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– Muy bien, García Madero, como debe de ser. Ya te regalaré el libro de Laura Damián.

– ¿Qué tal, eh? -Lupe me mostró el papel a mí. Había escrito la palabra angustia a la perfección.

– Mejor imposible -dije.

– Zarrapastrosa -dijo Quim.

– ¿Mande?

– Escribe la palabra zarrapastrosa -dijo Quim.

– Híjole, ésa sí que es difícil -dijo Lupe y se aplicó de inmediato.

– De esto, entonces, ni una palabra a mis hijas. A ninguna de las dos, cuento con tu palabra, García Madero.

– Por supuesto -dije.

– Ahora lo mejor es que te vayas. Voy a seguir un ratito dándole clases de español a esta burra y luego yo también me pondré en acción.

– De acuerdo, Quim, entonces ahí nos vemos.

Al levantarme la cama se movió y Lupe murmuró algo, pero no alzó los ojos del papel en el que escribía. Vi un par de borrones. Se estaba esforzando.

– Si ves a Arturo o a Ulises diles que lo que han hecho no está nada bien.

– Si los veo -dije yo encogiéndome de hombros.

– No es una buena manera de hacer amigos. Ni de conservarlos.

Hice como que me reía.

– ¿Necesitas dinero, García Madero?

– No, Quim, para nada, gracias.

– Ya sabes que cuentas conmigo. Yo también fui joven y alocado. Ahora vete. Nosotros de aquí a un ratito nos vestiremos y saldremos a comer algo.

– Mi bolígrafo -dije.

– ¿Qué? -dijo Quim.

– Me voy. Quiero mi bolígrafo.

– Déjala que termine -dijo Quim mirando a Lupe por encima del hombro.

– A ver, qué tal -dijo Lupe.

– Mal escrito -dijo Quim-, te tendría que dar unos cuantos azotes.

Pensé en la palabra zarrapastroso. Creo que yo tampoco la hubiera sabido escribir bien a la primera. Quim se levantó y fue al baño. Cuando salió llevaba en la mano un lapicero negro y oro. Me guiñó un ojo.

– Devuélvele el bolígrafo y escribe con esto -dijo.

Lupe me devolvió mi Bic. Adiós, le dije. No me devolvió el saludo.

13 de diciembre

Llamé a María. Hablé con la criada. No está la señorita María. ¿Cuándo llegará? Ni idea, de parte de quién. No quise darle mi nombre y colgué. Estuve en el café Quito a ver si aparecía alguien por allí, pero fue inútil. Volví a llamar a María. Nadie contestó el teléfono. Me fui caminando hasta Montes, donde vive Jacinto. No había nadie. Comí una torta en la calle y terminé dos poemas empezados ayer. Nueva llamada al domicilio de los Font. Esta vez contestó una voz de mujer inidentificable. Pregunté si era la señora Font.

– No, no soy -dijo la voz con un tono que me erizó los pelos.

Evidentemente, no era la voz de María. Tampoco era la de la criada con quien hacía poco había hablado. Sólo me quedaba Angélica o una extraña, tal vez la amiga de una de las hermanas.

– ¿Bueno, con quién hablo?

– ¿Con quién quiere hablar? -dijo la voz.

– Con María o con Angélica -dije yo sintiéndome al mismo tiempo estúpido y atemorizado.

– Soy Angélica -dijo la voz-. ¿Con quién hablo?

– Con Juan -dije yo.

– Qué tal, Juan. ¿Cómo estás?

No puede ser Angélica, pensé, es absolutamente imposible. Pero también pensé que en esa casa estaban todos locos y que sí que podía ser posible.

– Estoy bien -dije temblando-. ¿Está María?

– No está -dijo la voz.

– Bueno, ya volveré a llamar -dije.

– ¿Quieres dejarle un recado?

– ¡No! -dije y colgué.

Me tomé la temperatura con la mano. Debía de tener fiebre. En ese momento deseé estar con mis tíos, en mi casa, estudiando o viendo la tele, pero comprendí que no había vuelta atrás, que sólo tenía a Rosario y el cuarto de vecindad de Rosario.

