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Entonces yo me senté otra vez y dije vamos a ver, vamos a ver, ¿qué es eso del contrato? Es que Belano se nos marcha pasado mañana, dijo Vargas Pardo, y hay que dejar esto solucionado. ¿Adonde se nos marcha?, dije. A Europa, pues, dijo Vargas Pardo, a probar rajitas escandinavas (la mala educación, para Vargas Pardo, es sinónimo de franqueza y hasta de honestidad). ¿A Suecia?, dije yo. Más o menos, dijo Vargas Pardo, a Suecia, a Dinamarca, a pasar frío por allí. ¿Y no le podemos mandar el contrato?, sugerí. No, pues, Lisandro, si él se marcha a Europa sin dirección fija y además quiere dejar esto solucionado. Y el cabrón de Vargas Pardo me guiñó un ojo y acercó su cara a la mía (¡pensé que me iba a besar el grandísimo puto encubierto!) y yo no pude, no supe dar un salto atrás, pero Vargas Pardo lo único que quería era hablarme al oído, susurrarme unas palabras de complicidad. Y lo que me dijo fue que no había que pagar ningún adelanto, que firmara, que firmara ahorita mismo, no fuera a echarse para atrás y darle el libro a la competencia. Y yo hubiera querido decirle: me vale verga que le dé el libro a la competencia, ojalá que se lo dé a ellos, así se hunden antes que yo, pero en lugar de decirle eso sólo tuve fuerzas para preguntarle con un hilo de voz: ¿este chavo está drogado o qué? Y Vargas Pardo se rió estruendosamente y nuevamente me secreteó: algo así, Lisandro, algo así, bueno, esas cosas nunca se saben, pero lo importante es el libro y aquí está, así que no dilatemos más la firma del contrato. ¿Pero es prudente…?, alcancé a secretear yo. Y entonces Vargas Pardo separó su carota de la mía y me contestó con la voz de siempre, el estentóreo vozarrón amazónico como él mismo, en un alarde inconcebible de narcisismo, lo definía, por supuesto, por supuesto, dijo. Y luego se acercó al poeta y lo palmeó en la espalda, qué tal Belano, le dijo, y el joven chileno lo miró a él y luego me miró a mí y una sonrisa de estúpido le iluminó la cara. Una sonrisa de subnormal, una sonrisa de lobotomizado, cielo santo. Y entonces entró Martita, mi secretaria, y puso sobre la mesa las dos copias del contrato, y Vargas Pardo se puso a buscar un bolígrafo para que Belano firmara, ándele, una firmita, pero es que no tengo bolígrafo, dijo Belano, una pluma fuente para el poeta, pues, dijo Vargas Pardo. Como concertados, todos los bolígrafos habían desaparecido de mi oficina. Por supuesto, yo llevaba un par en el bolsillo del saco, pero no los quise sacar. Si no hay firma, no hay contrato, pensé. Pero Martita buscó entre los papeles de mi mesa y halló uno. Belano firmó. Yo firmé. Ahora un apretón de manos y asunto concluido, dijo Vargas Pardo. Estreché la mano del chileno. Observé su rostro. Sonreía. Se estaba cayendo de sueño y sonreía. ¿Dónde había visto antes esa sonrisa? Miré a Vargas Pardo como preguntándole dónde había visto antes esa maldita sonrisa. La sonrisa inerme por excelencia, la que nos arrastra a todos hasta el infierno. Pero Vargas Pardo ya se estaba despidiendo del chileno. ¡Le daba consejos para cuando estuviera en Europa! ¡Rememoraba el maricón sus años juveniles cuando estuvo en la marina mercante! ¡Incluso Martita le reía las anécdotas! Comprendí que no había nada que hacer. El libro se publicaría.

Y yo que siempre fui un editor valiente acepté esa señal de vergüenza en la mera frente.

Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, marzo de 1977. Antes de marcharse vino a mi casa. Debían de ser las siete de la tarde. Yo estaba sola, mi madre había salido. Arturo me dijo que se iba y que ya no iba a volver. Le dije que le deseaba suerte, pero ni siquiera le pregunté adonde se iba. Creo que él me preguntó por mis estudios, qué tal me iba en la universidad, en Biología. Le dije que estupendo. Me dijo: he estado en el norte de México, en Sonora, creo que también en Atizona, pero la verdad es que no lo sé. Eso dijo y luego se rió. Una risa corta y seca, como de conejo. Sí, parecía drogado, pero a mí me consta que él no se drogaba. Ulises Lima sí, ése tomaba lo que fuera y además, qué curioso, apenas se le notaba y una no podía nunca asegurar cuándo Ulises estaba drogado y cuándo no. Pero Arturo era muy distinto, él no se drogaba, si no lo sé yo quién lo va saber. Y después volvió a decirme que se iba. Y yo le dije, antes de que él siguiera, que me parecía magnífico, no hay nada como viajar y conocer mundo, ciudades distintas y cielos distintos, y él me dijo que el cielo era igual en todas partes, las ciudades cambiaban pero el cielo era el mismo, y yo le dije que eso no era verdad, que yo creía que no era verdad y que además él mismo tenía un poema en donde hablaba de los cielos pintados por el Dr. Atl, diferentes de otros cielos de la pintura o del planeta o algo así. La verdad es que ya no tenía ganas de discutir. Al principio había fingido que no me interesaban sus planes, su plática, todo lo que tuviera que decirme, pero luego descubrí que en realidad no me interesaba, que todo lo que tenía que ver con él me aburría sobremanera, que lo que verdaderamente quería era que se marchara y me dejara estudiar tranquila, esa tarde tenía mucho que estudiar. Y entonces él dijo que le daba tristeza viajar y conocer el mundo sin mí, que siempre había pensado que yo iría con él a todas partes, y nombró países como Libia, Etiopía, Zaire, y ciudades como Barcelona, Florencia, Avignon, y entonces yo no pude sino preguntarle qué tenían que ver esos países con esas ciudades, y él dijo: todo, tienen que ver en todo, y yo le dije que cuando fuera bióloga ya tendría tiempo y además dinero, porque no pensaba dar la vuelta al mundo en autostop ni durmiendo en cualquier sitio, de ver esas ciudades y esos países. Y él entonces dijo: no pienso verlos, pienso vivir en ellos, tal como he vivido en México. Y yo le dije: pues allá tú, que seas feliz, vive en ellos y muérete en ellos si quieres, yo ya viajaré cuando tenga dinero. Entonces te faltará tiempo, dijo él. No me faltará tiempo, dije yo, al contrario, seré dueña de mi tiempo, haré con mi tiempo lo que me dé la gana. Y él dijo: ya no serás joven. Lo dijo casi a punto de llorar, y verlo así, tan amargado, me dio coraje y le grité: a ti qué te importa lo que haga con mi vida, con mis viajes o con mi juventud. Y él entonces me miró y se dejó caer en un asiento, como si de improviso se diera cuenta de que estaba muriéndose de cansancio. Murmuró que me amaba, que nunca me podría olvidar. Después se levantó (veinte segundos después de hablar, a lo sumo) y me dio una bofetada en la mejilla. El sonido resonó en toda la casa, estábamos en la primera planta pero yo oí cómo el sonido de su mano (cuando la palma de su mano ya no estaba en mi mejilla) subía por las escaleras y entraba en cada una de las habitaciones de la segunda planta, se descolgaba por las enredaderas, rodaba como muchas canicas de cristal por el jardín. Cuando reaccioné cerré el puño derecho y se lo estampé en la cara. Él apenas se movió. Pero su brazo fue lo suficientemente rápido como para propinarme otra bofetada. Hijo de puta, le dije, maricón, cobarde, y lancé un ataque descoordinado de puñetazos, arañazos y patadas. Él no hizo nada para esquivar mis golpes. ¡Masoca de mierda!, le grité y seguí golpeándolo y llorando, cada vez más fuerte, hasta que las lágrimas sólo me permitieron ver brillos y sombras, pero no una imagen determinada del bulto contra el que se estrellaban mis golpes. Después me senté en el suelo y seguí llorando. Cuando levanté la vista Arturo estaba junto a mí, la nariz le sangraba, lo recuerdo, un hilillo de sangre bajaba hasta el labio superior y de allí hasta la comisura y de allí hasta la barbilla. Me has hecho daño, dijo, esto duele. Lo miré y parpadeé