Todas las lenguas, entonces, me parecieron aborrecibles.
Decirlo ahora, lo sé, es un despropósito. Todas las lenguas, todos los murmullos sólo una forma vicaria de preservar durante un tiempo azaroso nuestra identidad. En fin, la verdad es que no sé por qué me parecieron aborrecibles, tal vez porque de forma absurda estaba perdido en alguna parte de aquellas dos habitaciones tan largas, porque estaba perdido en una región que no conocía, en un país que no conocía, en un continente que no conocía, en un planeta alargado y extraño, o tal vez porque sabía que debía dormir y no podía. Y entonces tanteé en busca de la pared y me senté en el suelo y abrí los ojos desmesuradamente tratando de ver algo, sin conseguirlo, y luego me ovillé en el suelo y cerré los ojos y le rogué a Dios (en el que no creo) que no me fuera a enfermar, que mañana me esperaba una larga caminata, y después me quedé dormido.
Cuando desperté debía de faltar poco para las cuatro de la mañana.
A unos metros de donde me hallaba Belano y López Lobo estaban hablando. Vi la lumbre de sus cigarrillos, mi primer impulso fue levantarme, acercarme a ellos para compartir la incertidumbre de lo que el día siguiente nos traería, sumarme aunque fuera gateando o de rodillas a las dos sombras que entreveía detrás de los cigarrillos. Pero no lo hice. Algo en el tono de sus voces me lo impidió, algo en la disposición de las sombras, a veces densas, achaparradas, belicosas, y a veces fraccionadas, desintegradas, como si los cuerpos que las proyectaban ya hubieran desaparecido.
Así que me contuve y me hice el dormido y escuché.
López Lobo y Belano hablaron hasta poco antes de que amaneciera. Transcribir lo que se dijeron es de alguna manera desvirtuar lo que yo sentí mientras los escuchaba.
Primero hablaron de los nombres de la gente y dijeron cosas incomprensibles, parecían las voces de dos conspiradores o de dos gladiadores, hablaban bajito y estaban de acuerdo en casi todo, aunque la voz cantante la llevaba Belano y sus argumentos (que escuché fragmentados, como si en el interior de aquella casa alargada una corriente de sonido o unos paneles interpuestos al azar me privaran de la mitad de lo que decían) eran de naturaleza provocadora, sin pulir, imperdonable llamarse López Lobo, imperdonable llamarse Belano, cosas de ese estilo, aunque puede que me equivoque y el tema de la conversación estuviera en las antípodas. Después hablaron de otras cosas: nombres de ciudades, nombres de mujeres, títulos de libros. Belano dijo: todos tenemos miedo de naufragar. Después se quedó callado y sólo entonces me di cuenta que López Lobo casi no había hablado y que Belano había hablado demasiado. Por un instante pensé que se iban a dormir, me dispuse a hacer lo mismo, me dolían todos los huesos, el día había sido abrumador. Justo en ese momento volví a sentir sus voces.
Al principio no entendí nada, tal vez porque había cambiado de postura o porque ellos hablaban más bajito. Me di la vuelta. Uno de ellos fumaba. Distinguí la voz de Belano otra vez. Decía que cuando él llegó a África también quería que lo mataran. Relató historias de Angola y de Ruanda que yo ya conocía, que todos los que estamos aquí más o menos conocemos. Entonces la voz de López Lobo lo interrumpió. Le preguntó (lo oí con total claridad) por qué quería morir entonces. La respuesta de Belano no la escuché pero la intuí, lo que carece de mérito pues de alguna manera ya la conocía. Había perdido algo y quería morir, eso era todo. Luego oí una risa de Belano y supuse que se reía de aquello que había perdido, su gran pérdida, y de él mismo y de más cosas que no conozco ni quiero conocer. López Lobo no se rió. Creo que dijo: vaya, por Dios, o algún comentario de ese tipo. Luego ambos se quedaron en silencio.
