Esa noche, más tarde, le enseñé un álbum de fotos que tenía en donde salía Kim Chizevsky y Lenda Murray, que es perfecta, y Sue Price y Laura Creavalle y Debbie Muggli y Michele Ralabate y Natalia Murnikoviene, y luego salimos a pasear por Malgrat, lástima que no tuviéramos coche porque si no nos hubiéramos ido a otro sitio, a alguna discoteca de Lloret, por ejemplo, en Lloret conozco a mucha gente, bueno, en todas partes conozco a mucha gente. Ya lo he dicho: soy sociable, estoy predispuesta a la felicidad, ¿y dónde está la felicidad sino en la gente? En fin, así nos fuimos haciendo amigos. Ésa es la palabra. Nos respetábamos y cada uno hacía su vida, pero cada día hablábamos más. Es decir, se fue haciendo una costumbre hablar. Generalmente era yo la que empezaba, no sé por qué, tal vez porque él era escritor. Y después, democráticamente, seguía él. Me enteré de muchas cosas de su vida. Su mujer lo había dejado, adoraba a su hijo, en una época había tenido muchos amigos pero ya casi no le quedaba ninguno. Una noche me dijo que había tenido un lío con una tía en Andalucía. Lo escuché pacientemente y luego le dije que la vida es larga y que hay muchas mujeres en el mundo. Ahí tuvimos nuestra primera divergencia importante. Él dijo que no: que para él no había muchas y después me citó un poema que le rogué me lo escribiera en una hoja de mi libreta de comandas para aprendérmelo de memoria. El poema era de un francés. Decía más o menos que la carne era triste y que él, el poeta que escribió el poema, ya había leído todos los libros. No sé qué pensar, le dije, yo he leído muy poco, pero me parece imposible, de todas maneras, que alguien, por mucho que lea, pueda leer todos los libros del mundo, que me imagino deben ser muchísimos. No digo todos los libros, los buenos y los malos, sino sólo los buenos. ¡Deben ser muchísimos! ¡Como para pasarse las veinticuatro horas del día leyendo! Y no digamos los malos, que deben ser muchos más que los buenos y que, como todo en la vida, alguno debe haber que sea bueno y que merezca ser leído. Y luego nos pusimos a hablar de la «carne triste», ¿qué quería decir con eso? ¿Que ya había follado con todas las mujeres del mundo? ¿Que así como había leído todos los libros se había acostado con todas las mujeres del mundo? Perdona, Arturo, le dije, pero ese poema es una auténtica chorrada. Ni una cosa ni la otra es posible. Y él se puso a reír, se ve que le hacía gracia hablar conmigo, y dijo que sí era posible. No, le dije, no es posible, el que escribió eso es un fantasma. Seguro que se acostó con muy pocas tías, eso seguro. Y seguro que tampoco leyó tantos libros como presume. Me hubiera gustado decirle unas cuantas verdades más, pero era difícil mantener el hilo pues yo tenía que salir de la barra a cada rato a atender al público. Arturo estaba sentado en un taburete y cuando yo salía miraba su espalda o su cuello, pobrecito, o le buscaba la cara en la luna de los estantes de botellas. Y después yo terminé mi turno, aquel día salí a las tres de la mañana, y nos fuimos caminando a casa, en algún momento le sugerí que nos metiéramos en un after que está en la carretera de la costa, pero él dijo que tenía sueño, así que nos fuimos a casa, y mientras caminábamos le pregunté, como si le siguiera la corriente, qué había que hacer después de leerlo todo y acostarse con todas, según el poeta francés, claro, y él dijo viajar, irse, y yo le dije pues tú por no viajar ni siquiera vas a Pineda, y él no me contestó nada.
Lo que son las cosas, a partir de esa noche ya no pude olvidar el poema, pensaba en él no diré que continuamente pero sí a menudo. Me seguía pareciendo una chorrada, pero no podía sacármelo de la cabeza. Una noche que Arturo no vino a La Sirena me marché a Barcelona. A veces me pasa: no sé lo que hago. Volví al día siguiente, a las diez de la mañana, en un estado desastroso. Cuando llegué a casa él estaba encerrado en su habitación. Me metí en la cama y me puse a dormir sintiendo el tecleo de su máquina. Al mediodía tocó a mi puerta y como yo no respondía entró y me preguntó si me encontraba bien. ¿Hoy no vas a trabajar?, dijo. Que le den por culo al trabajo. Te voy a preparar un té, dijo. Antes de que me lo trajera me levanté, me vestí, me puse unas gafas negras y me fui a sentar a la sala. Pensé que iba a vomitar, pero no lo hice. Tenía una magulladura en la mejilla que no podía disimular con nada y esperé sus preguntas. Pero él no me hizo ninguna pregunta. Aquella vez no me echaron de La Sirena de puro milagro. Por la noche quise salir a tomarme unas copas con unos amigos y Arturo me acompañó. Estuvimos en un pub del Paseo Marítimo y luego encontré a otros amigos y seguimos la juerga en Blanes y en Lloret. En un momento de la noche le dije a Arturo que debía dejarse de tonterías y dedicarse a lo que de verdad quería, que era su hijo y las novelas. Si eso es lo que más te gusta, dedícate a ello, le dije. A él le gustaba y no le gustaba hablar de su hijo. Me enseñó una foto del niño, debía de tener unos cinco años y era igualito a su papá. Qué afortunado eres, cabrón, le dije. Sí, soy muy afortunado, dijo él. ¿Entonces por qué te quieres ir, mamonazo? ¿Por qué te gusta jugar con tu salud, si sabes que no la tienes muy buena, eh? ¿Por qué no te dedicas a trabajar y a ser feliz con tu hijo y buscas una mujer que te quiera de verdad? Curioso: él no estaba borracho, pero se comportaba como si lo estuviera. Decía que somatizaba las borracheras de los demás. O tal vez yo estaba tan borracha que no sabía distinguir a uno que estuviera borracho de uno que no lo estuviera.