Sin que me diera cuenta creo que me puse a llorar. Caminé al azar por las calles del DF y cuando quise orientarme me hallaba en medio de unas calles desangeladas de la colonia Anáhuac, entre arbolitos agonizantes y paredes descascaradas. Me metí en una cafetería de la calle Texcoco y pedí un café con leche. Me lo sirvieron tibio. No sé cuánto tiempo estuve allí.

Cuando salí ya era de noche.

Desde otro teléfono público volví a llamar a casa de las Font. Contestó la misma voz de mujer.

– Hola, Angélica, soy Juan García Madero -dije.

– Hola -dijo la voz.

Sentí náuseas. En la calle unos niños jugaban al fútbol.

– He visto a tu padre -dije-. Estaba con Lupe.

– ¿Cómo?

– En el hotel en donde tenemos a Lupe. Tu padre estaba allí.

– ¿Qué hacía allí? -Una voz sin inflexiones, como si estuviera hablando con la luna, pensé.

– Le hacía compañía -dije.

– ¿Lupe está bien?

– Como una rosa -dije-. El que no parecía muy bien era tu papá. Me pareció que había llorado, aunque cuando yo llegué se puso mejor.

– Ah -dijo la voz-. ¿Y por qué lloraría?

– No lo sé -dije-. Tal vez de arrepentimiento. O tal vez de vergüenza. Me pidió que no te lo dijera.

– ¿Que no me dijeras qué?

– Que lo había visto allí.

– Ah -dijo la voz.

– ¿Cuándo llegará María? ¿Sabes dónde está?

– En la Escuela de Danza -dijo la voz-. Y yo ahorita me iba también.

– ¿Adonde?

– A la universidad.

– Bueno, adiós, entonces.

– Adiós -dijo la voz.

Volví caminando hasta Sullivan. Cuando cruzaba Reforma, a la altura de la estatua de Cuauhtémoc, oí que me llamaban.

– Arriba las manos, poeta García Madero.

Al volverme vi a Arturo Belano y a Ulises Lima y me desmayé.

Cuando desperté estaba en el cuarto de Rosario, acostado, con Ulises y Arturo a cada lado de la cama intentando vanamente que bebiera una infusión que acababan de prepararme. Les pregunté qué había pasado, dijeron que me había desmayado, que vomité y que luego me puse a decir incoherencias. Les conté lo de mi llamada telefónica a casa de las Font. Dije que fue eso lo que me puso enfermo. Al principio no me creyeron. Después escucharon con atención una versión detallada de mis últimas aventuras y dieron su veredicto.

Según ellos, el problema radicaba en que no fue Angélica la persona con la que yo había hablado.

– Y eso, además, tú lo sabías, García Madero, por eso te pusiste enfermo -dijo Arturo-, de la pinche impresión.

– ¿Qué es lo que sabía?

– Que era otra persona y no Angélica -dijo Ulises.

– No, yo no lo sabía -dije.

– Inconscientemente sí -dijo Arturo.

– ¿Pero entonces quién era?

Arturo y Ulises se rieron.

– En realidad, la solución es muy fácil y divertida.

– No me amenaces más y suéltalo -dije.

– Piensa un poco -dijo Arturo-. A ver, utiliza la cabeza, ¿era Angélica?, evidentemente no, ¿era María?, menos. ¿Quién queda? La sirvienta, pero ella a la hora en que tú llamaste no está en casa y además ya antes habías hablado con ella y hubieras reconocido su voz, ¿verdad?

– Verdad -dije-. La sirvienta seguro que no.

– ¿Quién queda? -dijo Ulises.

– La mamá de María y Jorgito.

– No creo que fuera Jorgito, ¿verdad?

– No, Jorgito no pudo ser -admití.

– ¿Y a María Cristina la ves haciendo ese teatro?

– ¿Se llama María Cristina la mamá de María?

– Ése es su nombre -dijo Ulises.

