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El artista anónimo había pintado a un indio pensativo escribiendo en una hoja o en un pergamino. Aquél, sin duda, era el Amanuense Azteca. Detrás del amanuense se extendían unas termas en cuyas albercas, dispuestas de tres en fondo, se bañaban indios y conquistadores, mexicanos del tiempo de la colonia, el cura Hidalgo y Morelos, el emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota, Benito Juárez rodeado de amigos y enemigos, el presidente Madero, Carranza, Zapata, Obregón, soldados de distintos uniformes o desuniformados, campesinos, obreros del DF y actores de cine: Cantinflas, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Aceves Mejía, María Félix, Tin-Tan, Resortes, Calambres, Irma Serrano y otros que no reconocí pues estaban en las albercas más lejanas y ésos sí que eran verdaderamente chiquititos.

– ¿Padre, no?

Me quedé con los brazos en las caderas. Extático.

La voz de Rosario me hizo dar un respingo.

Antes de internarnos por los pasillos, con nuestras toallitas y jabones, descubrí también que a cada lado del mural una muralla de piedra circundaba las termas. Y tras las murallas, en una especie de llano o mar solidificado, vi animales borrosos, tal vez fantasmas de animales (o tal vez fantasmas botánicos) que acechaban las murallas y se multiplicaban en un sitio hirviente y al mismo tiempo silencioso.

27 de diciembre

Hemos vuelto a El Amanuense Azteca. Un éxito. Los reservados consisten en una diminuta habitación enmoquetada, con una mesa, un perchero y un diván, y una cabina de cemento en donde está la ducha y el vapor. La llave de paso del vapor, como en una película de nazis, está a ras de suelo. La puerta que separa ambos cubículos es gruesa y a la altura de la cabeza (aunque yo debo agacharme pues soy demasiado alto para el canon del arquitecto) se abre un inquietante y siempre empañado ojo de buey. Hay servicio de restaurante. Nos encerramos y pedimos cubalibres. Nos duchamos, tomamos baños de vapor, descansamos y nos secamos en el diván, nos volvemos a duchar. Hacemos el amor en la cabina del baño, en medio de una nube de vapor que vela nuestros respectivos cuerpos. Cogemos, nos duchamos, dejamos que el vapor nos asfixie. Sólo nos vemos las manos, las rodillas, a veces la nuca o la punta de los pechos.

28 de diciembre

¿Cuántos poemas he escrito?

Desde que esto empezó: cincuentaicinco poemas.

Total de páginas: 76.

Total de versos: 2.453.

Ya podría hacer un libro. Mi obra completa.

29 de diciembre

Esta noche, mientras esperaba a Rosario en la barra del Encrucijada Veracruzana, se me acercó Brígida e hizo una observación sobre el paso del tiempo.

– Sírveme otro tequila -le dije- y explícate.

En su mirada sorprendí algo que sólo puedo denominar con la palabra victoria, aunque era una victoria triste, resignada, atenta a los pequeños gestos de la muerte más que a los gestos de la vida.

– Digo que el tiempo pasa -dijo Brígida mientras llenaba mi vaso- y que tú, que antes eras un desconocido, ahora pareces de la familia.

– Me vale madre la familia -le dije mientras pensaba dónde demonios se había metido Rosario.

– No pretendía insultarte -dijo Brígida-. Tampoco pelearme contigo. En estas fechas prefiero no pelearme con nadie.

Me la quedé mirando un rato sin saber qué decirle. De buena gana le hubiera dicho tú estás tonta, Brígida, pero yo tampoco tenía ganas de pelearme con nadie.

– Digo -dijo Brígida mirando hacia atrás como para asegurarse de que Rosario aún no venía- que a mí también, cómo no, me hubiera gustado enamorarme de ti, a mí también me hubiera gustado vivir contigo, darte para tus gastos, hacerte la comida, cuidarte cuando te enfermaras, pero si no pudo ser, ni modo, hay que aceptar las cosas como son, ¿verdad? Pero hubiera sido lindo.

