Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, noviembre de 1976. A veces ellos desaparecían, pero nunca por más de dos o tres días. Cuando les preguntabas adonde iban, contestaban que a buscar provisiones. Eso era todo, acerca de eso nunca hablaban de más. Por supuesto, algunos, los más cercanos, sabíamos si no adonde iban sí qué era lo que hacían durante esos días. A algunos les daba igual. A otros les parecía mal, decían que era un comportamiento lumpen. El lumpenismo: enfermedad infantil del intelectual. Y a otros pues les parecía bien, mayormente porque Lima y Belano eran generosos con el dinero mal ganado. Entre éstos últimos estaba yo. Las cosas no me iban bien. Xóchitl, mi compañera, estaba embarazada de tres meses. Yo no tenía trabajo. Vivíamos en un hotel cerca del Monumento a la Revolución, en la calle Montes, que pagaba el padre de ella. Un cuarto con baño y una cocina pequeñita pero que al menos nos permitía hacernos la comida allí mismo, lo que resultaba mucho más económico que salir cada día a comer fuera. El cuarto, más bien un departamentito, ya lo tenía el padre de Xóchitl mucho antes de que ésta quedara embarazada y nos lo cediera. Yo creo que lo usaba de picadero o algo así. Nos lo pasó, pero antes nos hizo prometerle que nos casaríamos. Yo dije que sí de inmediato, creo que incluso hasta lo juré. Xóchitl prefirió no decir nada y mirar a su padre a los ojos. Un ruco interesante, este hombre. Muy mayor, podía perfectamente haber pasado por su abuelo, pero es que además tenía una pinta que provocaba escalofríos. Al menos, la primera vez que lo veías. Yo sentí escalofríos, vaya. Era grande y macizo, muy grande, cosa curiosa porque Xóchitl es baja de estatura y de huesos delicados. Pero su padre era grande y tenía la piel muy arrugada y muy morena (ahí sí, igual que Xóchitl) y siempre que lo vi iba vestido con traje y corbata, a veces con un traje azul oscuro y otras con uno marrón. Dos trajes de buena calidad, pero no nuevos. En ocasiones, sobre todo de noche, encima del traje se ponía una gabardina. Cuando Xóchitl me lo presentó, cuando le fuimos a pedir ayuda, el viejo me miró y luego me dijo ven, quiero hablar contigo a solas. Ya la amolamos, pensé, pero qué iba a hacer, lo seguí y me dispuse a aguantar lo que fuera. Pero el viejo lo único que me dijo fue que abriera la boca. ¿Qué?, dije yo. Abre la boca, dijo él. Así que abrí la boca y el viejo me miró y me preguntó cómo había perdido los tres dientes que me faltan. En una pelea en la prepa, le dije. ¿Y mi hija te conoció así?, dijo él. Sí, dije, ya estaba así cuando me conoció. Carajo, dijo, pues te debe querer mucho. (El viejo había dejado de vivir con la familia de mi compañera desde que ésta tenía seis años, pero una vez al mes ella y sus hermanas lo iban a ver.) Luego dijo: si la dejas te mato. Me lo dijo mirándome a los ojos, con sus ojillos de rata -hasta las pupilas parecían arrugadas en esa cara- fijos en los míos, pero sin subir la voz, como un pinche gángster de una película de Orol, que es lo que en el fondo probablemente era. Yo, por supuesto, le juré que nunca la iba a dejar, y menos ahora que iba a ser la madre de mi hijo, y con esto ya pusimos fin a nuestro diálogo particular. Volvimos con Xóchitl, el viejo nos dio la llave de su picadero, nos aseguró que por el alquiler no nos preocupáramos, que eso era asunto suyo, y nos pasó un fajo de billetes para que fuéramos tirando.
Fue un descanso cuando se marchó, fue un descanso saber que teníamos un techo bajo el cual vivir. Pero pronto descubrimos que el dinero del viejo apenas nos alcanzaba para sobrevivir. Quiero decir que Xóchitl y yo teníamos algunos gastos extras, algunas necesidades extras que la pensión paterna no cubría. Por ejemplo, no gastábamos en ropa, nos acostumbramos sin mayores problemas a llevar la misma ropa de siempre, pero gastábamos en cine, en obras de teatro, en camiones y metro (aunque la verdad es que al vivir en el centro a casi todos los lugares nos trasladábamos a pie) que generalmente tomábamos para ir a los talleres de poesía de la Casa del Lago o de la universidad. Porque estudiar, lo que se dice estudiar, no estudiábamos, pero no hubo taller al que no nos asomáramos por lo menos una vez, fue como una fiebre la que nos dio por los talleres, nos hacíamos un par de tortas y allí nos presentábamos tan contentos, escuchábamos la lectura de poemas, escuchábamos las críticas, a veces también nosotros criticábamos, Xóchitl más que yo, y luego salíamos, ya de noche, y mientras nos encaminábamos a la parada del camión o del metro o bien echábamos a andar directamente a casa, pues entonces nos comíamos nuestras tortas, disfrutando de la noche del DF, una noche que a mí siempre me ha parecido preciosa, generalmente las noches aquí son frescas, brillantes, pero no frías, noches hechas para pasear o para coger, noches hechas para platicar sin apuro, que era lo que yo hacía con Xóchitl, platicar del hijo que íbamos a tener, de los poetas a los que habíamos escuchado recitar, de los libros que estábamos leyendo.
