Al día siguiente, tal como esperaba, no fuimos al Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las diez de la mañana y estuvo preparando un artículo que debía publicar en el próximo número de su revista. En algún momento me entraron ganas de preguntarle más cosas sobre nuestra pequeña aventura de tres días, pero algo en mi interior (mi sentido común, probablemente) me hizo desistir de la idea. Las cosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo, que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la ignorancia. Una semana después, aproximadamente, él se marchó con la señora para una serie de conferencias que debía pronunciar en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los acompañé. Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido con la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más bien oculta tras unos arbustos, con una visión perfecta, eso sí, del claro en donde se encontraron por primera vez don Octavio y el desconocido. Los primeros minutos de espera mi corazón iba a cien. Estaba helada y sin embargo, al tocarme las mejillas la impresión que tenía era de que de un momento a otro la cara me iba a explotar. Después vino la desilusión y cuando me marché del parque, a eso de las diez de la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía feliz, aunque no me pregunten por qué pues no sabría decirlo.
María Teresa Solsona Ribot, gimnasio Jordi's Gym, calle Josep Tarradellas, Malgrat, Cataluña, diciembre de 1995. La historia es triste, pero cuando la recuerdo me pongo a reír. Yo necesitaba alquilar una de las habitaciones de mi piso y él fue el primero en llegar y aunque a mí los sudamericanos me producen un poquito de desconfianza, él me pareció más bien una buena persona y lo acepté. Me pagó dos meses por adelantado y se encerró en su habitación. Yo por aquel entonces estaba en todos los campeonatos y exhibiciones de Cataluña y también tenía un trabajo de camarera en el pub La Sirena, que está en la zona turística de Malgrat, junto al mar. Cuando le pregunté qué hacía me dijo que era escritor y no sé por qué a mí se me pasó por la cabeza que debía de trabajar en algún periódico y yo por entonces digamos que tenía una debilidad especial por los periodistas. Así que decidí portarme muy bien y la primera noche que pasó en mi casa fui hasta su habitación, llamé a la puerta y lo invité a cenar conmigo y con Pepe en un bar paquistaní. En ese bar Pepe y yo, por supuesto, no comíamos nada, una ensalada o algo así, pero éramos amigos del dueño, el señor John, y eso da un cierto prestigio.
Esa noche supe que no trabajaba en ningún periódico sino que escribía novelas. A Pepe eso le entusiasmó porque Pepe es un fanático de las novelas de misterio y estuvieron hablando bastante. Yo, mientras tanto, iba probando mi ensalada y lo miraba mientras hablaba o escuchaba a Pepe y me hacía la composición de su personalidad. Comía con apetito y era educado, eso de primera. Luego, conforme más lo observabas, iban apareciendo otras cosas, cosas que se escapaban como esos peces que se acercan a la orilla del mar, cuando el agua no te cubre y ves cosas oscuras (más oscuras que el agua) y muy rápidas que pasan cerca de tus piernas.
Al día siguiente Pepe se marchó a Barcelona a competir en el Míster Olimpia Catalán y ya no volvió. Esa misma mañana, muy temprano, él y yo nos encontramos en la sala mientras hacía mis ejercicios. Cada día los hago. En temporada alta, a primera hora, porque entonces tengo menos tiempo y debo aprovechar el día al máximo. Así que allí estaba yo, en la sala, haciendo flexiones en el suelo, y él aparece y me dice buenos días, Teresa, y luego entra en el baño, creo que yo ni le contesté o le contesté con un gruñido, no estoy acostumbrada a que me interrumpan, y luego oí nuevamente sus pasos, la puerta del baño o de la cocina que se cierra y poco después escuché que me preguntaba si quería tomar un té. Le dije que sí y durante un rato nos quedamos mirándonos. Me pareció que nunca había visto a una mujer como yo. ¿Quieres hacer un poco de ejercicio?, le dije. Se lo dije por decir, claro. Tenía mala cara y ya estaba fumando. Tal como esperaba, me dijo que no. A la gente sólo le empieza a interesar su salud cuando está en el hospital. Dejó una taza de té sobre la mesa y se encerró en su habitación. Poco después sentí el tecleo de su máquina de escribir. Aquel día ya no nos volvimos a ver. A la mañana siguiente, sin embargo, otra vez apareció en la sala a eso de las seis de la mañana y se ofreció a prepararme el desayuno. Yo a esa hora no como ni bebo nada, pero me dio, no sé, pena decirle que no, así que dejé que me preparara otro té y de paso que sacara de un aparador de la cocina unos potes de Amino Ultra y de Burner que debía haber tomado la noche anterior y que había olvidado hacerlo. ¿Qué, le dije, nunca habías visto a una tía como yo? No, dijo él, nunca. Era bastante sincero, pero de esa sinceridad que tú no sabes si sentirte ofendida o halagada.