Más tarde, pero cuánto más tarde no lo puedo precisar, oí la voz de López Lobo que decía algo, tal vez preguntaba la hora. ¿Qué hora es? Alguien se movió junto a mí. Alguien se revolvió inquieto en medio de su sueño y López Lobo pronunció unas palabras guturales, como si volviera a preguntar qué hora era, pero esta vez, estoy seguro, preguntó otra cosa.
Belano dijo son las cuatro de la mañana. En ese momento supe con resignación que no iba a poder dormir. Entonces López Lobo se puso a hablar y su parlamento, sólo muy de tanto en tanto interrumpido por preguntas ininteligibles de Belano, se prolongó hasta el amanecer.
Dijo que había tenido dos hijos y una mujer, como Belano, como todos, y una casa y libros. Luego dijo algo que no entendí. Tal vez habló de la felicidad. Mencionó calles, estaciones de metro, números de teléfono. Como si buscara a alguien. Luego silencio. Alguien tosió. López Lobo repitió que había tenido una mujer y dos hijos. Una vida más bien satisfactoria. Algo así. Antifranquismo militante y una juventud, en los setenta, en donde no escaseó el sexo ni la amistad. Se hizo fotógrafo casi por azar. No le daba ninguna importancia a su fama o a su prestigio o a lo que fuera. Se había casado enamorado. Su vida era lo que suele llamarse una vida feliz. Un día, por casualidad, descubrieron que el hijo mayor estaba enfermo. Era un niño muy listo, dijo López Lobo. La enfermedad del niño era grave, una enfermedad de origen tropical y por supuesto López Lobo pensó que había sido él quien había contagiado al niño. Sin embargo, tras hacerse las pruebas pertinentes, los médicos no encontraron ni rastro de la enfermedad en su sangre. Durante un tiempo López Lobo persiguió a los posibles emisores de la enfermedad en el reducido entorno del niño y no encontró nada. Finalmente López Lobo enloqueció.
Su mujer y él vendieron la casa que tenían en Madrid y se fueron a vivir a los Estados Unidos. Se marcharon con el niño enfermo y con el niño sano. El hospital en donde ingresaron al niño enfermo era caro y el tratamiento largo y López Lobo tuvo que volver a trabajar, así que su mujer se quedó con los niños y él se puso a hacer fotografías a destajo. Estuvo en muchos lugares, dijo, pero siempre volvía a Nueva York. A veces encontraba al niño mejor, como si estuviera ganándole la partida a la enfermedad, y otras veces su salud se estacionaba o decaía. A veces López Lobo se quedaba sentado en una silla en la habitación del niño enfermo y soñaba con sus dos hijos: veía sus caras muy juntas, sonrientes y desamparados, y entonces, sin saber por qué, sabía que era necesario que él, López Lobo, dejara de existir. Su mujer había alquilado un piso en la 81 Oeste y el niño sano estudiaba en un colegio cercano. Un día, mientras esperaba en París un visado para un país árabe, lo llamaron por teléfono y le dijeron que la salud del niño enfermo había empeorado. Dejó los trabajos pendientes y cogió el primer vuelo a Nueva York. Cuando llegó al hospital todo le pareció sumergido en una especie de normalidad monstruosa y entonces supo que había llegado el final. Tres días después el niño murió. Los trámites de la incineración los llevó a cabo personalmente, pues su mujer se hallaba destrozada. Hasta aquí la narración de López Lobo fue más o menos inteligible. El resto es una sucesión de frases y de paisajes que trataré de ordenar.
El mismo día de la muerte del niño o un día después llegaron los padres de la mujer de López Lobo a Nueva York. Una tarde tuvieron una discusión. Estaban en el bar de un hotel de Broadway, cerca de la calle 81, todos juntos, los suegros, el hijo menor y la mujer, y López Lobo se puso a llorar y dijo que quería a sus dos hijos y que el culpable de la muerte del hijo mayor había sido él. Aunque tal vez no dijera nada ni hubiera ninguna discusión y todo sólo sucediera en la mente de López Lobo. Después López Lobo se emborrachó y dejó las cenizas del niño olvidadas en un vagón del metro de Nueva York y volvió a París sin decirle nada a nadie. Un mes después supo que su mujer había regresado a Madrid y quería el divorcio. López Lobo firmó los papeles y pensó que todo había sido un sueño.
