histéricos, le dije cuando me cansé de estar allí, en la penumbra, con el teléfono colgando de la oreja. No estoy histérico, dijo Rafael, creo que deberíamos irnos nosotros también. Yo no me muevo de México, dije.

María Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, diciembre de 1976. A mi padre lo tuvimos que internar en un manicomio (mi madre me corrige y dice: clínica psiquiátrica, pero hay palabras que no necesitan ningún barniz: un manicomio es un manicomio) poco antes de que Ulises y Arturo volvieran de Sonora. No sé si lo he dicho, pero se fueron en el coche de mi padre. Según mi madre, ese hecho, que ella califica de sustracción e incluso robo, fue el detonante para que la salud mental de mi padre se fuera al demonio. Yo no estoy de acuerdo. La relación de mi padre con sus posesiones, su casa, su coche, sus libros de arte, su cuenta corriente siempre fue, por lo menos, distante, por lo menos, ambigua. Parecía como si mi padre siempre se estuviera desnudando, siempre quitándose cosas de encima, de buen o de mal grado, pero con tanta mala suerte (o con tanta lentitud) que nunca podía alcanzar la ansiada desnudez. Y eso, como es fácil de comprender, terminaba desquiciándolo. Pero volvamos al asunto del coche. Cuando Ulises y Arturo volvieron, cuando los volví a ver, en el café Quito y poco menos que por casualidad, aunque si yo estaba en ese horrible lugar era porque en el fondo los estaba buscando, cuando los volví a ver, digo, casi no los reconocí. Iban con un tipo al que yo no conocía, un tipo vestido enteramente de blanco y con un sombrero de paja en la cabeza, una cabeza semejante a un palo, y al principio pensé que me habían visto pero que se estaban haciendo los distraídos. Estaban sentados en la esquina del ventanal de Bucareli, junto al espejo y al letrero que pone «Cabrito al horno», pero ellos no comían nada, tenían dos vasos grandes de cafés con leche delante y de vez en cuando daban unos sorbitos desvalidos, como si estuvieran enfermos o muertos de sueño, aunque el tipo de blanco sí que comía, pero no cabrito al horno (de volver a repetir la palabra «cabrito al horno» me entran náuseas), sino enchiladas, las famosas y baratas enchiladas del café Quito, y tenía junto a sí una botella de cerveza. Y yo pensé: se están haciendo los desentendidos, no puede ser que no me hayan visto, ellos han cambiado mucho, pero yo no he cambiado nada. No quieren saludarme. Entonces me puse a pensar en el Impala de mi padre y pensé en lo que mi madre decía, que ese coche se lo habían robado con la mayor sinvergüenzura del mundo, lo nunca visto, y que lo mejor sería poner una denuncia en la policía, y pensé en mi padre, que cuando le hablaban del coche decía cosas incoherentes, por Dios, Quim, le decía mi madre, déjate ya de decir payasadas que estoy cansada de ir de un lado a otro en autobús o en taxi, que al final los desplazamientos me van a salir por un ojo de la cara. Y cuando mi madre decía eso mi pobre papá se reía y le decía ten cuidado, te vas a quedar tuerta. Y mi madre no le veía la gracia pero yo sí que se la veía: él no se refería a que tuviera que pagar un ojo por el transporte, sino a que los taxis y los escasos camiones que mi madre tomaba le fueran a salir por un ojo, como lágrimas o legañas. Contado tal como yo lo cuento probablemente no tenga ninguna gracia, pero dicho por mi padre, de sopetón, con una seguridad, al menos verbal, inusitada, pues sí que era gracioso y divertido. En cualquier caso lo que mi madre pretendía era poner una denuncia para recuperar el Impala y lo que yo pretendía era que no se pusiera ninguna denuncia, pues el coche volvería solo (eso también es divertido, ¿no?), únicamente había que esperar y darle tiempo a Arturo y Ulises para que volvieran, para que lo devolvieran. Y ahora allí estaban, hablando con el tipo vestido de blanco, de regreso en el DF, y no