Al día siguiente, al llegar a casa, don Octavio ya me estaba esperando. Salimos sin decirnos nada y yo conduje, ingenua de mí, hacia Coyoacán, pero cuando don Octavio se dio cuenta me dijo que pusiera rumbo al Parque Hundido sin otra dilación. La historia se repitió. Don Octavio me dejó sentada en un banco y se puso a pasear en círculos por el mismo sitio que el día anterior. Antes yo le di sus medicinas y él se las tomó sin mayores comentarios. Poco después apareció el hombre que también paseaba. Cuando lo vio don Octavio no pudo evitar mirarme desde la distancia como diciéndome: ya ve, Clarita, yo nunca hago nada por nada. El desconocido también me miró y luego miró a don Octavio y por un segundo me pareció que dudaba, que sus pasos se volvían más inseguros, más dubitativos. Pero no se echó para atrás, como llegué a temer, y él y don Octavio volvieron a caminar y volvieron a cruzarse y cada vez que se cruzaban levantaban la vista del suelo y se miraban a la cara y yo me di cuenta que los dos iban al principio como muy alertas el uno del otro, pero a la tercera vuelta ya iban muy reconcentrados y ya para entonces ni siquiera se miraban al cruzarse. Y yo creo que fue entonces que se me ocurrió que ninguno de los dos hablaba, digo, que ninguno de los dos murmuraba palabras, sino números, que los dos iban contando, yo no sé si sus pasos, que es lo más lógico que se me ocurre ahora, pero sí algo parecido, números al azar, tal vez, sumas o restas, multiplicaciones o divisiones. Cuando nos marchamos don Octavio estaba bastante cansado. Le brillaban los ojos, esos ojos tan bonitos que tiene, pero por lo demás parecía como si hubiera hecho una carrera. Les confieso que por un momento me preocupé y me pareció que si le pasaba algo la culpa sería mía. Me imaginé a don Octavio con un ataque al corazón, me lo imaginé muerto y luego imaginé a todos los escritores de México que tanto lo quieren (en especial los poetas) rodeándome en la sala de visitas de la clínica en donde don Octavio suele hacerse los chequeos médicos y preguntándome con miradas francamente hostiles que qué diablos le había hecho yo al único premio Nobel mexicano, que cómo era que don Octavio había sido encontrado tirado en el Parque Hundido, un lugar tan poco poético y tan ajeno, por otra parte, a los itinerarios urbanos de mi jefe. Y en mi imaginación yo no sabía qué respuesta darles, salvo decir la verdad, que por otra parte yo sabía que no iba a convencerlos y entonces para qué decirla, mejor quedarme callada, y en ésas estaba, conduciendo por las avenidas cada día más insoportables del DF e imaginándome inmersa en situaciones llenas de palabras acusatorias y de recriminación, cuando escuché que don Octavio me decía vamos a la universidad, Clarita, que tengo que hacer una consulta con un amigo. Y aunque en ese momento vi a don Octavio tan normal como siempre, tan dueño de sí mismo como siempre, la verdad es que yo ya no pude quitarme del pecho la espinita de la inquietud, el peso de una premonición más bien negra. Máxime cuando a eso de las cinco de la tarde don Octavio me llamó a su biblioteca y me dijo que hiciera una lista de los poetas mexicanos nacidos digamos a partir de 1950, una petición no más rara que otras, es cierto, pero dada la historia en la que estábamos embarcados, turbadora en grado extremo. Yo creo que don Octavio se dio cuenta de mi inquietud, nada difícil por otra parte, pues me temblaban las manos y me sentía como un pajarito en medio de una tormenta. Media hora después volvió a llamarme y cuando yo acudí me miró a los ojos y me preguntó si confiaba en él. Qué pregunta, don Octavio, le dije, qué cosas se le ocurren. Y él, como si no me oyera, me repitió la pregunta. Claro que sí, le dije, confío en usted más que en nadie. Entonces él me dijo: de lo que yo te diga aquí y de lo que has visto y de lo que veas mañana, ni una palabra a nadie. ¿Estamos? Se lo juro por mi madre que en paz descanse, le dije yo. Y él entonces hizo un gesto como si espantara moscas y dijo a ese muchacho yo lo conozco. ¿Ah, sí?, dije yo. Y él dijo: hace muchos años, Clarita, un grupo de energúmenos de la extrema izquierda planearon secuestrarme. No me diga, don Octavio, dije yo y me puse a temblar otra vez. Pues sí, dijo él, son las vicisitudes a las que se expone todo hombre público, Clarita, deje de temblar, vaya a servirse un whisky o lo que sea, pero tranquilícese. ¿Y ese hombre es uno de aquellos terroristas?, dije yo. Me parece que sí, dijo él. ¿Y a santo de qué lo querían secuestrar, don Octavio?, dije yo. Eso es un misterio, dijo él, tal vez estaban dolidos porque no les hacía caso. Es posible, dije yo, la gente acumula mucho rencor gratuito. Pero tal vez la cosa no iba por ahí, tal vez sólo se trataba de una broma. Vaya bromita, dije yo. Lo cierto es que nunca intentaron el secuestro, dijo él, pero lo anunciaron a bombo y platillo, y así llegó a mis oídos. ¿Y cuando usted lo supo, qué hizo?, dije yo. Nada, Clarita, me reí un poco y luego los olvidé para siempre, dijo él.
