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Algunas mujeres iban vestidas con tiras de plástico negro y muy brillante, tiras que se enredaban llenas de chinchetas en torno a la garganta, que se en- roscaban por las piernas como serpientes, que rodeaban los pechos, dejando el pezón fuera. Había otras con camisas muy cortas, satinadas y de colores diversos, quizá rojas, verdes, amarillas; todos los tonos estaban saturados de ese fulgor violeta y eran rojos sombríos, verdes mortecinos, amarillos sucios. Se sentaban en silloncitos tapizados, o en sillas lacadas, o en taburetes; cruzaban las piernas y enseñaban las nalgas palidísimas. Una de las mujeres era el ser más grueso que yo jamás había visto. Tenía el pelo rubio con las raíces negras, unos labios morados, una bata guateada que le quedaba chica. Sentada como estaba en el sofá, se abría la bata y dejaba asomar un pecho tembloroso, grande como una rueda. En su cuartito había una lámpara de pie con la pantalla a cuadros; una cocinita aseada y recogida; una chimenea de mentira con un gato de escayola; un calendario de pared con la foto de un perro y una niña; una mesa con una tostadora y algunas tazas, como si estuviera a mitad del desayuno. Pero las tazas estaban todas limpias. Separaba la giganta las piernas descomunales y al fondo del túnel de carne de sus muslos se veía una maraña negra que ella se acariciaba. Rugía algún hombre a este lado del cristal, cercano a mí; y el so- nido reverberaba y se distorsionaba, como hacen los ruidos debajo del agua.

También parecía distorsionarse la imagen de las cosas: la realidad que yo veía no era firme. Sudaban los hombres un sudor violeta, aunque no hacía calor; y mis pasos resonaban sobre el empedrado como si el suelo estuviera hueco. Había muchos ventanales en ambas aceras; algunos estaban cerrados, con las cortinas echadas. Pero en los demás se pavoneaban todas esas mujeres, rubias y morenas, jóvenes y viejas. Un aturdimiento de labios pintados, ropas llameantes, vellos enredados. Y tanta, tanta carne. Me pareció reconocer a alguna por debajo del grueso maquillaje: vecinas del Barrio a las que Chico subía café a media tarde. Pero no a la mujer grande, a ésa no. Me toqué la frente porque me sentía febril, pero mi piel estaba fría, un poco húmeda.

Había atravesado ya casi toda la calle cuando la Vi. Su cuartito estaba adornado con sedas orientales: unas telas tan bonitas, yo lo sabía, aunque aquí tenían un color maligno, purulento. Vestía un cinturón dorado, caído en las caderas, del que colgaba una cortina de cuentas de cristal; aparte de eso no llevaba nada. Lo primero que vi fue el bonito cinturón, y las sedas del fondo. Después reconocí el tamaño y el perfil. A¡relai estaba sentada en una sillita diminuta, tenía las rodillas apretadas, las manos apoyadas en las rodillas. El cuerpo muy moreno y muy pequeño. Nunca la había visto desnuda antes. Tenía pechos. Como los de Amanda, a ella sí la había visto, pero chiquititos. Unos pechos muy raros en un cuerpo de niña. Se levantó y apoyó un pie sobre la silla; se abrieron los hilos de cristales y asomó un triángulo de carne del color del bronce con una hendidura en la mitad. Era como yo, no tenía vello. El Buga me había despreciado por ser tan pelona, pero ahora un hombre gordo que parecía estar algo borracho se arrimó a la ventana y lamió el cristal con su lengua rosa.

Entonces Airelai me vio: bajó la cabeza y descubrió mis ojos. Quise huir y no pude, tan fuerte me miraba. En ese momento llegó un viejo todo calvo que aporreó una puerta que había junto a la ventana. La enana se acercó y abrió. Del interior del cuartito salió una bocanada de aire tibio con olor a sándalo:

– Hoy no, Matías -dijo Airelai suavemente, Poniendo la mano en el pecho del hombre.

– ¿Cómo que no? ¿Y por qué no? -dijo él con suspicacia.

– Mira, me han venido a visitar, yo no me lo esperaba, esta noche no puedo.

El viejo se volvió y me miró. Guiñó los ojos y se rió.

– ¡Pero si sois dos! No sabía que había otra. Mucho mejor, me quedo.

– ¡No, Matías! No es como yo, fíjate bien. Es una niña de verdad.

El viejo me volvió a mirar con expresión estúpida. Frunció las cejas, preocupado:,

– ¡Sí que lo es, sí! Éste no es sitio para niñas, Dulce… -reconvino a la enana.

– Lo sé, lo sé. Yo no sabía que iba a venir te lo aseguro.

El tipo resopló y luego me palmeó la mejilla suavemente. Lo hizo con afabilidad, pero me dio asco.

– Muy bien, muy bien, me voy. ¡Pero mañana vuelvo!

– Claro, aquí estaré esperando. -Buenas noches -murmuró el viejo, y se fue renqueando un poco calle abajo.

– Es un buen tipo -comentó la enana-. Hemos tenido suerte. Pasa.

