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Tres días después intenté, a mi vez, marcharme, pero no pude salir. La situación, me informó un funcionario de la embajada, estaba mejorando ostensiblemente, pero el caos en el transporte corría de forma inversa a la clarificación política del país. No salí muy convencido de la embajada. Busqué a Linke entre los cientos de residentes que campeaban a sus anchas por los jardines y no lo encontré. Me topé con una nueva partida de periodistas recién llegados de Freetown y algunos que, sepa Dios cómo, habían llegado a Monrovia en helicóptero procedentes de algún lugar de Costa de Marfil. Pero la mayoría, como yo, ya pensaban en marcharse y acudían a diario a la embajada a ver si había sitio en alguno de los transportes que salían hacia Sierra Leona.

Fue entonces, en aquellos días en que no había nada que hacer, cuando ya habíamos escrito y fotografiado todo lo imaginable, que me propusieron, a mí y a unos cuantos más, una gira hacia el interior. La mayoría, por supuesto, declinó la oferta. Un francés del Paris-Match, un italiano de la agencia Reuter y yo la aceptamos. La gira estaba organizada por uno de los tipos que trabajaba en la cocina del Centro y que además de ganarse unos billetes deseaba ir a echar una mirada a su pueblo, distante de Monrovia tan sólo veinte kilómetros, tal vez treinta, pero al que no iba de visita desde hacía más de medio año. Durante el viaje (íbamos en un Chevy destartalado que conducía un amigo del cocinero, armado con un fusil de asalto y dos granadas) éste nos dijo que pertenecía a la etnia mano y que su mujer era de la etnia gio, amigos de los mandingas (el conductor era mandinga) y enemigos de los krahn, a quienes tachó de caníbales, y que no sabía si su familia estaba muerta o aún estaba viva. Mierda, dijo el francés, lo mejor sería que regresáramos, pero ya habíamos recorrido más de la mitad del camino y tanto el italiano como yo íbamos felices tirando los últimos carretes que todavía nos quedaban.

De esta manera, y sin toparnos ni una sola vez con un control de carretera, pasamos por el pueblo de Summers y por la aldea de Thomas Creek, de vez en cuando aparecía el río Saint Paul a nuestra izquierda, otras veces lo perdíamos, la carretera era de las malas, a veces el camino discurría en medio del bosque, tal vez antiguas plantaciones de caucho, y otras veces en medio del llano, un llano desde donde se adivinaban más que se veían las colinas de suaves pendientes que se alzaban en el sur. En una sola ocasión cruzamos un río, un afluente del Saint Paul, a través de un puente de madera en perfectas condiciones, y lo único que se nos ofrecía para el ojo de nuestras cámaras era la naturaleza, no diré una naturaleza exuberante, ni siquiera exótica, a mí no sé por qué me recordó un viaje que hice de chico por Corrientes, incluso lo dije, le dije a Luigi: esto parece Argentina, se lo dije en francés, que era el idioma en que los tres nos entendíamos, y el tipo del Paris-Match me miró y opinó que ojalá sólo se pareciera a Argentina, lo que francamente me desconcertó, porque además yo no hablaba con él, ¿verdad?, ¿y qué había querido decir con eso?, ¿que Argentina era más salvaje y peligrosa que Liberia?, ¿que si los liberianos fueran argentinos ya estaríamos muertos? No sé. En cualquier caso su observación me rompió de golpe todo el embrujo y de buena gana le hubiera pedido explicaciones allí mismo, pero por experiencia sé que nada se gana metiéndose en discusiones de ese tipo, además de que el franchute ya iba un poco picado por nuestra mayoritaria negativa a volver y el hombre tenía que desfogarse por alguna parte, amén de renegar a cada rato contra los pobres negros que sólo querían ganarse unos pesos y volver a ver a la familia. Así que me hice el desentendido aunque mentalmente le deseé que se lo culeara un mono y seguí hablando con Luigi, explicándole cosas que hasta ese momento había creído olvidadas, no sé, los nombres de los árboles, por ejemplo, que en mi visión parecían los viejos árboles de Corrientes y tenían los nombres de los árboles de Corrientes, aunque no eran evidentemente los árboles de Corrientes. Y bueno, el entusiasmo que sentía supongo que me hizo parecer brillante, en cualquier caso mucho más brillante de lo que soy, incluso divertido a juzgar por las risas de Luigi y por las ocasionales risotadas de nuestros acompañantes y así fuimos dejando atrás los árboles tan correntinos, en una atmósfera de relajada camaradería, menos el francés, claro, Jean-Pierre, cada vez más enfurruñado, y entramos en una zona sin árboles, sólo maleza, arbustos como enfermos y un silencio de tanto en tanto rasgado por el grito de un pájaro solitario, un pájaro que llamaba y llamaba y nadie le respondía, y entonces nos empezamos a poner nerviosos, Luigi y yo, pero ya estábamos demasiado cerca de nuestro objetivo y seguimos adelante.