A la mañana siguiente volvimos al Parque Hundido. Yo había pasado una mala noche, mitad insomne y mitad atacada de los nervios que ni siquiera la lectura balsámica de Amado Nervo había podido mitigar (entre paréntesis, yo a don Octavio nunca le decía que leía a Amado Nervo sino a don Carlos Pellicer o a don José Gorostiza, a quienes por supuesto he leído, pero ya me dirán a mí de qué sirve leer la poesía de Pellicer o de Gorostiza cuando lo que una quiere es tranquilizarse, en el mejor de los casos dormirse, la verdad es que en casos así lo mejor es no leer nada, ni siquiera a Amado Nervo, sino ver la televisión, y a más tonto sea el programa, mejor), y tenía unas ojeras enormes que el maquillaje no podía disimular y hasta la voz la tenía un poco ronca, como si por la noche hubiera fumado un paquete de cigarrillos o hubiera bebido demasiado o algo parecido. Pero don Octavio no se dio cuenta de nada y se subió al Volkswagen y partimos para el Parque Hundido, sin decirnos nada, como si toda nuestra vida hubiéramos estado haciendo lo mismo, que era precisamente una de las cosas que más me crispaba los nervios, esa facilidad del ser humano para adaptarse de pronto a lo que sea. Es decir: si yo me ponía a pensar calmadamente, como debe de ser, y me decía que habíamos ido al Parque Hundido sólo dos veces, y que aquélla era la tercera visita, bueno, me costaba creerlo, porque de verdad parecía que hubiéramos ido muchas más veces, y si admitía que sólo habíamos ido dos veces, pues resultaba peor, porque entonces me daban ganas de gritar o de estrellarme con mi Volkswagen contra algún muro, por lo que tenía que dominarme y concentrarme en el volante y no pensar en el Parque Hundido ni en aquel desconocido que lo visitaba a la misma hora que nosotros. En pocas palabras, esa mañana yo no sólo estaba ojerosa y demacrada sino que además estaba irracionalmente afectada. Ahora bien, lo que pasó aquella mañana, en contra de mis previsiones, fue bien diferente.
Llegamos al Parque Hundido. Eso está claro. Nos internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco como había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había realizado su encargo del día anterior y yo le dije sí, don Octavio, hice una lista con muchísimos nombres y él se sonrió y me preguntó si había memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me estaba tomando el pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré y él dijo: Clarita, averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me dijo. Y yo me levanté como una idiota y me puse a esperar al desconocido y para entretener la espera me puse a caminar hasta que me di cuenta que estaba repitiendo el trayecto de don Octavio en los dos días precedentes y entonces me quedé inmóvil, sin atreverme a mirarlo, con la vista clavada en el lugar por donde debía aparecer el desconocido cuya identidad debía averiguar. Y el desconocido apareció, a la misma hora que las dos veces anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya no quise dilatar más el asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo soy Ulises Lima, poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista que queda en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre no me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio, había estado consultando índices de más de diez antologías de poesía reciente y no tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en donde están censados más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no me sonaba para nada. Y entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor que está sentado allí? Y él dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía asegurarme): ¿quién? Y él dijo: es Octavio Paz. Y yo le dije: ¿quiere venir a sentarse con él un ratito? Y él se encogió de hombros o hizo un gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos encaminamos al banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer una presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real visceralista Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba al tal Lima a tomar asiento, dijo: real visceralista, real visceralista (como si el nombre le sonara de algo), ¿no fue ése el grupo poético de Cesárea Tinajero? Y el tal Lima se sentó junto a don Octavio y suspiró o hizo un ruido raro con los pulmones y dijo sí, así se llamaba el grupo de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo así estuvieron callados, mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de ser sincera. A lo lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo que me puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de preguntarle a don Octavio qué grupo era ése y si él los había conocido. Lo mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces don Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo Clarita, para cuando los real visceralistas yo apenas tenía diez años, esto ocurrió allá por 1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste dijo sí, más o menos, por los años veinte, pero lo dijo con tanta tristeza en la voz, con tanta… emoción, o sentimiento, que yo pensé que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo que hasta me mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la mañana y el Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco más próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de paso me llevé la lista que había hecho con los nombres de las últimas generaciones de poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el último, no estaba en ninguna parte Ulises Lima, puedo asegurarlo. ¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las salidas del parque. Los vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres se acercaban a nosotros. Vamonos, Clarita, oí que me decía don Octavio.