varias veces. Esto duele, dijo él y suspiró. ¿Y tú a mí qué?, dije yo. Entonces él se agachó y quiso tocarme la mejilla. Yo di un salto. No me toques, le dije. Perdóname, dijo. Ojalá te mueras, dije. Ojalá me muera, dijo él, y luego dijo: seguro que me voy a morir. No estaba hablando conmigo. Yo me puse a llorar otra vez, y a medida que lloraba cada vez tenía más ganas de llorar, y lo único que era capaz de decir era que se fuera de mi casa, que desapareciera, que no volviera a poner los pies allí nunca más. Lo oí suspirar y cerré los ojos. La cara me ardía pero más que dolor lo que sentía era humillación, era como si hubiera recibido las dos bofetadas en mi orgullo, en mi dignidad de mujer. Supe que nunca se lo iba a perdonar. Arturo se levantó (estaba de rodillas a mi lado) y lo oí dirigirse al baño. Cuando volvió se enjugaba la sangre de la nariz con un trozo de papel higiénico. Le dije que se fuera, que ya no quería volver a verlo. Me preguntó si ya estaba más calmada. Contigo nunca voy a estar calmada, le dije. Entonces él se dio media vuelta, tiró el pedazo de papel manchado de sangre (como la compresa de una puta drogadicta) al suelo y se marchó. Aún permanecí unos minutos más llorando. Intenté pensar en todo lo que había pasado. Cuando me sentí mejor me levanté, fui al baño, me miré al espejo (tenía la mejilla izquierda enrojecida), me preparé un café, puse música, salí al jardín a comprobar que la puerta estuviera bien cerrada, luego fui a buscar algunos libros y me instalé en el salón. Pero no podía estudiar así que llamé por teléfono a una amiga de la facultad. Por suerte la encontré. Durante un rato estuvimos platicando de cualquier cosa, ya no me acuerdo de qué, de su novio, creo, y de repente, mientras ella hablaba vi el pedazo de papel higiénico que Arturo había utilizado para limpiarse la sangre. Lo vi tirado en el suelo, arrugado, blanco con pintas rojas, un objeto casi vivo, y sentí unas náuseas enormes. Como pude le dije a mi amiga que tenía que dejarla, que estaba sola en mi casa y que estaban llamando a la puerta. No abras, me dijo, puede ser un ladrón o un violador o más probablemente ambas cosas. No abriré, le dije, sólo voy a ir a ver quién es. ¿Tiene barda tu casa?, dijo mi amiga. Una barda enorme, dije. Luego colgué y atravesé el salón rumbo a la cocina. Allí no supe qué hacer. Fui al baño de abajo. Corté un trozo de papel higiénico y volví al salón. El papel ensangrentado seguía allí pero no me hubiera extrañado encontrarlo ahora debajo de un sillón o bajo la mesa del comedor. Con el papel que tenía en la mano cubrí el papel ensangrentado de Arturo y luego lo cogí todo con dos dedos, lo llevé al water y tiré de la cadena.

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Rafael Barrios, café Quito, calle Bucareli, México DF, mayo de 1977. Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria (con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revés si eres zurdo), madrigales, poemas-novela, sonetos cuya última palabra siempre es la misma, mensajes de sólo tres palabras escritos en las paredes («No puedo más», «Laura, te amo», etc.), diarios desmesurados, mail-poetry, projective verse, poesía conversacional, antipoesía, poesía concreta brasileña (escrita en portugués de diccionario), poemas en prosa policíacos (se cuenta con extrema economía una historia policial, la última frase la dilucida o no), parábolas, fábulas, teatro del absurdo, pop-art, haikús, epigramas (en realidad imitaciones o variaciones de Catulo, casi todas de Moctezuma Rodríguez), poesía-desperada (baladas del Oeste), poesía georgiana, poesía de la experiencia, poesía beat, apócrifos de bp-Nichol, de John Giorno, de John Cage (A Yearfrom Monday), de Ted Berrigan, del hermano Antoninus, de Armand Schwerner (The Tablets), poesía letrista, caligramas, poesía eléctrica (Bulteau, Messagier), poesía sanguinaria (tres muertos como mínimo), poesía pornográfica (variantes heterosexual, homosexual y bisexual, independientemente de la inclinación particular del poeta), poemas apócrifos de los nadaístas colombianos, horazerianos del Perú, catalépticos de Uruguay, tzantzicos de Ecuador, caníbales brasileños, teatro Nó proletario… Incluso sacamos una revista… Nos movimos… Nos movimos… Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien.

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