¿Tú antes te emborrachabas?, le pregunté una mañana. Claro que sí, dijo él, como todos, aunque generalmente prefería estar sobrio. Ya me lo imaginaba, le dije.
Una noche tuve una pelea con un tío que intentó sobrepasarse. Fue en La Sirena. El tío me insultó y yo le dije que saliera afuera y me repitiera lo que había dicho. No me fijé que el tío iba acompañado. Esos prontos son los que un día me van a perder. El tío salió detrás de mí y yo le hice una llave y lo tiré al suelo. Sus amigos intentaron defenderlo, pero el encargado de La Sirena y Arturo los disuadieron. Hasta ese momento yo no me había dado cuenta de nada, pero cuando vi a Arturo y al encargado, no sé qué me pasó, me sentí libre, eso por encima de todo, y también me sentí querida, arropada, protegida, sentí que valía la pena y eso me alegró. Y, lo que son las cosas, esa misma noche, un poco más tarde, apareció Pepe y a las cinco de la mañana nos pusimos a hacer el amor y eso ya era lo máximo, la felicidad completa, mientras estábamos en la cama cerraba los ojos y pensaba en todo lo que había pasado esa noche, todas las cosas violentas y luego todas las cosas bonitas y cómo las cosas bonitas se habían impuesto a las cosas violentas y eso sin ni siquiera haber tenido que volverse demasiado violentas, digo, las cosas bonitas, yo me entiendo, y pensaba en esas cosas y le susurraba otras al oído de Pepe y de pronto, plas, me puse a pensar en Arturo, oí el tecleo de su máquina y en vez de asimilar esa imagen, en vez de decirme «Arturo también está bien», en vez de decirme «todos estamos bien, el planeta sigue su curso por los océanos de tiempo», en vez de hacer eso, como digo, me puse a pensar en mi compañero de piso y me puse a pensar en su estado de ánimo y me hice el firme propósito de ayudarlo. Y a la mañana siguiente, mientras Pepe y yo hacíamos unos estiramientos de músculo y Arturo nos miraba sentado en el sitio de siempre, empecé a atacarlo. Aquel día no sé qué le dije. Tal vez que se tomara el día libre, ya que él era su propio patrón, y que se fuera a pasar el día con su hijo. Y si eso fue lo que le dije debí seguramente de insistir tanto que al final Arturo dio su brazo a torcer y Pepe dijo que se fuera con él, que él lo acercaba hasta Arenys.
Aquella noche Arturo no apareció por La Sirena.
Volví a casa a las tres de la mañana y en uno de los teléfonos públicos del Paseo Marítimo me lo encontré. Lo vi desde lejos. Un grupo de turistas borrachos rondaba el teléfono que estaba al lado y que al parecer no funcionaba. Un coche estaba detenido en el bordillo, con las puertas abiertas y la música a todo volumen. A medida que me acercaba (iba con la Cristina) la imagen de Arturo se iba haciendo más nítida. Mucho antes de que pudiera verle la cara (estaba de espaldas a mí, empotrado en la cabina) supe que estaba llorando o a punto de llorar. ¿Era posible que se hubiera emborrachado? ¿Estaría drogado? Todas esas preguntas me hice mientras aceleraba el paso y dejaba a la Cristina atrás y llegaba a su lado. Justo entonces, mientras los guiris me miraban con extrañeza, pensé que tal vez no fuera él. Iba vestido con una camisa hawaiana que no le había visto nunca. Le toqué el hombro. Arturo, le dije, pensé que esta noche ibas a dormir en Arenys. Él se volvió y me dijo hola. Luego colgó el teléfono y se puso a hablar conmigo y con la Cristina, que ya me había dado alcance. Me di cuenta de que se había olvidado de sacar las monedas de la ranura. Había más de mil quinientas pesetas. Esa noche, cuando estuvimos solos, le pregunté qué tal le había ido en Arenys. Dijo que bien. Su mujer vivía con un tipo, un vasco, con el que parecía ser feliz y su hijo estaba bien. ¿Y qué más?, dije. Eso es todo, dijo él. ¿A quién estabas llamando? Arturo me miró y sonrió. ¿A la andaluza de los cojones?, dije. ¿A la gilipollas que te tiene sorbido el seso? Sí, dijo. ¿Y hablaste con ella? Sólo un rato, dijo, los ingleses no paraban de chillar y era molesto. ¿Y si ya no hablabas con ella qué demonios hacías allí, colgado del teléfono?, dije. Él se encogió de hombros y tras pensarlo dijo que se disponía a llamarla otra vez. Llámala desde aquí, le dije. No, dijo, mis llamadas son largas y luego la cuenta del teléfono te subirá mucho. Tú pagas tu parte y yo la mía, murmuré. No, dijo él. Cuando llegue la cuenta espero estar en África. Por Dios, qué tonto eres, le dije, anda, llama tranquilo, me voy a dar un baño, avísame cuando hayas terminado.
