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Cuando el chofer puso en marcha el Chevy todos dimos un salto, menos los viejos que nos seguían mirando desde el alero. ¿Por dónde vamos?, dijo Jean-Pierre. El chofer hizo un gesto que quería decir que no lo molestáramos o que no lo sabía. Por otro camino, dijo el guía. Sólo en ese momento me fijé en el niño: se había abrazado a las piernas de su padre y estaba dormido. Vamos por donde ellos digan, le dije a Jean-Pierre.

Durante un rato vagamos por las desiertas calles de la aldea. Cuando salimos de la plaza nos internamos por una calle recta, luego torcimos a la izquierda y el Chevy avanzó muy despacio, casi rozando las paredes de las casas, los aleros de los tejados de paja, hasta salir a una explanada en la que se veía un gran galpón de zinc, de un solo piso, grande como un almacén industrial y en cuyo frontispicio pudimos leer «CE-RE-PA, Ltd.», en grandes letras rojas, y en la parte inferior: «fábrica de juguetes, Black Creek amp; Brownsville». Este pueblo de mierda se llama Brownsville, no Black Creek, oí que decía Jean-Pierre. El chofer, el guía y yo disentimos sin desviar nuestra mirada del galpón. El pueblo era Black Creek, Brownsville debía de estar un poco más al este, pero Jean-Pierre incomprensiblemente siguió diciendo que estábamos en Brownsville y no en Black Creek como era el trato. El Chevy atravesó la explanada y se internó por un camino que discurría a través de un bosque cerrado. Ahora sí que estamos en África, le dije a Jean-Pierre, tratando vanamente de insuflarle ánimo, pero éste sólo me contestó algo incongruente referido a la fábrica de juguetes que habíamos dejado atrás.

El viaje sólo duró quince minutos. El Chevy se detuvo tres veces y el chofer dijo que el motor, con suerte, sólo tenía vida para llegar a Brownsville. Brownsville, como no tardaríamos en saber, apenas eran unas treinta casas en un claro. Llegamos después de atravesar cuatro colinas peladas. El pueblo, como Black Creek, estaba semidesierto. Nuestro Chevy, con la palabra «prensa» escrita en el parabrisas, llamó la atención de los únicos habitantes que nos hicieron señas desde la puerta de una casa de madera, alargada como un taller, la más grande del pueblo. Dos tipos armados aparecieron en el umbral y se pusieron a gritarnos. El coche se detuvo a unos cincuenta metros y el chofer y el guía bajaron a parlamentar. Mientras avanzaban hacia la casa recuerdo que Jean-Pierre me dijo que si queríamos salvarnos teníamos que correr hacia el bosque. Yo le pregunté a la mujer quiénes eran los hombres. Ella dijo que mandingas. El niño dormía con la cabeza apoyada en su regazo y un hilillo de saliva se le escurría de entre los labios. Le dije a Jean-Pierre que, al menos en teoría, estábamos entre amigos. El francés me dio una respuesta sarcástica, pero yo noté físicamente cómo la tranquilidad (una tranquilidad líquida) se esparcía por cada arruga de su rostro. Lo recuerdo y me siento mal, pero entonces me sentí bien. El guía y el chofer se reían con los desconocidos. Después salieron tres tipos más de la casa alargada, también armados hasta los dientes, que se nos quedaron mirando mientras el guía y el chofer volvían al coche acompañados de los dos primeros. Sonaron unos balazos lejanos y Jean-Pierre y yo agachamos la cabeza. Después me levanté, salí del coche y los saludé y uno de los negros me saludó y el otro apenas me miró ocupado como estaba en levantar el capó del Chevy y revisar el motor irremisiblemente muerto y entonces yo pensé que no nos iban a matar y miré hacia la casa alargada y vi a seis o siete hombres armados y entre ellos vi a dos tipos blancos que caminaban hacia nosotros. Uno de ellos tenía barba y llevaba dos cámaras en bandolera, uno de la profesión, como resultaba fácil deducir, aunque en ese momento, todavía lejos de mí, yo desconocía la fama que precedía en todas partes a ese colega, es decir, conocía, como todos en la profesión, su nombre y sus trabajos, pero nunca lo había visto en persona, ni siquiera en fotografía. El otro era Arturo Belano.

Soy Jacobo Urenda, le dije temblando, no sé si te acuerdas de mí.

Se acordaba. Cómo no se iba a acordar. Pero yo entonces lo vi tan fuera de este mundo que dudé que se acordara de nada, y menos de mí. Con esto no quiero decir exactamente que estuviera muy cambiado, de hecho no estaba nada cambiado, era el mismo tipo que yo había visto en Luanda y en Kigali, tal vez el que había cambiado era yo, no sé, lo cierto es que pensé que nada podía ser igual que antes y eso incluía a Belano y su memoria. Por un momento mis nervios casi me traicionaron. Creo que Belano se dio cuenta y me palmeó la espalda y luego dijo mi nombre. Después nos estrechamos las manos. Las mías, lo noté con horror, estaban sucias de sangre. Las de Belano, y esto también lo percibí con una sensación parecida al horror, estaban inmaculadas.