me veían o no me querían ver, de tal manera que yo tuve tiempo de sobras para observarlos y para pensar en lo que tenía que decirles, que mi padre estaba en un manicomio y que devolvieran el coche, aunque a medida que el tiempo pasaba, no sé cuánto rato estuve allí, las mesas de los alrededores se desocupaban y se volvían a ocupar, el tipo de blanco no se quitó nunca el sombrero y su plato de enchiladas parecía eterno, todo se fue enredando dentro de mi cabeza, como si las palabras que yo tenía que decirles fueran plantas y éstas de pronto comenzaran a secarse, a perder color y fuerza, a morirse. Y de nada me valió pensar en mi padre encerrado en el manicomio con una depresión suicida o en mi madre blandiendo la amenaza o el estribillo de la policía como si fuera una porrista de la UNAM (como en sus años estudiantiles efectivamente fue, pobre mamá), porque de pronto yo también empecé a quedarme mustia, a desintegrarme, a pensar (más bien a repetirme, como un tam-tam) que nada tenía sentido, que podía quedarme sentada en esa mesa del café Quito hasta el fin del mundo (cuando yo iba a la preparatoria teníamos un maestro que decía saber exactamente lo que haría si estallaba la Tercera Guerra Mundial: volver a su pueblo, porque allí nunca pasaba nada, probablemente un chiste, no lo sé, pero de alguna manera tenía razón, cuando todo el mundo civilizado desaparezca México seguirá existiendo, cuando el planeta se desvanezca o se desintegre, México seguirá siendo México) o hasta que Ulises, Arturo y el desconocido vestido de blanco se levantaran y se fueran. Pero no pasó nada de eso. Arturo me vio y se levantó, vino a mi mesa y me dio un beso en la mejilla. Luego me preguntó si quería ir a la mesa de ellos o, mucho mejor, esperarlos sentada en donde yo estaba. Le dije que esperaría. De acuerdo, dijo él, y volvió a la mesa del tipo vestido de blanco. Traté de no mirarlos y durante un rato lo logré, pero finalmente levanté la vista. Ulises tenía la cabeza agachada, el pelo le cubría la mitad de la cara, y parecía a punto de caerse dormido. Arturo miraba al desconocido y a veces me miraba a mí y ambas miradas, las que dedicaba al tipo vestido de blanco y las que buscaban mi mesa, eran ausentes, o distantes, como si hace mucho hubiera abandonado el café Quito y sólo su fantasma permaneciera allí, inclemente. Después (¿después de cuánto tiempo?) ellos se levantaron y se sentaron junto a mí. El tipo vestido de blanco ya no estaba. El café se había vaciado. No les pregunté por el coche de mi padre. Arturo me dijo que se iban. ¿Otra vez a Sonora?, les pregunté. Arturo se rió. Su risa fue como un escupitajo. Como si se escupiera sus propios pantalones. No, dijo, mucho más lejos. Ulises viaja esta semana a París. Qué bien, dije, podrá conocer a Michel Bulteau. Y el río más prestigioso del mundo, dijo Ulises. Qué bien, dije yo. No, no está mal, dijo Ulises. ¿Y tú?, le dije a Arturo. Yo me voy un poco después, a España. ¿Y cuándo piensan regresar?, dije yo. Ellos se encogieron de hombros. Quién sabe, María, dijeron. Nunca los había visto tan hermosos. Sé que es cursi decirlo, pero nunca me parecieron tan hermosos, tan seductores. Aunque no hacían nada para seducir. Al contrario: estaban sucios, quién sabe cuánto hacía que no se daban una ducha, cuánto que no dormían, estaban ojerosos y necesitaban un afeitado (Ulises no porque es lampiño), pero yo igual los hubiera besado a los dos, y no sé por qué no lo hice, me hubiera ido a la cama con los dos, a coger hasta perder el sentido, y después a mirarlos dormir y después a seguir cogiendo, lo pensé, si buscamos un hotel, si nos metemos en una habitación oscura, sin límite de tiempo, si los desnudo y ellos me desnudan, todo se arreglará, la locura de mi padre, el coche perdido, la tristeza y la energía que sentía y que por momentos parecía que me asfixiaban. Pero no les dije nada.