Recuerdo que me di una ducha, luego me puse crema por todo el cuerpo e incluso tuve tiempo para hacer unos pocos ejercicios delante del espejo empañado del baño. Cuando salí Arturo estaba sentado a la mesa, con una infusión de manzanilla y una taza de té con leche para mí, tapada con un platillo para que no se enfriara. ¿Has llamado? Sí, dijo. ¿Y qué pasó? Me colgó, dijo. Ella se lo pierde, dije yo. Soltó un bufido. Para cambiar de tema le pregunté cómo iba su libro. Bien, dijo. ¿Me dejas verlo? ¿Me dejas entrar en tu habitación y verlo? Me miró y dijo que sí. Su habitación no estaba limpia, pero tampoco estaba sucia. La cama sin hacer, ropa en el suelo, unos pocos libros desparramados por todas partes. Más o menos como la mía. Cerca de la ventana, en una mesa muy pequeña, había instalado la máquina de escribir. Me senté y me puse a mirar sus papeles. No entendí nada, por supuesto, aunque tampoco esperaba entender algo. Sé que el secreto de la vida no está en los libros. Pero también sé que es bueno leer, en eso estábamos los dos de acuerdo, es instructivo o es un consuelo. Él leía libros, yo leía revistas como Muscle Mag o Muscle amp; Fitness o Bodyfitness. Después nos pusimos a hablar de ese gran amor. Así lo llamaba yo, para burlarme de él, tu gran amor, una tía a la que conoció mucho tiempo atrás, cuando ella tenía dieciocho años, y a la que había vuelto a ver hacía poco. Los viajes de regreso a Cataluña siempre habían sido desastrosos. La primera vez, me dijo, el tren casi descarriló, la segunda vez volvió enfermo, con cuarenta de fiebre, hundido en la litera, sudando, envuelto en mantas y sin sacarse el abrigo. ¿Y estando tan enfermo esa tía te dejó subir al tren?, le dije mientras miraba sus cosas, tan poquitas cosas en realidad. Esa tía no te quiere, Arturo, pensé. Olvídala, le dije. Tenía que marcharme, dijo él, tenía que venir a ver a mi hijo. Me gustaría conocerlo, dije. Ya te he mostrado su foto, dijo él. Yo es que no lo entiendo, dije. ¿Qué es lo que no entiendes?, dijo él. Nunca hubiera permitido que un amigo enfermo, aunque ya no lo quisiera, aunque ya no estuviera enamorada de él, se subiera a un tren con cuarenta de fiebre, dije. Primero lo hubiera cuidado, me hubiera ocupado de que recobrara la salud, al menos una parte de su salud y luego lo hubiera despachado. A veces tengo muchos remordimientos, pensé, pero lo más raro es que no sé por qué, qué he hecho mal para tener remordimientos. Tú eres una buena persona, dijo él. ¿Y a ti te gustan las malas personas?, dije yo. La primera vez ella tuvo miedo de venir a vivir conmigo, dijo él, sólo tenía dieciocho años. No sigas, le dije, me voy a enojar contigo. Esa tía es una cobarde y tú eres un imbécil, pensé. Ya no tengo nada que hacer aquí, dijo él. ¿Por qué eres tan melodramático? La quería, dijo él. ¡Stop!, dije yo, no quiero seguir escuchando sandeces. Esa noche volvimos a hablar de la jodida andaluza cabrona y de su hijo. ¿Te falta dinero?, dije. ¿Te vas porque no tienes dinero? ¿No ganas lo suficiente? Yo te presto dinero. No me pagues el alquiler de este mes. Ni el del mes que viene. No me pagues hasta que tengas dinero de sobras. ¿Tienes dinero para comprar tus medicinas? ¿Vas al médico? ¿Tienes dinero para comprarle juguetes a tu hijo? Yo te puedo prestar. Tengo un amigo que trabaja en una juguetería. Tengo una amiga que es ATS en el ambulatorio. Todo tiene solución.