Esa noche, antes de acostarme, leí el cuestionario. Las preguntas típicas de un joven entusiasta e ignorante. Hice, esa misma noche, un borrador con mis respuestas. Al día siguiente lo pasé todo en limpio. Tres días más tarde, tal como habíamos convenido, vino él a buscar el cuestionario. La criada lo hizo pasar pero le dijo, por expresa instrucción mía, que yo no estaba. Luego le entregó el paquete que yo tenía preparado para él: el cuestionario con mis respuestas y dos libros míos que no me atreví a dedicarle (creo que hoy los jóvenes desdeñan estos sentimentalismos). Los libros eran Andamios interiores y Urbe. Yo estaba al otro lado de la puerta, escuchando. La criada dijo: esto le ha dejado el señor Maples. Silencio. Arturo Belano debió de coger el paquete y mirarlo. Debió de hojear los libros. Dos libros publicados hace tanto tiempo y con las páginas (excelente papel) sin cortar. Silencio. Debió de mirar por encima el cuestionario. Después oí que daba las gracias a la criada y se marchaba. Si vuelve a visitarme, pensé, estaré justificado, si un día aparece por mi casa, sin anunciarse, para conversar conmigo, para oírme contar mis viejas historias, para poner sus poemas a mi consideración, estaré justificado. Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación. Nunca volvió.
Bárbara Patterson , en una habitación del Hotel Los Claveles, avenida Niño Perdido esquina Juan de Dios Peza, México DF, septiembre de 1976. Viejo puto mamón de las almorranas de su puta madre, le vi la mala fe desde el principio, en sus ojillos de mono pálido y aburrido, y me dije este cabrón no va a dejar pasar la oportunidad de escupirme, hijo de su chingada madre. Pero yo soy tonta, siempre he sido una tonta y una ingenua y bajé la guardia. Y pasó lo que pasa siempre. Borges. John Dos Passos. Un vómito como al descuido empapando el pelo de Bárbara Patterson. Y el pendejo encima me miró como con pena, como diciendo estos bueyes sólo me han traído a esta gringa de ojos desvaídos para cagarle encima, y Rafael también me miró y ni se inmutó el enano ojete, como si ya estuviera acostumbrado a que me faltara el respeto cualquier viejo rancio de pedos, cualquier viejo estreñido de la Literatura Mexicana. Y luego va el viejo puto y dice que no le gusta el magnetófono, con lo que me costó conseguirlo, y los lambiscones dicen okey, no hay problema, redactamos aquí mismo un cuestionario, señor Gran Poeta del Pleistoceno, señor, en vez de bajarle los pantalones y meterle el magnetófono por el culo. Y el viejo se pavonea y enumera a sus amigos (todos medio muertos o muertos del todo) y se dirige a mí llamándome señorita, como si así pudiera arreglar la guacarada, el vómito que me corría por la blusa y por los bluejeans y, bueno, ya no tuve fuerzas ni para contestarle cuando se puso a hablarme en inglés, sólo sí o no o no sé, sobre todo no sé, y cuando nos marchamos de su casa, una mansión, yo diría, ¿y de dónde salió el dinero, puto jodedor de ratas muertas, de dónde sacaste el dinero para comprarte esta casa?, le dije a Rafael que teníamos que hablar, pero Rafael dijo que quería seguir rolando con Arturo Belano, y yo le dije pinche cabrón necesito hablar contigo, y él dijo más tarde, Barbarita, más tarde, como si yo fuera una niña a la que violaba todas las noches en los lugares más indecentes y no una mujer diez centímetros más alta y por lo menos con quince kilos más de peso que él (tengo que ponerme a dieta pero con esta puta comida mexicana quién puede), y entonces le dije necesito hablar contigo ahora y el padrote de mierda hace como que se toca los huevos, se me queda mirando y me dice ¿qué le pasa, muñeca?, ¿algún problema imprevisto?, y por suerte Belano y Requena iban más adelante y no lo oyeron y sobre todo no me vieron, porque supongo que mi martirizada jeta se debió de descomponer, al menos yo sentí que estaba cambiando, que en mis ojos se inyectaba una dosis letal de odio, y entonces le dije chinga a tu madre, pendejo, por no decirle algo peor, y me di la vuelta y me fui. Esa tarde me la pasé llorando. Yo estaba en México dizque para hacer un curso de posgrado sobre la obra de Juan Rulfo, pero en un recital de poesía en la Casa del Lago conocí a Rafael y nos enamoramos en el acto. O eso fue lo que me pasó a mí, de Rafael no estoy tan segura. Esa misma noche lo arrastré hasta el hotel Los Claveles, donde aún vivo, y cogimos hasta reventar. Bueno, Rafael es un poco gandul, pero yo no y me las arreglé para tenerlo en forma hasta que las primeras luces del día se desparramaron (como desmayadas o fulminadas, qué amaneceres más raros tiene esta puta ciudad) por Niño Perdido. Al día siguiente ya no fui a la universidad y me la pasé platicando a diestra y siniestra con todos los real visceralistas, que entonces todavía eran unos chavos más o menos sanos, más o menos enfermos, y que todavía no se llamaban real visceralistas. Me gustaron. Parecían beats. Me gustó Ulises Lima, Belano, María Font, me gustó un poco menos el puto presumido de Ernesto San Epifanio. Bueno, me gustaron. Yo quería pasármelo bien y con ellos la diversión estaba asegurada. Conocí a mucha gente, gente que poco a poco se fue alejando del grupo. Conocí a una norteamericana, de Kansas (yo soy de California), la pintora Catalina O'Hara, con