– No, la neta es que no, ¿pero entonces quién? Ya no queda nadie.

– Alguien lo suficientemente loco como para imitar la voz de Angélica -dijo Arturo y me miró-. La única persona en esa casa capaz de hacer una broma perturbadora.

Los contemplé a ambos mientras la respuesta poco a poco iba formándose en mi cabeza.

– Caliente, caliente… -dijo Ulises.

– Quim -dije yo.

– No hay otro -dijo Arturo.

– ¡Qué hijo de la chingada!

Más tarde recordé la historia del sordomudo que me contó Quim y pensé en los maltratadores de niños que en su infancia han sido niños maltratados. Aunque ahora que lo escribo no consigo ver con la misma claridad que entonces la relación causa-efecto entre el sordomudo y el cambio de personalidad de Quim. Después salí hecho una fiera a la calle y gasté varias monedas en inútiles llamadas a casa de María. Hablé con su mamá, con la sirvienta, con Jorgito y a última hora de la noche con Angélica (esta vez sí, la Angélica de verdad), pero nunca estaba María, y Quim no se quiso poner al teléfono en ninguna ocasión.

Durante un rato Belano y Ulises Lima me acompañaron. Mientras hacía las primeras llamadas telefónicas les di a leer mis poemas. Dijeron que no estaban mal. La purga del real visceralismo es sólo una broma, dijo Ulises. ¿Pero los purgados saben que se trata sólo de eso? Claro que no, entonces no tendría ninguna gracia, dijo Arturo. ¿Así que no hay nadie expulsado? Claro que no. ¿Y ustedes qué han estado haciendo todo este tiempo? Nada, dijo Ulises.

– Hay un hijo de puta que nos quiere pegar -reconocieron más tarde.

– Pero ustedes son dos y él sólo uno.

– Pero nosotros no somos violentos, García Madero -dijo Ulises-. Al menos, yo no, y Arturo ahora tampoco.

Por la noche, entre llamada y llamada a casa de las Font, estuve con Jacinto Requena y Rafael Barrios en el café Quito. Les conté lo que me habían dicho Belano y Ulises. Deben de estar averiguando cosas de Cesárea Tinajero, dijeron.

14 de diciembre

A los real visceralistas nadie les da NADA. Ni becas ni espacios en sus revistas ni siquiera invitaciones para ir a presentaciones de libros o recitales.

Belano y Lima parecen dos fantasmas.

Si simón significa sí y nel significa no, ¿qué significa simonel?

Hoy no me siento muy bien.

15 de diciembre

A don Crispín Zamora no le gusta hablar de la guerra de España. Le pregunté, entonces, la razón por la que bautizó su librería con un nombre que evoca hechos marciales. Confesó que no se lo puso él, sino el propietario anterior, un coronel de la República que se cubrió de gloria en dicha batalla. En las palabras de don Crispín descubro un deje de ironía. Le hablo, a petición suya, del realismo visceral. Después de hacer algunas observaciones del tipo «el realismo nunca es visceral», «lo visceral pertenece al mundo onírico», etcétera, que más bien me desconciertan, postula que a los muchachos pobres no nos queda otro remedio que la vanguardia literaria. Le pregunto a qué se refiere exactamente con la expresión «muchachos pobres». Yo no soy precisamente un ejemplar de «muchacho pobre». Al menos no en el DF. Pero luego pienso en el cuarto de vecindad que Rosario comparte conmigo y mi desacuerdo inicial comienza a desvanecerse. El problema con la literatura, como con la vida, dice don Crispín, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón. Hasta allí tenía la impresión de que don Crispín hablaba por hablar. De hecho, yo estaba sentado en una silla mientras él no paraba de moverse cambiando libros de lugar o quitándole el polvo a rimeros de revistas. En determinado momento, sin embargo, don Crispín se volvió y me preguntó cuánto le cobraría por acostarme con él. He visto que no andas sobrado de pesos y sólo por eso me atrevo a hacerte esta proposición. Me quedé helado.

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