4

Auxilio Lacouture, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México DF, diciembre de 1976. Yo soy la madre de la poesía mexicana. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Yo conocí a Arturo Belano cuando él tenía dieciséis años y era un niño tímido y no sabía beber. Yo soy uruguaya, de Montevideo, pero un día llegué a México sin saber muy bien por qué, ni a qué, ni cómo, ni cuándo. Yo llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o 1962. Yo ya no me acuerdo ni de las fechas ni de los peregrinajes, lo único que sé es que llegué a México y ya no me volví a marchar. Yo llegué a México cuando aún estaba vivo León Felipe, qué coloso, qué fuerza de la naturaleza, y León Felipe murió en 1968. Yo llegué a México cuando aún vivía Pedro Garfias, qué gran hombre, qué melancólico era, y don Pedro murió en 1967 o sea que yo tuve que llegar antes de 1967. Pongamos pues que llegué a México en 1965. Definitivamente, yo creo que llegué en 1965 (pero puede que me equivoque) y frecuenté a esos españoles universales, diariamente, hora tras hora, con la pasión de una poetisa y de una enfermera inglesa y de una hermana menor que se desvela por sus hermanos mayores. Y ellos me decían, con ese tono español tan peculiar, como encirculando las z y las c y dejando a las s más huérfanas y libidinosas que nunca: Auxilio, deja ya de trasegar por el piso, Auxilio, deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo siempre se ha avenido con la literatura. Y yo les decía: Don Pedro, León (¡mira qué raro, al más viejo y venerable lo tuteaba; el más joven, sin embargo, como que me intimidaba y no podía quitarle el tratamiento de usted!), déjenme a mí ocuparme de esto, ustedes a lo suyo, sigan escribiendo tranquilos y hagan de cuenta que soy la mujer invisible. Y ellos se reían. O mejor, León Felipe se reía, aunque una no sabía bien, si he de ser sincera, si se estaba riendo o carraspeando o blasfemando, y don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, él no se reía, él me miraba con sus ojos como de lago al atardecer, esos lagos que están en medio del monte y que nadie visita, esos lagos tristísimos y apacibles, tan apacibles que no parecen de este mundo, y decía no te molestes, Auxilio, o gracias, Auxilio, y no decía nada más. Qué hombre más divino. Así que yo los frecuentaba, como digo, sin deslealtades ni pausas, sin agobiarlos mostrándoles mis poemas y tratando de ser útil, pero también hacía otras cosas. Hacía trabajos. Trataba de hacer trabajos. Porque vivir en el DF es fácil, como todo el mundo sabe o cree o se imagina, pero es fácil sólo si tienes algo de dinero o una beca o un trabajo y yo no tenía nada, el largo viaje hasta llegar a la región más transparente me había vaciado de muchas cosas, entre ellas la energía necesaria para trabajar en según qué cosas. Así que lo que hacía era dar vueltas por la universidad, más concretamente por la Facultad de Filosofía y Letras, haciendo trabajos voluntarios, podríamos decir, un día ayudaba a pasar a máquina los cursos del profesor García Liscano, otro día traducía textos del francés en el Departamento de francés, otro día me pegaba como una lapa a un grupo que hacia teatro y me pasaba ocho horas sin exagerar mirando los ensayos, yendo a buscar tortas, manejando experimentalmente los focos. A veces conseguía algún trabajo remunerado, un profesor me pagaba de su sueldo por hacerle, digamos, de ayudante, o los jefes de departamento conseguían que éstos o la facultad me contratara por quince días o por un mes en cargos vaporosos, la mayoría de las veces inexistentes, o las secretarias, qué chicas más simpáticas, se las arreglaban para que sus jefes me fueran pasando chambitas que me permitían ganarme algunos pesos. Esto durante el día. Por las noches hacía una vida bohemia, con mis amigas y mis amigos, lo que me resultaba altamente gratificante e incluso hasta conveniente pues por entonces el dinero escaseaba y a veces no tenía ni para la pensión. Pero por regla general sí tenía. Yo no quiero exagerar. Yo tenía dinero para vivir. Yo era feliz. Yo por el día vivía