Poco después de que el poblado apareciera comenzaron los disparos. Fue todo muy rápido, en ningún momento vimos a los tiradores y los balazos no duraron más de un minuto, pero cuando dimos la vuelta al recodo y entramos en lo que propiamente era Black Creek mi amigo Luigi había muerto y el tipo que trabajaba en el Centro sangraba de un brazo y se lamentaba ahogadamente, agachado bajo el asiento del copiloto.

Nosotros también, automáticamente, nos habíamos tumbado sobre el piso del Chevy.

Recuerdo perfectamente lo que yo hice: traté de reanimar a Luigi, le hice la respiración boca a boca y luego un masaje cardíaco, hasta que el francés me tocó el hombro y me indicó con un índice tembloroso y sucio la sien izquierda del italiano en donde había un agujero del tamaño de una aceituna. Cuando comprendí que Luigi estaba muerto ya no se oían los disparos y el silencio sólo era roto por el aire que desplazaba el Chevy en su marcha y por el ruido de los neumáticos aplastando las piedras y guijarros del camino que llevaba al pueblo.

Nos detuvimos en lo que parecía la plaza mayor de Black Creek. Nuestro guía se volvió y nos dijo que se iba a buscar a su familia. Una venda hecha con jirones de su propia camisa le taponaba la herida en el brazo. Supuse que se la había hecho él mismo o el chofer, pero no puedo ni siquiera imaginar en qué momento, a menos que para ellos el tiempo se hubiera transformado en un fenómeno distinto, ajeno a nuestra propia percepción del tiempo. Poco después de que el guía se marchara aparecieron cuatro viejos, seguramente atraídos por el ruido del Chevy. Sin decir una palabra, protegidos bajo el alero de una casa en ruinas, se nos quedaron mirando. Eran flacos y se movían con la parsimonia de los enfermos, uno de ellos estaba desnudo como algunos de los guerrilleros krahn de Kensey y Roosevelt Johnson, aunque era evidente que el viejo aquel no era guerrillero de nada. Parecía como si se acabaran de despertar, igual que nosotros. El chofer los vio y siguió sentado delante del volante, sudando y fumando mientras de vez en cuando echaba miradas a su reloj. Al cabo de un rato abrió la portezuela y les hizo una seña a los viejos, que éstos respondieron sin moverse de la protección que les brindaba el alero, y después se bajó y se puso a examinar el motor. Cuando volvió se explayó en una serie de explicaciones incomprensibles, como si el coche fuera nuestro. En resumen lo que quería decir era que la parte de adelante estaba más agujereada que un colador. El francés se encogió de hombros y cambió a Luigi de posición, de tal manera que le permitiera sentarse a su lado. Me pareció que tenía un ataque de asma, pero por lo demás parecía tranquilo. Se lo agradecí mentalmente pues si hay algo que yo odio es a un francés histérico. Más tarde apareció una adolescente que nos miró sin dejar de caminar y a la que vimos desaparecer por una de las tantas callecitas estrechas que desembocaban en la plaza. Cuando hubo desaparecido el silencio se hizo total y sólo afinando mucho el oído podíamos escuchar algo semejante a la reverberación del sol sobre el techo de nuestro vehículo. No corría ni una brizna de aire.