Mucho más tarde oí la voz de Belano que preguntaba cuándo había ocurrido «la desgracia». Me pareció la voz de un campesino chileno. Hace dos meses, contestó López Lobo. Y después Belano preguntó qué pasaba con el otro hijo, el niño sano. Vive con su madre, respondió López Lobo.
A esa hora ya podía distinguir sus siluetas recostadas contra la pared de madera. Los dos estaban fumando y los dos parecían cansados, pero tal vez esta última impresión fuera debida a mi propio cansancio. López Lobo ya no hablaba, sólo hablaba Belano, como al principio y, cosa sorprendente, estaba contando su historia, una historia sin pies ni cabeza, una y otra vez, con la particularidad de que a cada repetición resumía la historia un poco más, hasta que finalmente sólo decía: quise morirme, pero comprendí que era mejor no hacerlo. Sólo entonces me di cuenta cabal que López Lobo iba a acompañar a los soldados al día siguiente y no a los civiles, y que Belano no lo iba a dejar morir solo.
Creo que me dormí.
Al menos, creo que dormí algunos minutos. Cuando desperté la claridad del nuevo día empezaba a filtrarse al interior de la casa. Oí ronquidos, suspiros, gente que hablaba en sueños. Luego vi a los soldados que se preparaban para salir. Junto a ellos vi a López Lobo y a Belano. Me levanté y le dije a Belano que no fuera. Belano se encogió de hombros. La cara de López Lobo estaba impasible. Sabe que ahora va a morir y está tranquilo, pensé. La cara de Belano, por el contrario, parecía la de un demente: en cuestión de segundos era dable ver en ella un miedo espantoso o una alegría feroz. Lo cogí de un brazo e irreflexivamente salí con él a dar un paseo por el exterior.
Era una mañana hermosísima, de una levedad azul que erizaba los pelos. López Lobo y los soldados nos vieron salir y no dijeron nada. Belano sonreía. Recuerdo que caminamos en dirección a nuestro inservible Chevy y que le dije varias veces que lo que pensaba hacer era una barbaridad. Oí la conversación de anoche, le confesé, y todo me obliga a conjeturar que tu amigo está loco. Belano no me interrumpió: miraba hacia los bosques y las colinas que circundaban Brownsville y de vez en cuando asentía. Cuando llegamos al Chevy recordé a los francotiradores y tuve un repentino principio de pánico. Me pareció absurdo. Abrí una de las portezuelas y nos instalamos en el interior del coche. Belano se fijó en la sangre de Luigi pegada en la tapicería, pero no dijo nada ni yo consideré oportuno darle una explicación a esas alturas. Durante un rato permanecimos ambos en silencio. Yo tenía la cara oculta entre las manos. Después Belano me preguntó si me había dado cuenta de lo jóvenes que eran los soldados. Todos son jodidamente jóvenes, le contesté, y se matan como si estuvieran jugando. No deja de ser bonito, dijo Belano mirando por la ventanilla los bosques atrapados entre la niebla y la luz. Le pregunté por qué iba a acompañar a López Lobo. Para que no esté solo, respondió. Eso ya lo sabía, esperaba otra respuesta, algo que resultara decisivo, pero no le dije nada. Me sentí muy triste. Quise decir algo más y no encontré palabras. Luego bajamos del Chevy y volvimos a la casa alargada. Belano cogió sus cosas y salió con los soldados y el fotógrafo español. Lo acompañé hasta la puerta. Jean-Pierre iba a mi lado y miraba a Belano sin entender nada. Los soldados ya comenzaban a alejarse y allí mismo le dijimos adiós. Jean-Pierre le dio un apretón de manos y yo un abrazo. López Lobo se había adelantado y Jean-Pierre y yo comprendimos que no deseaba despedirse de nosotros. Luego Belano se puso a correr, como si en el último instante creyera que la columna se iba a marchar sin él, alcanzó a López Lobo, me pareció que se ponían a hablar, me pareció que se reían, como si partieran de excursión, y así atravesaron el claro y luego se perdieron en la espesura.