en la facultad, como una hormiguita o más propiamente como una cigarra, de un lado para otro, de un cubículo a otro cubículo, al tanto de todos los chismes, de todas las infidelidades y divorcios, de todos los planes y proyectos, y por las noches me expandía, me convertía en un murciélago, dejaba la facultad y vagaba por el DF como un duende (me gustaría decir como un hada, pero faltaría a la verdad), y bebía y discutía y participaba en tertulias (yo las conocí todas) y aconsejaba a los poetas jóvenes que ya desde entonces acudían a mí, aunque no tanto como después, y vivía, en una palabra, con mi tiempo, con el tiempo que yo había escogido y con el tiempo que me circundaba, tembloroso, cambiante, pletórico, feliz. Y entonces yo llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí, que sentí su olor en los bares, en febrero o en marzo del 68, pero antes de que el año 68 se convirtiera realmente en año 68. Ay, me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y al mismo tiempo yo no vi nada. ¿Se entiende? Yo estaba en la facultad cuando el ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. Cosa más increíble. Yo estaba en el baño, en los baños de una de las plantas de la facultad, la cuarta, creo, no puedo precisarlo. Y estaba sentada en el water, con las polleras arremangadas, como dice el poema o la canción, leyendo esas poesías tan delicadas de Pedro Garfias, que ya llevaba un año muerto, don Pedro tan melancólico, tan triste de España y del mundo en general, qué se iba a imaginar que yo lo iba a estar leyendo en el baño justo en el momento en que los granaderos conchudos entraban en la universidad. Yo creo, y permítaseme este inciso, que la vida está cargada de cosas maravillosas y enigmáticas. Y de hecho, gracias a Pedro Garfias, a los poemas de Pedro Garfias y a mi inveterado vicio de leer en el baño, yo fui la última en enterarse de que los granaderos habían entrado, de que el ejército había entrado y de que estaban arriando con todo lo que encontraban delante. Digamos que sentí un ruido. ¡Un ruido en el alma! Y digamos que después el ruido fue creciendo y creciendo y que ya para entonces yo presté atención a lo que pasaba, sentí que alguien tiraba de la cadena de un water vecino, sentí un portazo, pasos por el pasillo, y el clamor que subía de los jardines, de ese césped tan bien cuidado que enmarca la facultad como un mar verde a una isla siempre dispuesta a las confidencias y al amor. Y entonces la burbuja de la poesía de Pedro Garfias hizo blip y cerré el libro y me levanté, tiré la cadena, abrí la puerta, hice un comentario en voz alta, dije che, qué pasa afuera, pero nadie me respondió, todas las usuarias del baño habían desaparecido, dije che, ¿no hay nadie?, sabiendo de antemano que nadie me iba a contestar, no sé si conocen la sensación. Y luego me lavé las manos, me miré en el espejo, vi una figura alta, flaca, rubia, con algunas, demasiadas ya, arruguitas en la cara, la versión femenina de don Quijote, como me dijo en una ocasión Pedro Garfias, y después salí al pasillo, y ahí sí que me di cuenta enseguida de que pasaba algo, el pasillo estaba vacío y la gritería que subía por las escaleras era de las que atontan y hacen historia. ¿Qué hice entonces? Lo que cualquier persona, me asomé a una ventana y miré hacia abajo y vi soldados y luego me asomé a otra ventana y vi tanquetas y luego a otra, al fondo del pasillo, y vi furgonetas en donde estaban metiendo a los estudiantes y profesores presos, como en una escena de una película de la Segunda Guerra Mundial mezclada con una de María Félix y Pedro Armendáriz de la Revolución Mexicana, una tela oscura pero con figuritas fosforescentes, como dicen que ven algunos locos o algunas personas en un ataque de miedo. Y entonces yo me dije: quédate aquí, Auxilio. No permitas, nena, que te lleven presa. Quédate aquí, Auxilio, no entres voluntariamente en esa película, nena, si te quieren meter que se tomen el trabajo de encontrarte. Y entonces volví al baño y mira qué curioso, no sólo volví al baño sino que volví al water, justo el mismo en donde estaba