Le presenté a Jean-Pierre y él me presentó al fotógrafo. Era Emilio López Lobo, el fotógrafo madrileño de la agencia Magnum, uno de los mitos vivientes del gremio. No sé si Jean-Pierre había oído hablar de él (Jean-Pierre Boisson, del Paris-Match, dijo Jean-Pierre sin inmutarse, por lo que es presumible que no lo conociera o que en las circunstancias en las que nos hallábamos le importara un rábano conocer a tan eminente figura), yo sí, yo soy fotógrafo y para nosotros López Lobo era como Don DeLillo para los escritores, un fotógrafo magnífico, un cazador de instantáneas de primera página, un aventurero, un tipo que había ganado en Europa todos los premios posibles y que había fotografiado todas las formas de la estupidez y de la desidia humanas. Cuando me tocó a mí estrechar su mano, dije: Jacobo Urenda, de la agencia La Luna, y López Lobo sonrió. Era muy flaco, debía de andar por los cuarenta y tantos, como todos nosotros, y parecía bebido o agotado o a punto de volverse loco, o las tres cosas a la vez.

En el interior de la casa se congregaban soldados y civiles. Resultaba difícil distinguirlos a primera vista. El olor ahí era agridulce y húmedo, olor a expectación y a cansancio. Mi primer impulso fue salir a respirar un aire menos viciado, pero Belano me informó que era mejor no exhibirse con demasía, en las colinas había tiradores krahn apostados que podían volarnos la cabeza. Por suerte para nosotros, pero eso lo supe después, no soportaban estar todo el día al acecho y además no tenían buena puntería.

La casa, dos habitaciones alargadas, exhibía como único mobiliario tres largas hileras de estanterías irregulares, algunas de metal y otras de madera, todas vacías. El suelo era de tierra apisonada. Belano me explicó la situación en que estábamos. Según los soldados, los krahn que rodeaban Brownsville y los que nos habían atacado en Black Creek eran la avanzadilla de la fuerza del general Kensey que estaba posicionando a su gente para asaltar Kakata y Harbel y luego marchar hacia los barrios de Monrovia que aún dominaba Roosevelt Johnson. Los soldados pensaban salir a la mañana siguiente rumbo a Thomas Creek en donde, según decían, había un grupo de hombres de Tim Early, uno de los generales de Taylor. El plan de los soldados, como no tardamos en convenir Belano y yo, era inviable y desesperado. Si era verdad que Kensey estaba reagrupando a su gente en la zona, los soldados mandingos no iban a tener ni una sola oportunidad de regresar con los suyos. El plan de los civiles, que parecían estar liderados por una mujer, algo inusual en África, era considerablemente mejor. Algunos pensaban quedarse en Brownsville y esperar los acontecimientos. Otros, la mayoría, pensaban marchar hacia el noroeste con la mujer mandingo, cruzar el Saint Paul y alcanzar la carretera de Brewerville. El plan, en lo que concernía a los civiles, no era descabellado, aunque en Monrovia había oído hablar de matanzas en la carretera que une Brewerville con Bopolu. La zona letal, sin embargo, estaba más al este, más cerca de Bopolu que de Brewerville. Después de escucharlos, Belano, Jean-Pierre y yo decidimos irnos con ellos. Si lográbamos llegar a Brewerville, según Belano, estaríamos salvados. Nos aguardaba una caminata de unos veinte kilómetros a través de antiguas plantaciones de caucho y de selva tropical, amén de cruzar un río, pero para cuando arribáramos a la carretera estaríamos a sólo diez kilómetros de Brewerville y ya allí a sólo 25 kilómetros de Monrovia por una carretera que seguramente aún seguiría en manos de los soldados de Taylor. Partiríamos a la mañana siguiente, poco después de que los soldados mandingos salieran en dirección contraria a enfrentarse con una muerte segura.

Aquella noche no dormí.

Primero hablé con Belano, después estuve un rato hablando con nuestro guía y después volví a hablar con Arturo y con López Lobo. Eso debió ocurrir entre las diez y las once y ya entonces era difícil moverse por aquella casa sumida en la más estricta oscuridad, una oscuridad sólo rota por el rescoldo de los cigarrillos que algunos fumaban para aplacar el miedo y el insomnio. En la puerta abierta vi las sombras de dos soldados que hacían guardia acuclillados y que no se volvieron cuando yo me aproximé a ellos. También vi las estrellas y la silueta de las colinas y volví a recordar mi infancia. Debe de ser porque asocio mi infancia con el campo. Después regresé hacia el fondo de la casa, tanteando las estanterías, pero no encontré mi lugar. Serían las doce cuando encendí un cigarrillo y me dispuse a quedarme dormido. Sé que estaba contento (o que creía que estaba contento) porque al día siguiente emprenderíamos el regreso a Monrovia. Sé que estaba contento porque me encontraba en medio de una aventura y me sentía vivo. Así que me puse a pensar en mi mujer y en mi casa y luego me puse a pensar en Belano, en lo bien que lo había visto, la buena pinta que tenía, mejor que en Angola, cuando quería morirse y mejor que en Kigali, cuando ya no quería morirse pero tampoco podía largarse de este continente dejado de la mano de Dios, y cuando acabé el cigarrillo saqué otro, éste sí que el último, y para darme ánimos hasta me puse a tararear muy bajito, ¡o mentalmente!, una canción de Atahualpa Yupanqui, Dios mío, Atahualpa Yupanqui, y sólo entonces comprendí que estaba nerviosísimo y que lo que me hacía falta, si es que quería dormirme, era hablar con alguien, y entonces me levanté y di unos pasos a ciegas, primero un silencio mortal (pensé, durante una fracción de segundo, que todos estábamos muertos, que la esperanza que nos mantenía era sólo una ilusión y tuve el impulso de salir huyendo desaforadamente de aquella casa que apestaba), después oí el ruido de los ronquidos, los murmullos apenas audibles de los que aún estaban despiertos y conversaban en la oscuridad en lengua gio o mano, en lengua mandinga o krahn, en inglés, en español.

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