– Yo soy insoportable -le dije.

– Tú eres como eres y tienes un vergón que vale su peso en oro -dijo Brígida.

– Gracias -le dije.

– Sé lo que me digo -dijo Brígida.

– ¿Y qué más sabes?

– ¿Sobre ti? -ahora Brígida sonreía y ésa, supuse, era su victoria.

– Sobre mí, claro -le dije mientras vaciaba el vaso de tequila.

– Que vas a morir joven, Juan, que vas a desgraciar a Rosario.

30 de diciembre

Hoy he vuelto a casa de las Font. Hoy he desgraciado a Rosario.

Me levanté temprano, a eso de las siete de la mañana, y salí a caminar sin rumbo por las calles del centro. Antes de marcharme escuché la voz de Rosario que me decía: espérate tantito que ya te preparo el desayuno. No le contesté. Cerré la puerta sin hacer ruido y abandoné la vecindad.

Durante mucho rato caminé como si estuviera en otro país, sintiéndome ahogado y con náuseas. Cuando llegué al Zócalo mis poros por fin se abrieron, me puse a sudar sin reservas y la náusea desapareció.

Entonces un hambre voraz se apoderó de mí y entré en la primera cafetería que encontré abierta, en Madero, un local pequeño llamado Nueva Síbaris, en donde pedí un café con leche y una torta de jamón.

Cuál no sería mi sorpresa al encontrar sentado en la barra a Pancho Rodríguez. Estaba acabado de peinar (el pelo aún mojado) y tenía los ojos enrojecidos. No se sorprendió de verme. Le pregunté qué hacía allí, tan lejos de su barrio y a horas tan tempranas.

– He estado toda la noche de putas -dijo-, a ver si de una chingada vez me olvido de aquella que ya conoces.

Supuse que se refería a Angélica y mientras daba los primeros sorbos a mi café con leche me puse a pensar en Angélica, en María, en mis primeras visitas a la casita de las Font. Me sentí feliz. Me sentí con hambre. Pancho, por el contrario, parecía desganado. Para distraerlo le conté que había dejado la casa de mis tíos y que vivía con una mujer en una vecindad escapada de una película de los cuarenta, pero Pancho era incapaz de escucharme o de escuchar a cualquiera.

Después de fumarse un par de cigarrillos dijo que tenía ganas de estirar las piernas.

– ¿Adonde quieres ir? -dije, aunque en el fondo ya sabía la respuesta y si ésta, por otra parte, no era la que yo esperaba, estaba dispuesto a provocarla valiéndome de cualquier estratagema.

– A casa de Angélica -dijo Pancho.

– Ya rugiste -le dije y me apresuré a terminar el desayuno.

Pancho se adelantó a pagar mi cuenta (era la primera vez que lo hacía) y salimos a la calle. Una sensación de ligereza se instaló en nuestras piernas. De pronto Pancho ya no parecía tan estropeado por el alcohol ni yo tan sin saber qué hacer con mi vida, sino más bien todo lo contrario, la luz de la mañana nos devolvió renovados, Pancho nuevamente era jovial y rápido y se deslizaba por encima de las palabras, y los ventanales de una zapatería de la calle Madero me dieron la réplica cabal de mi imagen interior: un tipo alto, de facciones agradables, ni desgarbado ni enfermizamente tímido, que caminaba a grandes zancadas seguido de otro tipo más pequeño y más cuadrado en pos de su verdadero amor ¡o de lo que fuera!

Por supuesto, entonces no tenía ni idea de lo que el día nos iba a deparar.