antes, y volví a sentarme en la taza del baño, quiero decir: otra vez con la pollera arremangada y los calzones bajados, aunque sin ningún apremio fisiológico (dicen que precisamente en casos así se suelta el estómago, pero no fue ciertamente mi caso), y con el libro de Pedro Garfias abierto, y aunque no quería leer me puse a leer, lentamente, palabra por palabra y verso por verso, y de repente sentí ruidos en el pasillo, ¿ruidos de botas?, ¿ruidos de botas claveteadas?, pero che, me dije, ya es mucha coincidencia, ¿no te parece?, y entonces escuché una voz que decía algo así como que todo estaba en orden, puede que dijera otra cosa, y alguien, tal vez el mismo cabrón que había hablado, abrió la puerta del baño y entró y yo levanté los pies como una bailarina de Renoir, los calzones esposando mis tobillos flacos, enganchados a unos zapatos que entonces tenía, unos mocasines amarillos de lo más cómodos, y mientras esperaba a que el soldado revisara los wáters uno por uno y me disponía, llegado el caso, a no abrir, a defender el último reducto de autonomía de la UNAM, yo, una pobre poetisa uruguaya, pero que amaba México como el que más, mientras esperaba, digo, se produjo un silencio especial, como si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones a la vez, un tiempo puro, ni verbal ni compuesto de gestos o acciones, y entonces me vi a mí misma y vi al soldado que se miraba arrobado en el espejo, los dos quietos como estatuas en el baño de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, y eso fue todo, después sentí sus pisadas que se marchaban, escuché que se cerraba la puerta y mis piernas levantadas, como si decidieran por sí mismas, volvieron a su antigua posición. Debí de permanecer así unas tres horas, calculo. Sé que empezaba a anochecer cuando salí del wáter. La situación era nueva, lo admito, pero yo sabía qué hacer. Yo sabía cuál era mi deber. Así que me encaramé a la única ventana del baño y miré para afuera. Yo vi a un soldado perdido en la lejanía. Yo vi la silueta de una tanqueta o la sombra de una tanqueta. Como el pórtico de la literatura latina, como el pórtico de la literatura griega. Ay, a mí me gusta tanto la literatura griega, desde Píndaro hasta Giorgos Seferis. Yo vi el viento que recorría la universidad como si disfrutara de las últimas claridades del día. Y supe lo que tenía que hacer. Yo supe. Supe que tenía que resistir. Así que me senté sobre las baldosas del baño de mujeres y aproveché los últimos rayos de luz para leer tres poemas más de Pedro Garfias y luego cerré el libro y cerré los ojos y me dije: Auxilio Lacouture, ciudadana del Uruguay, latinoamericana, poeta y viajera, resiste. Sólo eso. Y luego me puse a pensar en mi pasado como ahora pienso en mi pasado. Me puse a pensar en cosas que tal vez a ustedes no les interese de la misma manera que ahora me pongo a pensar en Arturo Belano, en el joven Arturo Belano al que yo conocí cuando tenía dieciséis o diecisiete años, en el año de 1970, cuando yo ya era la madre de la poesía joven de México y él un pibe que no sabía ni beber pero que se sentía orgulloso de que en su lejano Chile hubiera ganado las elecciones Salvador Allende. Yo lo conocí. Yo lo conocí en una ensordecedora reunión de poetas en el bar Encrucijada Veracruzana, atroz huronera o cuchitril, en donde se reunían a veces un grupo heterogéneo de jóvenes y no tan jóvenes promesas. Yo me hice amiga de él. Yo creo que fue porque éramos los dos únicos sudamericanos en medio de tantos mexicanos. Yo me hice amiga de él, pese a la diferencia de edades, ¡pese a la diferencia de todo! Yo le dije quién era T. S. Eliot, quién era William Carlos Williams, quién era Pound. Yo lo llevé una vez a su casa, enfermo, borracho, yo lo llevé abrazado, colgando de mis flacas espaldas, y me hice amiga de su madre y de su padre y de su hermana tan simpática, tan simpáticos todos. Yo lo primero que le dije a su madre fue: señora, yo no me he acostado con su hijo. Y ella dijo: claro que no, Auxilio, pero no me digas señora, si tenemos casi la misma edad. Yo me hice amiga de esa familia. Una