la que no llegué a intimar demasiado. Una puta presumida que se creía la mamá del invento. Una puta que se las daba de revolucionaria sólo porque estuvo en Chile cuando pasó lo del golpe. Bueno, la conocí poco después de que se separara de su marido y todos los poetas iban como locos detrás de ella. Hasta Belano y Ulises Lima que eran claramente asexuales o que se lo montaban discretamente entre ellos, ya sabes, yo te lamo, tú me lames, sólo un poquito y paramos, parecían estar locos por la jodida vaquera. Rafael también. Pero yo cogí a Rafael y le dije: si me entero que te acuestas con esa puta te corto los huevos. Y Rafael se reía y decía cómo me vas a cortar los huevos, cariño, si yo sólo te quiero a ti, pero hasta sus ojos (que eran lo mejor de Rafael, unos ojos árabes, de jaimas y oasis) parecían decirme lo contrario. Estoy contigo porque me das para mis gastos. Estoy contigo porque pones la lana. Estoy contigo porque por ahora no tengo a nadie mejor con quien estar y con quien coger. Y yo le decía: Rafael, cabrón, pinche buey, hijo de la chingada, cuando tus amigos desaparezcan yo seguiré estando contigo, yo me doy cuenta, cuando te quedes solo y con los huevos al aire, seré yo la que estará a tu lado y te ayudará. No los viejos putos podridos en sus recuerdos y sus citas literarias. Y menos tus gurús de pacotilla (¿Arturo y Ulises?, decía él, pero si no son mis gurús, gringa lépera, son mis amigos), que tal como yo veo las cosas un día de éstos desaparecerán. ¿Y por qué van a desaparecer?, decía él. No lo sé, le decía, por puta vergüenza, por pena, por embarazo, por apocamiento, por indecisión, por cortedad, por verecundia y no sigo porque mi español es pobre. Entonces él se reía y me decía eres una bruja, Bárbara, ándele, póngase a terminar su tesis sobre Rulfo, yo ahora me voy pero ahorita vuelvo, y yo en vez de hacerle caso me tiraba en la cama y me ponía a llorar. Todos te van a dejar, Rafael, le gritaba desde la ventana de mi cuarto en el hotel Los Claveles mientras Rafael se perdía entre el gentío, menos yo, cabrón, menos yo.
Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. ¿Y qué dijeron Manuel, Germán y Arqueles?, les pregunté. ¿Qué dijeron de qué?, dijo uno de ellos. De Cesárea, pues, dije yo. Poca cosa. Maples Arce apenas la recordaba, lo mismo Arqueles Vela. List dijo que sólo la conoció de nombre, cuando Cesárea Tinajero estaba en México él vivía en Puebla. Según Maples era una muchacha muy joven, muy callada. ¿Y no les contó nada más? No, nada más. ¿Y Arqueles? Lo mismo, nada. ¿Y cómo han llegado hasta mí? Por List, dijeron, él nos dijo que usted, que tú, Amadeo, debías saber algo más de ella. ¿Y qué les dijo Germán de mí? Que tú sí la habías conocido, que antes de pasarte al estridentismo tú formaste parte del grupo de Cesárea, el realismo visceral. También nos habló de una revista, una revista que publicó Cesárea por aquellos tiempos, Caborca nos dijo que se llamaba. Ah, qué Germán, dije yo y me serví otra copa de Los Suicidas, al paso que íbamos la botella no iba a llegar al anochecer. Pero tomen con confianza y sin apuro, muchachos, que si esa botella no llega bajamos a comprar otra. Claro, no iba a ser como la que estábamos bebiendo, pero peor es nada. Ay, qué lástima que ya no hagan mezcal Los Suicidas, qué lástima que pase el tiempo, ¿verdad?, qué lástima que nos muramos y que nos hagamos viejos y que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros al galope.
Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, octubre de 1976. Ahora que los días se van sucediendo, con frialdad, con la frialdad de los días que se van sucediendo, puedo decir, sin rencores de ninguna especie, que Belano era romántico, a menudo cursi, un buen amigo de sus amigos, supongo, confío, aunque nadie sabía realmente qué era lo que pensaba, probablemente ni él. Ulises Lima, por el contrario, era mucho más radical y más cordial. A veces parecía el hermanito menor de Vaché, otras un extraterrestre. Olía raro. Lo sé, lo puedo decir, lo puedo afirmar, porque en dos inolvidables ocasiones se bañó en mi casa. Precisemos: no olía mal, olía de forma extraña, como si acabara de salir de un pantano y de un desierto al mismo tiempo. Humedad y sequedad al límite, el caldo primigenio y la llanura desolada y muerta. ¡Al mismo tiempo, caballeros! ¡Un olor verdaderamente inquietante! Aunque a mí, por razones que no viene al caso recordar, me irritaba. Su olor, digo. Caracterológicamente, Belano era extravertido y Ulises introvertido. Es decir, yo me parecía más a éste. Belano se sabía mover entre los tiburones mucho mejor que Lima, qué duda cabe, mucho mejor que yo. Quedaba mejor, sabía maniobrar, era más disciplinado, fingía con mayor naturalidad. El bueno de Ulises era una bomba de relojería y lo que, socialmente hablando, es peor: todo el mundo sabía o intuía que era una bomba de relojería y nadie, como es obvio y disculpable, lo quería tener demasiado cerca. Ay, Ulises Lima… Escribía todo el tiempo, es lo que más recuerdo de él, en los márgenes de los libros que sustraía y en papeles sueltos que solía perder. Y nunca escribía poemas, escribía versos que luego, con suerte, ensamblaba en largos poemas extraños… Belano, por el contrario, escribía en cuadernos… Todavía me deben dinero…