Esa tarde, al acabar mi turno, fui a buscarlo y le dije que saliéramos a dar una vuelta. Dijo que prefería quedarse en casa trabajando. Te invito a tomar una copa, le dije. Me dio las gracias y dijo que no. A la mañana siguiente desayunamos juntos. Estaba haciendo mis ejercicios y preguntándome en dónde se habría metido porque ya eran las siete y cuarenta y cinco y aún no salía. Yo cuando me pongo a hacer ejercicios generalmente dejo que mi mente vague en completa libertad. Al principio pienso en algo determinado, como mi trabajo o mis competiciones, pero luego la cabeza me empieza a funcionar de forma independiente y lo mismo puedo pensar en mi infancia que en lo que voy a hacer de aquí a un año. Aquella mañana estaba pensando en Manoli Salabert, que allí donde se presentaba ganaba todo lo que había que ganar, y me estaba preguntando cómo se lo montaba la Manoli para que eso ocurriera, cuando de pronto oí su puerta que se abría y al poco rato su voz preguntándome si quería té. Claro que quiero té, le dije. Cuando lo trajo me levanté y me senté a la mesa con él. Esa vez estuvimos como dos horas hablando, hasta las nueve y media, en que yo tenía que salir disparada rumbo al pub La Sirena porque el encargado, que es amigo, me había pedido que arreglara un asunto con las señoras de la limpieza. Hablamos de todo un poco. Le pregunté qué era lo que hacía. Dijo que un libro. Le pregunté si se trataba de un libro de amor. No supo qué responderme. Volví a preguntárselo y dijo que no sabía. Si no lo sabes tú, majo, le dije, quién coño lo va a saber. O tal vez eso se lo dije por la noche, cuando ya había más confianza entre nosotros. En cualquier caso el tema del amor era uno de los temas que a mí me gustaban y estuvimos hablando de eso hasta que tuve que marcharme. Le dije que yo podía contarle algunas cosas sobre el amor. Que había estado liada con el Nani, el campeón de culturismo de la provincia de Girona y que después de esa experiencia me sentía capacitada para dar cátedra. Me preguntó cuánto hacía que ya no salía con él. Unos cuatro meses, aproximadamente, le dije. ¿Él te dejó a ti?, dijo. Sí, admití, él me dejó. Pero tú ahora sales con Pepe, dijo. Le expliqué que Pepe era una buena persona, un pan de Dios, incapaz de hacerle daño a una mosca. Pero no es lo mismo, dije. Arturo tenía una costumbre que no sé si considerar buena o mala. Escuchaba y no tomaba partido. A mí me gusta que la gente exprese sus opiniones, aunque éstas me sean contrarias. Una tarde lo invité a venir a La Sirena. Dijo que no bebía y que por lo tanto era un poco gilipollas meterse en un pub. Te prepararé una infusión, le dije. No fue y ya no volví a invitarlo. Soy hospitalaria y simpática, pero no me gusta hacerme empalagosa.