familia de chilenos viajeros que había emigrado a México en 1968. Mi año. Yo me quedaba de invitada en la casa de la mamá de Arturo largas temporadas, una vez un mes, otra vez quince días, otra vez un mes y medio. Porque para entonces yo ya no tenía dinero para pagar una pensión o un cuarto de azotea. Yo vivía durante el día en la universidad haciendo mil cosas y por la noche vivía la vida bohemia, y dormía e iba desperdigando mis escasas pertenencias en casas de amigas y amigos, mi ropa, mis libros, mis revistas, mis fotos, yo Remedios Varo, yo Leonora Carrington, yo Eunice Odio, yo Lilian Serpas (ay, pobre Lilian Serpas), y si no me volví loca fue porque siempre conservé el humor, me reía de mis faldas, de mis pantalones cilíndricos, de mis medias rayadas, de mi corte de pelo Príncipe Valiente, cada día menos rubio v mas blanco, de mis ojos azules que escrutaban la noche del DF, de mis orejas rosadas que escuchaban las historias de la universidad, los ascensos y los descensos, los ninguneos, postergaciones, lambisconeos, adulaciones, méritos falsos, temblorosas camas que se desmontaban y se volvían a montar sobre el cielo nocturno del DF, ese cielo que yo conocía tan bien, ese cielo revuelto e inalcanzable como una marmita azteca bajo el cual yo me movía feliz de la vida, con todos los poetas de México y con Arturo Belano que tenía dieciséis o diecisiete años y que empezó a crecer bajo mi mirada, y que en 1973 decidió volver a su patria a hacer la revolución. Y yo fui la única, aparte de su familia, que lo luc a despedir a la estación de autobuses, pues él se marchó por tierra, un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo, y cuando Arturito Belano se asomó a la ventanilla del autobús para hacernos adiós con la mano, no sólo su madre lloró, yo también lloré y esa noche dormí en casa de su familia, más que nada para hacerle compañía a su madre, pero a la mañana siguiente me fui, aunque no tenía adónde ir, salvo a los bares y a las cafeterías y a las cantinas de siempre, pero igual me fui, no me gusta abusar. Y cuando Arturo regresó, en 1974, ya era otro. Allende había caído y él había cumplido, eso me lo contó su hermana. Arturito había cumplido su conciencia, su terrible conciencia de machito latinoamericano, en teoría no tenía nada que reprocharse. Se había presentado como voluntario el 11 de septiembre. Había hecho una guardia absurda en una calle vacía. Había salido de noche, había visto cosas, luego, días después, en un control policial había caído detenido. No lo torturaron, pero estuvo preso unos días y durante esos días se comportó como un hombre. Su conciencia debía estar tranquila. En México lo esperaban sus amigos, la noche del DF, la vida de los poetas. Pero cuando volvió ya no era el mismo. Comenzó a salir con otros, gente más joven que él, mocosos de dieciséis años, de diecisiete, de dieciocho, conoció a Ulises Lima (mala compañía, pensé cuando lo vi), comenzó a reírse de sus antiguos amigos, a perdonarles la vida, a mirarlo todo como si él fuera el Dante y acabara de volver del Inferno, qué digo el Dante, como si él fuera el mismísimo Virgilio, un chico tan sensible, comenzó a fumar marihuana, vulgo mota y a trasegar con sustancias que prefiero ni imaginármelas. Pero de todas maneras, en el fondo, lo sé, seguía siendo tan simpático como siempre. Y así cuando nos encontrábamos, por pura casualidad, porque ya no salíamos con las mismas personas, me decía qué tal Auxilio, o me gritaba Socorro, ¡Socorro!, ¡¡Socorro!!, desde la acera de enfrente de la avenida Bucareli, dando saltos como un chango con un taco en la mano o con un trozo de pizza en la mano, y siempre en compañía de esa Laura Jáuregui que era guapísima pero que tenía el corazón más negro que una viuda negra y de Ulises Lima y de ese otro chilenito, Felipe Müller, y a veces hasta me animaba y me unía a su grupo, pero ellos hablaban en glíglico, aunque se notaba que me querían, se notaba que sabían quién era yo, pero hablaban en glíglico y así es difícil seguir los meandros y avatares de una conversación, lo que finalmente me hacía seguir mi