Fue precisamente en un taller de poesía en donde conocimos a Ulises Lima y a Rafael Barrios y a Piel Divina. Era la primera o la segunda vez que nosotros asistíamos y era la primera vez que Ulises aparecía por allí, y cuando el taller terminó nos hicimos amigos y nos fuimos caminando juntos y luego tomamos un camión juntos y mientras Piel Divina intentaba seducir a Xóchitl yo escuchaba a Ulises Lima y él me escuchaba a mí y Rafael asentía a lo que decía Ulises y a lo que decía yo y era, verdaderamente, como si hubiera encontrado un alma gemela, un poeta de verdad, un poeta de pies a cabeza, que podía explicar con claridad lo que yo sólo intuía y deseaba y soñaba, y ésa fue una de las mejores noches de mi vida y cuando llegamos a casa no podíamos dormir, Xóchitl y yo, y estuvimos hablando hasta las cuatro de la mañana. Más tarde conocí a Arturo Belano, a Felipe Müller, a María Font, a Ernesto San Epifanio y a los demás, pero ninguno me impresionó tanto como Ulises. Por supuesto, no sólo Piel Divina intentó llevarse a la cama a mi compañera, también hicieron lo que pudieron Pancho y Moctezuma Rodríguez, e incluso Rafael Barrios. Yo a veces le decía a Xóchitl: por qué no les dices que estás embarazada, igual se desalientan y te dejan tranquila, pero ella se reía y decía que no le molestaba que la cortejaran. Bueno, allá tú, le decía yo. No soy celoso. Pero una noche, lo recuerdo con claridad, fue Arturo Belano el que intentó ligarse a Xóchitl, y eso sí que me entristeció de verdad. Yo sabía que ella no se iba a ir a la cama con ninguno, pero la actitud de ellos me molestaba. Era básicamente como si me menospreciaran por mi aspecto físico. Era como si pensaran: a esta chava no le puede gustar este pobre desgraciado sin dientes. Como si los dientes tuvieran algo que ver con el amor. Pero con Arturo Belano fue distinto. A Xóchitl le divertía que la cortejaran, pero aquella vez fue distinto, fue mucho más que una diversión para ella. Todavía no conocíamos a Arturo Belano, aquélla fue la primera vez, antes habíamos oído hablar mucho de él, pero por una causa o por otra todavía no nos lo habían presentado. Y esa noche apareció y todo el grupo tomó un camión vacío a altas horas de la noche (¡un camión en donde sólo iban real visceralistas!) rumbo a un guateque o a una obra de teatro o a un recital de alguien, ya no lo recuerdo, y Belano se sentó junto a Xóchitl en el camión y se la pasaron hablando durante todo lo que duró el trayecto, y yo me di cuenta, yo que iba unos cuantos asientos más atrás, tembloroso, junto a Ulises Lima y al chavo Bustamante, me di cuenta que la cara de Xóchitl era distinta, ahora sí que se sentía bien, qué digo, estaba encantada de que Belano estuviera sentado junto a ella, dedicándole el cien por cien de su tiempo, mientras los demás, pero sobre todo los que ya antes habían intentado llevársela a la cama, miraban la escena de refilón, igual que yo, sin dejar de conversar, sin dejar de mirar las calles semivacías y la puerta del camión cerrada a cal y canto, como si fuera la puerta de un horno crematorio, sin dejar de hacer, digo, las cosas que estuvieran haciendo, pero con todos los sentidos puestos en lo que ocurría en los asientos de mi Xóchitl y de Arturo Belano. Y la atmósfera en un momento determinado se volvió tan frágil, tan sostenida por agujas, que yo pensé estos pendejos deben saber algo que yo no sé, aquí pasa algo raro, no es normal que el pinche camión circule como una sombra por las calles del DF, no es normal que no se suba nadie, no es normal que sin venir a cuento me ponga a alucinar. Pero me aguanté, como siempre hago, y finalmente no ocurrió nada. Después Rafael Barrios, qué cara tiene, me dijo que Belano no sabía que Xóchitl era mi compañera. Yo le contesté que no había pasado nada y que si hubiera pasado algo era asunto de ella, Xóchitl vive conmigo, no es mi esclava, le dije. Pero ahora viene la parte curiosa del asunto: a partir de esa noche, la noche en que Belano tuvo tantas atenciones para con mi compañera (sólo le faltó besarla en la boca) en aquel trayecto nocturno y solitario, nadie más intentó ligar con ella. Absolutamente nadie. Como si los cabrones se hubieran visto retratados en la figura de su pinche líder y lo que vieron no les gustara. Y otra cosa que he de añadir: el flirteo de Belano sólo duró lo que duró el interminable trayecto del camión, es decir fue algo inocente, puede que entonces ni siquiera supiera que el chimuelo que iba unos asientos más atrás fuera el compañero de la chava con la que estaba ligando, pero Xóchitl sí que lo sabía y su actitud al recibir, digamos, los requiebros del chileno, fue diferente a como, por ejemplo, soportaba los requiebros de Piel Divina o Pancho Rodríguez, es decir, con éstos uno notaba que Xóchitl se divertía, se lo pasaba bien, se reía, pero con Belano su perfil, el sesgo de su rostro que me fue dado observar aquella noche, traslucía unas emociones bien distintas. Y esa noche, en el hotel, me pareció observar en Xóchitl una expresión más pensativa y ausente que de costumbre. Pero no le dije nada. Creí comprender el motivo. Así que me puse a hablar de otras cosas: de nuestro hijo, de los poemas que íbamos a escribir ella y yo, del futuro, en una palabra. Y no hablé de Arturo Belano ni de los problemas verdaderos que nos aguardaban, como por ejemplo que yo encontrara trabajo, que tuviéramos dinero para alquilar una casa, que pudiéramos mantenernos a nosotros mismos y a nuestro hijo. No, yo hablé, como todas las noches, de poesía, de creación, y del realismo visceral, un movimiento literario que a mi espíritu, a mi disposición frente a la realidad le venía como anillo al dedo.