Poco después, sin embargo, apareció por el pub y yo misma le preparé su infusión de manzanilla. Desde entonces iba cada día. Rosita, la otra camarera, pensó que entre él y yo había algo. Cuando me lo dijo me dio risa. Lo pensé durante un rato y luego me dio más risa. ¡Cómo podía haber algo entre Arturo y yo! Pero luego, sin que viniera a cuento, volví a pensarlo y supe que quería ser su amiga. Hasta entonces yo sólo había tratado a dos sudamericanos, bastante desagradables por lo demás, y no tenía ganas de repetir. Y a ningún novelista. Éste era sudamericano y escritor y yo descubrí que quería ser su amiga. Además que es mejor compartir el piso con un amigo que con un desconocido. Pero no era por razones prácticas que quería ser su amiga. Simplemente así lo sentía y no me preguntaba por qué. Él también necesitaba a alguien, de eso me di cuenta enseguida. Una mañana le pedí que me contara algo de él. Siempre era yo la que hablaba. Aquella vez no me contó nada, pero me dijo que le preguntara lo que quisiera. Supe que había vivido cerca de Malgrat y que hacía poco había dejado su casa. No me dijo por qué. Supe que estaba divorciado y que tenía un hijo. Su hijo vivía en Arenys de Mar. Una vez a la semana, los sábados, lo iba a ver. A veces tomábamos el tren juntos. Yo iba a Barcelona, a ver a Pepe o a las amigas y amigos del gimnasio Muscle y él iba a Arenys a ver a su hijo. Una noche, mientras se tomaba su infusión de manzanilla en La Sirena, le pregunté qué edad tenía. Más de cuarenta, dijo, aunque no los representaba, yo le hubiera echado treintaicinco a lo más, eso fue lo que le dije. Después, sin que él me lo preguntara, le dije mi edad. Treintaicinco años. Entonces él me sonrió con una sonrisa que a mí no me gustaba nada de nada. Una sonrisita de acomplejado o de indiferente. Bueno, una sonrisa que no me gustaba. Yo soy básicamente una luchadora. Intento ver el lado positivo de la vida. Las cosas no tienen por qué ser necesariamente malas o inevitables. Aquella noche, después de su sonrisa, le dije, no sé por qué, que yo no tenía hijos aunque me hubiera encantado, ni había estado casada, ni tenía mucho dinero, eso ya se veía, pero que creía que la vida podía ser una cosa bonita, guapa, y que en la vida había que intentar ser feliz. No sé por qué le dije todas esas chorradas. Me arrepentí de inmediato. Él, por supuesto, sólo dijo claro, claro, como si hablara con una tonta. En cualquier caso: hablábamos. Cada vez más. Por las mañanas, durante los desayunos, y por las noches, cuando él se acercaba a La Sirena, concluida ya su jornada laboral. O durante un alto de su jornada laboral, porque los escritores al parecer siempre están trabajando: entre sueños recuerdo haber escuchado el tecleo de su máquina a las cuatro de la mañana. Y hablábamos de todo. Una vez, mientras me observaba levantar pesas, me preguntó por qué me había dedicado al culturismo. Pues porque me gusta, le contesté. ¿Desde cuándo?, dijo él. Desde que tenía quince años, le dije. ¿No te parece bien? ¿No te parece femenino? ¿Te parece anormal? No, dijo, pero no abundan las chicas así. Vaya, a veces, de verdad, me sacaba de mis casillas. Hubiera debido contestarle que yo no era una chica sino una mujer, en lugar de eso le dije que cada vez había más mujeres que se dedicaban a esto. Después, no sé por qué, le conté aquella vez que Pepe me propuso unas actuaciones en Gramanet, hacía dos veranos, en una discoteca de Gramanet. A todos nos pusieron un nombre artístico. A mí me pusieron la Sansona. Tenía que hacer figuras en el estrado de las go-go girls y también tenía que levantar unas pesas. Eso era todo. Pero a mí no me gustó el nombre. Yo no soy ninguna Sansona, soy Teresa Solsona Ribot, punto. Pero era una oportunidad, no pagaban mal y Pepe dijo que podía aparecer cualquier noche un tipo que trabajaba buscando modelos para las revistas especializadas. Al final no apareció nadie y si apareció yo no me enteré. Sin embargo era un trabajo y lo hice. ¿Qué es lo que no te gustaba de ese trabajo?, me preguntó. Bueno, contesté tras pensarlo un rato, lo que no me gustaba era el nombre artístico que me dieron. No es que esté en contra de los nombres artísticos, pero yo pienso que si alguien decide ponerse otro nombre también tiene el derecho a elegirlo. Yo nunca me hubiera puesto la Sansona. No me veo como una Sansona. El nombre es cutre, hortera, en fin, yo no lo hubiera elegido. ¿Y qué nombre hubieras elegido? Kim, le dije. ¿Por Kim Bassinger?, dijo él. Sabía que me iba a decir eso. No, le dije, por Kim Chizevsky. ¿Y quién es Kim Chizevsky? Pues una campeona de este deporte, le dije.