camino. ¡Pero que nadie crea que se reían de mí! ¡Me escuchaban! Mas yo no hablaba el glíglico y los pobres niños eran incapaces de abandonar su jerga. Los pobres niños abandonados. Porque ésa era la situación: nadie los quería. O nadie los tomaba en serio. O a veces una tenía la impresión de que ellos se tomaban demasiado en serio. Y un día me dijeron: Arturito Belano se marchó de México. Y añadieron: esperemos que esta vez no vuelva. Y eso me dio mucha rabia porque yo siempre lo había querido y creo que probablemente insulté a la persona que me lo dijo (al menos, mentalmente), pero antes tuve la sangre fría de preguntar adonde se había ido. Y no me lo supieron decir: a Australia, a Europa, al Canadá, a un lugar de ésos. Y yo entonces me puse a pensar en él, me puse a pensar en su madre, tan generosa, en su hermana, en las tardes en que hacíamos empanadas en su casa, en la vez en que yo hice fideos y para que los fideos se secaran los colgamos por todas partes, en la cocina, en el comedor, en el living chiquitito que tenían en la calle Abraham González. Yo no puedo olvidar nada, dicen que ése es mi problema. Yo soy la madre de los poetas de México. Yo soy la única que aguantó en la universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército entraron. Yo me quedé sola en la facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de diez días, durante más de quince días, ya no lo recuerdo. Yo me quedé con un libro de Pedro Garfias y mi bolso, vestida con una blusita blanca y una falda plisada celeste y tuve tiempo de sobras para pensar y pensar. Pero no pude pensar entonces en Arturo Belano porque todavía no lo conocía. Yo me dije: Auxilio Lacouture, resiste, si sales te meten presa (y probablemente te deportan a Montevideo, porque como es lógico no tienes los papeles en regla, boba), te escupen, te apalean. Yo me dispuse a resistir. A resistir el hambre y la soledad. Yo dormí las primeras horas sentada en el water, el mismo que había ocupado cuando todo empezó y que en mi desvalimiento creía que me daba suerte pero dormir sentada en un trono es incomodísimo y terminé acurrucada sobre las baldosas. Yo tuve sueños, no pesadillas, sueños musicales, sueños de preguntas transparentes, sueños de aviones esbeltos y seguros que cruzaban Latinoamérica de punta a punta por un brillante y frío cielo azul. Yo desperté aterida y con un hambre de los mil demonios. Yo miré por la ventana, por el ventanuco de los lavabos y vi la mañana de un nuevo día en trozos de campus como trozos de puzzle. Yo me dediqué aquella primera mañana a llorar y a dar gracias a los ángeles del cielo de que no hubieran cortado el agua. No te enfermes, Auxilio, me dije, bebe todo el agua que quieras, pero no te enfermes. Yo me dejé caer en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, y abrí otra vez el libro de Pedro Garfias. Mis ojos se cerraron. Debí de quedarme dormida. Luego sentí pasos y me oculté en mi water (ese water es el cubículo que nunca tuve, ese water fue mi trinchera y mi palacio del Duino, mi epifanía de México). Luego leí a Pedro Garfias. Luego me quedé dormida. Luego me puse a mirar por el ojo de buey y vi nubes muy altas, y pensé en los cuadros del Dr. Atl y en la región más transparente. Luego me puse a pensar en cosas lindas. ¿Cuántos versos me sabía de memoria? Me puse a recitar, a murmurar los que recordaba y me hubiera gustado poder anotarlos, pero aunque llevaba un Bic no llevaba papel. Luego pensé: boba, pero si tienes el mejor papel del mundo tu disposición. Así que corté papel higiénico y me puse a escribir. Luego me quedé dormida y soñé, ay qué risa, con Juana de Ibarbourou, soñé con su libro La rosa de los vientos, de 1930, y también con su primer libro, Las lenguas de diamante, qué título más bonito, bellísimo, casi como si fuera un libro de vanguardia, un libro francés escrito el año pasado, pero Juana de América lo publicó en 1919, es decir a la edad de veintisiete años, qué mujer más interesante debió de ser entonces, con todo el mundo a su disposición, con todos esos caballeros dispuestos a cumplir elegantemente sus