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– Ya la regó, don Crispín -dije.

– Hombre, no te lo tomes a mal, sé que soy viejo y por eso te propongo una transacción, digamos que una recompensa.

– ¿Es usted homosexual, don Crispín?

La pregunta, apenas formulada, supe que era estúpida y me sonrojé. No esperé su respuesta. ¿Se ha creído que yo soy homosexual? ¿No lo eres?, dijo don Crispín.

– Ay, ay, ay, qué metida de pata, por Dios, perdóname, hombre -dijo don Crispín y se echó a reír.

Mis ganas de salir huyendo de La Batalla del Ebro que experimenté al principio se evaporaron. Don Crispín me pidió que le dejara la silla porque la risa le podía provocar un ataque al corazón. Cuando se calmó, entre renovadas excusas, me dijo que lo comprendiera, que él era un homosexual tímido (¡para no hablar ya de mi edad, Juanito!) y que había perdido toda la práctica en el difícil cuando no enigmático arte de ligar. Debes pensar, y con razón, que soy un burro, dijo. Después me confesó que hacía por lo menos cinco años que no se acostaba con nadie. Antes de irme, por las molestias, insistió en regalarme la obra completa de Sófocles y Esquilo editada por Porrúa. Le dije que no había sido ninguna molestia, pero me pareció impertinente no aceptar su regalo. La vida es una mierda.

16 de diciembre

He enfermado de verdad. Rosario me ha obligado a quedarme en la cama. Antes de irse a trabajar ha salido a pedir prestado un termo a una vecina y me ha dejado medio litro de café. También cuatro aspirinas. Tengo fiebre. He empezado y terminado dos poemas.

17 de diciembre

Hoy ha venido a verme un médico. Ha mirado el cuarto, ha mirado mis libros y luego me ha tomado la presión y me ha tocado por diferentes partes del cuerpo. Después se ha puesto a hablar con Rosario en un rincón, en susurros, moviendo los hombros para dar mayor fuerza a sus palabras. Al marcharse le dije a Rosario que cómo era eso de que hiciera venir a un médico sin antes consultármelo. ¿Cuánto te has gastado?, le dije. Eso no importa, papacito, sólo importas tú.

18 de diciembre

Esta tarde estaba temblando de fiebre cuando la puerta se abrió y apareció mi tía y luego mi tío seguidos por Rosario. Creí que alucinaba. Mi tía se arrojó a la cama, en donde me cubrió de besos. Mi tío se mantuvo firme, esperó a que mi tía se desahogara y luego me palmoteo en un hombro. No tardaron en empezar las amenazas, las recriminaciones y los consejos. En una palabra, querían que me marchara a casa de inmediato o en su defecto a un hospital en donde pretendían someterme a una revisión exhaustiva. Me negué. Al final hubo amenazas y cuando se marcharon yo me reía a gritos y Rosario lloraba como una Magdalena.

19 de diciembre

A primera hora vinieron a visitarme Requena, Xóchitl, Rafael Barrios y Bárbara Patterson. Les pregunté quién les había dado mi dirección. Ulises y Arturo, dijeron. O sea, que ya han aparecido, dije. Han aparecido y han vuelto a desaparecer, dijo Xóchitl. Están terminando una antología de poetas jóvenes mexicanos, dijo Barrios. Requena se rió. No era verdad, según él. Lástima: por un momento me sentí esperanzado de que incluyeran textos míos en esa antología. Lo que están haciendo es juntando dinero para marcharse a Europa, dijo Requena. ¿Juntando cómo? Pues vendiendo mota a diestro y siniestro, dijo Requena. El otro día los vi por Reforma con un morral repleto de Golden Acapulco. No lo puedo creer, dije yo, pero recordé que la última vez que los vi llevaban, en efecto, un morral. Me dieron un poco, dijo Jacinto, y sacó algo de hierba. Xóchitl dijo que no me convenía fumar en el estado en que me encontraba. Le dije que no se preocupara, que ya me sentía mucho mejor. Tú eres la que no debe fumar, dijo Jacinto, si no quieres que nuestro hijo salga tarado. Xóchitl dijo que la marihuana no tenía por qué dañar al feto. No fumes, Xóchitl, dijo Requena. Lo que perjudica al feto son las malas ondas, dijo Xóchitl, la mala comida, el alcohol, los maltratos a la madre, no la marihuana. Por si acaso, tú no fumes, dijo Requena. Si ella quiere fumar que fume, dijo Bárbara Patterson. Chingada gringa, no se meta, dijo Barrios. Cuando hayas parido, haz lo que quieras, pero ahora te aguantas, dijo Requena. Mientras fumábamos Xóchitl se fue a sentar en un rincón del cuarto, junto a unas cajas de cartón en donde Rosario guardaba la ropa que no se ponía. Arturo y Ulises no están ahorrando dinero, dijo (aunque también están juntando una reservita, para qué lo vamos a negar), sino dándole los últimos toques a un asunto que va a dejar a todos con la boca abierta. La miramos esperando más noticias. Pero Xóchitl se quedó callada.

20 de diciembre

Esta noche he cogido con Rosario tres veces. Ya estoy sano. Sin embargo, y más que nada para satisfacerla a ella, sigo tomando las medicinas que compró.