Pancho, que durante la mitad del trayecto se mostró entusiasta, afable y extrovertido, durante la mitad final, conforme nos acercábamos a la colonia Condesa, varió su actitud y pareció sumirse otra vez en los antiguos miedos que su extraña (o más bien aparatosa y enigmática) relación con Angélica le provocaba. Todo el problema, me confesó nuevamente malhumorado, consistía en la diferencia social que separaba a su humilde familia trabajadora de la de Angélica, firmemente anclada en la pequeñaburguesía del DF. Para darle ánimos argüí que eso, sin duda, sería un problema para iniciar una relación amorosa, pero puesto que la relación ya estaba iniciada el foso de la lucha de clases se agostaba considerablemente. A lo que Pancho dijo que qué quería decir con que la relación ya estaba iniciada, pregunta un poco imbécil que preferí no contestar o contestar con un retruécano: ¿acaso eran Angélica y él dos personas normales, dos exponentes típicos e inmóviles de la pequeñaburguesía y del proletariado?

– No, pues no -dijo Pancho meditabundo mientras el taxi que habíamos tomado en Reforma con Juárez nos acercaba a velocidad de vértigo a la calle Colima.

Eso era lo que quería decir, le dije, que puesto que Angélica y él eran poetas, qué importaba que uno perteneciera a una clase social y el otro a otra.

– Pues mucho -dijo Pancho.

– No seas mecanicista, hombre -dije yo, cada vez más irreflexivamente feliz.

El taxista, de forma inesperada, apoyó mi discurso:

– Si usted ya se la benefició las barreras valen madre. Cuando el amor es bueno, lo demás no importa.

– ¿Ya ves? -dije yo.

– Pues no -dijo Pancho-, no lo veo muy claro.

– Usted éntrele con fe a su chava y déjese de chingaderas comunistas -dijo el taxista.

– ¿Cómo que chingaderas comunistas? -dijo Pancho.

– Pues eso de las clases sociales, oiga.

– Así que según usted las clases sociales no existen -dijo Pancho.

El taxista, que hablaba mirándonos por el espejo retrovisor, ahora se volvió, la mano derecha apoyada en el borde del asiento del copiloto, la izquierda firmemente aferrada al volante. Vamos a chocar, pensé.

– Para según qué, no. En el querer los mexicanos somos todos iguales. Ante Dios, también -dijo el taxista.

– ¡Pero qué chingaderas son éstas! -dijo Pancho.

– Le dijo Dimas a Gestas -replicó el taxista.

A partir de ese momento Pancho y el taxista se pusieron a discutir de religión y de política y yo aproveché para contemplar el paisaje que se sucedía monótono en la ventanilla: las fachadas de la Juárez y de la Roma Norte, y también me puse a pensar en María y en lo que me separaba de ella, que no era la clase social, sino más bien la acumulación de experiencia, y me puse a pensar en Rosario y en nuestro cuarto de vecindad y en las noches maravillosas que había vivido allí pero que sin embargo yo estaba dispuesto a cambiar por un ratito con María, por una palabra de María, por una sonrisa de María. Y también me puse a pensar en mis tíos e incluso me pareció verlos, alejándose por una de aquellas calles por las que pasábamos, tomados del brazo, sin volverse para mirar el taxi que se perdía zigzagueando peligrosamente por otras calles, inmersos en su soledad así como Pancho, el taxista y yo íbamos inmersos en la nuestra. Y entonces me di cuenta que algo había fallado en los últimos días, algo había fallado en mi relación con los nuevos poetas de México o con las nuevas mujeres de mi vida, pero por más vueltas que le di no hallé el fallo, el abismo que si miraba por encima de mi hombro se abría detrás de mí, un abismo que por otra parte no me atemorizaba, un abismo carente de monstruos aunque no de oscuridad, de silencio y de vacío, tres extremos que me hacían daño, un daño menor, es cierto, ¡un cosquilleo en la boca del estómago!, pero que por momentos se parecía al miedo. Y entonces, mientras iba con la cara pegada a la ventanilla, entramos en la calle Colima y Pancho y el taxista se callaron, o tal vez sólo Pancho se calló, como si diera por bien perdida su discusión con el taxista, y mi silencio y el silencio de Pancho me sobrecogieron el corazón.

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