órdenes (caballeros que ya no existen, aunque Juana aún exista), con todos esos poetas modernistas dispuestos a morirse por la poesía, con tantas miradas, con tantos requiebros, con tanto amor. Luego me desperté. Pensé: yo soy el recuerdo. Eso pensé. Luego me volví a dormir. Luego me desperté y durante horas, tal vez días, estuve llorando por el tiempo perdido, por mi infancia en Montevideo, por rostros que aún me turban (que hoy incluso me turban más que antes) y sobre los cuales prefiero no hablar. Luego perdí la cuenta de los días que llevaba encerrada. Desde mi ventanuco veía pájaros, árboles o ramas que se alargaban desde sitios invisibles, matojos, hierba, nubes, paredes, pero no veía gente ni oía ruidos, y perdí la cuenta del tiempo que llevaba encerrada. Luego comí papel higiénico, tal vez recordando a Charlot, pero sólo un trocito, no tuve estómago para comer más. Luego descubrí que ya no tenía hambre. Luego cogí el papel higiénico en donde había escrito y lo tiré al water y tiré la cadena. El ruido del agua me hizo dar un salto y entonces pensé que estaba perdida. Pensé: pese a toda mi astucia y a todos mis sacrificios estoy perdida. Pensé: qué acto poético destruir mis escritos. Pensé: mejor hubiera sido tragármelos, ahora estoy perdida. Pensé: la vanidad de la escritura, la vanidad de la destrucción. Pensé: porque escribí, resistí. Pensé: porque destruí lo escrito me van a descubrir, me van a pegar, me van a violar, me van a matar. Pensé: ambos hechos están relacionados, escribir y destruir, ocultarse y ser descubierta. Luego me senté en el trono y cerré los ojos. Luego me dormí. Luego me desperté. Tenía todo el cuerpo acalambrado. Me moví lentamente por el baño, me miré al espejo, me peiné, me lavé la cara. Ay, qué mala cara tenía. Como la que tengo ahora, háganse una idea. Luego escuché voces. Creo que hacía mucho que no escuchaba nada. Me sentí como Robinson cuando descubre la huella en la arena. Pero mi huella era una voz y una puerta que se cerraba de golpe, mi huella era un alud de canicas de piedra lanzadas de improviso por el pasillo. Luego Lupita, la secretaria del profesor Fombona, abrió la puerta y nos quedamos mirándonos, las dos con la boca abierta pero sin poder articular palabra. De la emoción, yo creo, me desmayé. Cuando volví a abrir los ojos me encontré instalada en la oficina del profesor Rius (¡qué guapo y valiente que era y es Rius!), entre amigos y caras conocidas, entre gente de la universidad y no soldados, y eso me pareció tan maravilloso que me puse a llorar, incapaz de formular un relato coherente de mi historia, pese a los requerimientos de Rius, que parecía a la par escandalizado y agradecido de lo que yo había hecho. Y eso es todo, amiguitos. La leyenda se esparció en el viento del DF y en el viento del 68, se fundió con los muertos y con los sobrevivientes y ahora todo el mundo sabe que una mujer permaneció en la universidad cuando fue violada la autonomía en aquel año hermoso y aciago. Y muchas veces yo he escuchado la historia, contada por otros, en donde aquella mujer que estuvo quince días sin comer, encerrada en un baño, es una estudiante de Medicina o una secretaria de la Torre de Rectoría y no una uruguaya sin papeles y sin trabajo y sin una casa donde descansar. Y a veces ni siquiera es una mujer sino un hombre, un estudiante maoísta o un profesor con problemas gastrointestinales. Y cuando yo escucho esas historias, esas versiones de mi historia, generalmente (sobre todo si no estoy bebida) no digo nada. ¡Y si estoy borracha le quito importancia al asunto! Eso no es importante, les digo, eso es folklore universitario, eso es folklore del DF, y entonces ellos me miran y dicen: Auxilio, tú eres la madre de la poesía mexicana. Y yo les digo (si estoy bebida, les grito) que no, que no soy la madre de nadie, pero que, eso sí, los conozco a todos, a todos los jóvenes poetas del DF, a los que nacieron aquí y a los que llegaron de provincias, y a los que el oleaje trajo de otros lugares de Latinoamérica, y que los quiero a todos.

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