Vamos a palmarla, dijo el francés. Lo dijo con simpatía, así que yo le hice notar que los disparos hacía mucho que habían cesado y que probablemente quienes nos tendieron la emboscada eran pocos, tal vez un par de bandidos tan asustados como nosotros. Mierda, dijo el francés, esta aldea está vacía. Sólo entonces me di cuenta de que no había nadie más en la plaza y comprendí que eso no era nada normal y que al francés no le faltaba razón. No tuve miedo sino rabia.

Me bajé del coche y oriné largamente sobre la pared más cercana. Luego me acerqué al Chevy, le eché una mirada al motor y no vi nada que nos impidiera salir de allí tal como habíamos entrado. Tomé varias fotos del pobre Luigi. El francés y el chofer me miraban sin decir nada. Después Jean-Pierre, como si se lo hubiera pensado mucho, me pidió que le tomara una foto a él. Cumplí su orden sin hacerme de rogar. Lo fotografíe a él y al chofer y luego le pedí al chofer que nos fotografiara a Jean-Pierre y a mí, y luego le dije a Jean-Pierre que me fotografiara junto a Luigi, pero se negó aduciendo que aquello ya era el colmo del morbo y la amistad que empezaba a crecer entre nosotros volvió a resquebrajarse. Creo que lo insulté. Creo que él me insultó. Después los dos volvimos a entrar al Chevy, Jean-Pierre junto al chofer y yo junto a Luigi. Debimos de estar allí más de una hora. Durante ese tiempo Jean-Pierre y yo propusimos en varias ocasiones la conveniencia de olvidarnos del cocinero y largarnos del pueblo con viento fresco, pero el chofer se mostró inflexible a nuestros argumentos.

Creo que en algún momento de la espera caí en un sueño breve y agitado, pero sueño al fin y al cabo, y probablemente soñé con Luigi y con un dolor de muelas inmenso. El dolor era peor que la certeza de la muerte del italiano. Cuando desperté, cubierto de transpiración, vi a Jean-Pierre que dormía con la cabeza reclinada en el hombro de nuestro chofer mientras éste fumaba otro cigarrillo con la vista clavada al frente, en el amarillo mortuorio de la plaza desierta, y el fusil cruzado sobre las rodillas.

Finalmente apareció nuestro guía.

Junto a él caminaba una mujer flaca que al principio tomamos por su madre pero que resultó ser su esposa y un niño de unos ocho años, vestido con una camisa roja y unos pantalones cortos de color azul. Vamos a tener que dejar a Luigi, dijo Jean-Pierre, no hay sitio para todos. Durante unos minutos estuvimos discutiendo. El guía y el chofer estaban de parte de Jean-Pierre y finalmente tuve que transigir. Me colgué las cámaras de Luigi en el cuello y vacié sus bolsillos. Entre el chofer y yo lo bajamos del Chevy y lo pusimos a la sombra de una especie de toldo de paja. La mujer del guía dijo algo en su idioma, era la primera vez que hablaba, y Jean-Pierre se la quedó mirando y le pidió al cocinero que tradujera. Éste al principio se mostró reacio, pero luego dijo que su mujer había dicho que era mejor meter el cadáver en el interior de cualquiera de las casas que rodeaban la plaza. ¿Por qué?, preguntamos al unísono Jean-Pierre y yo. La mujer, aunque estragada, tenía una presencia de reina, tanta era o nos pareció en aquel momento su quietud y su serenidad. Porque allí se lo comerán los perros, dijo señalando el sitio del cadáver con un dedo. Jean-Pierre y yo nos miramos y nos reímos, claro, dijo el francés, cómo no se nos había ocurrido, normal. Así que volvimos a levantar el cadáver de Luigi y mientras el chofer abría a patadas la puerta que le pareció más frágil, nosotros introdujimos el cadáver en una habitación de suelo de tierra, en donde se amontonaban esterillas y cajas de cartón vacías y cuyo olor nos resultó a tal grado insoportable que dejamos al italiano tirado y salimos tan rápido como nos fue posible.

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