21 de diciembre

Sin novedad. La vida parece haberse detenido. Todos los días hago el amor con Rosario. Cuando ella se va a trabajar, escribo y leo. Por las noches salgo a dar vueltas por los bares de Bucareli. A veces me paso por el Encrucijada y las meseras me atienden el primero. A las cuatro de la mañana vuelve Rosario (cuando tiene el turno de noche) y comemos algo ligero en nuestro cuarto, generalmente cosas que ella ya trae preparadas del bar. Luego hacemos el amor hasta que ella se duerme y yo me pongo a escribir.

22 de diciembre

Hoy he salido temprano a dar un paseo. Mi primera intención era dirigir mis pasos a la librería La Batalla del Ebro y platicar hasta la hora de comer con don Crispín, pero al llegar la librería estaba cerrada. Así que me puse a caminar sin rumbo, disfrutando del sol de la mañana y casi sin darme cuenta llegué a la calle Mesones, en donde está la librería Rebeca Nodier. Pese a que en mi primera visita ya había descartado esta librería como un objetivo apreciable, decidí entrar. No había nadie. Un aire viciado, dulzón, envolvía los libros y las estanterías. Sentí unas voces provenientes de la rebotica, por lo que deduje que la ciega se hallaba enfrascada en la resolución de algún negocio. Decidí esperar hojeando libros viejos. Allí estaba Ifigenia cruel y El plano oblicuo y los Retratos reales e imaginarios, además de los cinco volúmenes de Simpatías y diferencias, de Alfonso Reyes, y Prosas dispersas, de Julio Torri, y un libro de cuentos, Mujeres, de un tal Eduardo Colín del que jamás he oído hablar, y Li-Po y otros poemas, de Tablada, y los Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, de Renato Leduc, y los Incidentes melódicos del mundo irracional, de Juan de la Cabada, y Dios en la tierra y Los días terrenales, de José Revueltas. Pronto me cansé y tomé asiento en una sillita de mimbre. Me acababa de sentar cuando oí un grito. Lo primero que pensé fue que estaban asaltando a Rebeca Nodier y sin meditar lo que hacía me lancé hacia el interior de la librería. Tras la puerta me esperaba una sorpresa. Ulises Lima y Arturo Belano examinaban sobre una mesa un viejo catálogo y al irrumpir yo en la habitación levantaron las cabezas y por primera vez los vi sorprendidos de verdad. Junto a ellos, doña Rebeca miraba el cielorraso en una actitud pensativa o evocadora. No le había pasado nada. Fue ella la que gritó, pero su grito no fue de miedo sino de sorpresa.

23 de diciembre

Hoy no pasó nada. Y si pasó algo es mejor callarlo, pues no lo entendí.

24 de diciembre

Una navidad infame. Llamé a María. ¡Por fin he podido hablar con ella! Le conté lo de Lupe y dijo que lo sabía todo. ¿Qué es lo que sabes?, le dije.

– Pues que abandonó a su chulo y que por fin se decidió a estudiar en la Escuela de Danza -dijo.

– ¿Sabes dónde está viviendo?

– En un hotel -dijo María.

– ¿Sabes en qué hotel?

– Claro que lo sé. En La Media Luna. Voy todas las tardes a verla, la pobre está muy sola.

– No, no está muy sola, tu padre ya se encarga de hacerle compañía -dije.

– Mi padre es un santo y está dejándose el pellejo por escuincles despreciables como tú -dijo.

Quise saber a qué se refería con la frase «dejándose el pellejo».

– A nada.

– ¡Dime qué mierdas quieres decir!

– No grites -dijo ella.

– ¡Quiero saber en dónde estoy! ¡Quiero saber con quién hablo!

– No grites -insistió ella.

Después dijo que tenía que hacer y colgó.

25 de diciembre

He decidido no volver a acostarme con María nunca más, sin embargo las fiestas navideñas, la agitación que se percibe en la gente que camina por las calles del centro, los planes de la pobre Rosario (dispuesta a pasar el año nuevo en una sala de fiestas, conmigo, por supuesto, y bailando), no hacen sino renovar mis ganas de ver a María, de desnudarla, de sentir sus piernas otra vez sobre mi espalda, de golpear (si así ella me lo demandara) sus nalgas respingonas y perfectas.

26 de diciembre

– Hoy te tengo una sorpresa, papuchi -anunció Rosario nada más llegar a casa.

Se puso a besarme, dijo repetidas veces que me quería, prometió que dentro de poco se iba a poner a leer un libro cada quincena para estar «a mi altura», lo que acabó por abochornarme, y terminó confesándome que nadie antes la había hecho tan feliz.

Debo de estar haciéndome viejo, pues sus excesos verbales me ponen la piel de gallina.

Media hora después salimos y nos fuimos caminando hasta los baños públicos El Amanuense Azteca, en la calle Lorenzo Boturini.

Ésa era la sorpresa.

– Hay que estar bien limpitos ahora que se acerca el año nuevo -dijo Rosario guiñándome un ojo.

De buena gana la hubiera abofeteado allí mismo y luego me hubiera marchado para no volverla a ver nunca más en mi vida. (Tengo los nervios a flor de piel.)

Sin embargo, cuando traspusimos las puertas de cristal esmerilado de los baños, el mural o fresco que coronaba la recepción captó mi atención con una fuerza misteriosa.

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