Me agarró del brazo y me hizo subir los escalones y entrar en el cuartito. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y corrió las cortinas inmediatamente. Se volvió hacia mí, cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y sus ojos llamearon:

– Si te ven conmigo, me quitarán la licencia y es probable que me metan en la cárcel. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Nunca había visto a la enana tan enfadada. Yo estaba mareada, sentía náuseas. Dentro del cuartito, con las cortinas echadas, el aire era de un color violeta incandescente, un aire venenoso e irrespirable. Quise hablar y escuché, ensordecedor, el zumbido eléctrico de los neones. Luego abrí los ojos y estaba en el suelo, con la cara de la enana sobre mí.

– Te has desmayado -dijo Airelai con voz tranquila-. Pero no pasa nada. Ya estás bien.

Aún oía el bisbiseo del neón, aunque no tan fuerte.

– Esa luz… -me quejé.

– Sí, es horrible, ¿verdad?

La enana encendió una lámpara de mesa con pantalla de pergamino y luego apagó los dos tubos fluorescentes. Súbitamente el mundo pareció recobrar otra vez sus sombras y su peso específico, la realidad material con la que siempre estuvo hecho. Me senté en el suelo, muy aliviada.

– Estoy mejor. Mucho mejor.

– Ven aquí. Despacio al levantarte. La enana se había puesto una bata de seda color guinda y había trepado a una cama llena de cojines que había junto a la pared. Me senté junto a ella. Ella estaba muy seria y yo algo triste.

– ¿Por qué has venido? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No sé.

– ¿Me has seguido?

– No. No lo sabía.

– ¿Qué es lo que no sabías?

– Que esto era así. Que tú estabas aquí.

– ¿Qué piensas que hago aquí?

La miré. Algo sucio, pensé. Algo sucio y húmedo y horrible. Como la lengua de aquel gordo.

– No sé.

– Contéstame.

– Frotarte con los hombres. Cosas sucias.

La enana suspiró.

– Estoy trabajando. No es el mejor trabajo que puede tener una chica, pero gano un dinero. Y con ese dinero se podrán marchar Amanda y el niño. ¿Cómo creías tú que yo me ganaba los billetes que traigo por las mañanas?

– No sé. Pensé que hacías embrujos y cosas de magia.

La enana se rió y encendió un nuevo palito de sándalo en el pebetero. Me olió un poco al olor de la abuela, a la habitación de doña Bárbara en la primera casa.

– Es algo parecido, en realidad. Embrujo a los hombres. Hago ilusionismo, porque meto ilusiones en sus cabezas… o un poco más abajo.

Volvió a reír.

– Les hago desearme y cumplo sus deseos. ¿Hay prodigio mayor que el cumplimiento de un deseo?

No contesté porque no comprendía la pregunta. Y porque sabía que no estaba hablando conmigo, sino con ella misma.

– Pero no, tienes razón, es un trabajo sucio. Y feo, y asqueroso, y a veces peligroso. Aunque se gana un buen dinero, mejor que en otros sitios. Y además, qué demonios, hay cosas peores, eso te lo aseguro. En fin lo dejaré en cuanto reúna lo suficiente.

– Yo sé dónde hay dinero. Mucho dinero -musité.

– ¿Ah, sí?

– Lo tiene Segundo. Una maleta llena. La tiene escondida en el camerino. En el armario de los focos. Hay que sacarlo todo, las baldas y todo, y quitar una madera que hay atrás. Y ahí hay un agujero con la maleta.

– Así que está ahí… -dijo la enana, pensativa-. Todo el tiempo tan cerca.

Sacudió la cabeza con decisión:

– Pero ese dinero no nos sirve. No podemos tocarlo. Está lleno de sangre y tiene dueño. Amanda no puede usarlo para irse, así que no tengo más remedio que seguir unas noches más en la ventana.

Cogí entre mis dedos un pico de la bata de seda. Tenía un tacto frío y suave, como la bola de cristal que colgaba de mi cuello.

– Airelai…

– ¿Qué?

– Airelai, cuando Amanda y Chico se marchen… Tú no te irás, ¿verdad?

La enana suspiró y se frotó la cara con las manos abiertas. Luego se inclinó hacia mí y me miró a los ojos:

– No te preocupes -dijo suavemente-. Me quedaré contigo hasta que tu padre vuelva.

– Yo sé por qué se escapó Chico de casa -me dijo un día la enana-. Y no tiene nada que ver con lo que todos creéis.

Era la hora de la siesta y estábamos las dos en la cocina, yo haciendo recortables con las hojas de una revista vieja y Airelai, que se acababa de levantar, tomándose un café y una tostada. Había colocado un cerro de cojines sobre la silla, como siempre, para poder alcanzar el tablero de la mesa. Tenía la enana la vida muy bien organizada para compensar lo menguado de su altura; ataba largos bramantes a los pestillos de las puertas y de las ventanas, por ejemplo, para no tener que empinarse al abrir y cerrar. Y poseía un pequeño y bonito escabel de madera pintada de rojo, con un agujero en el tablero superior para agarrarlo, del que siempre se servía cuando tenla que subirse a una silla o le era necesario alcanzar algo. En esta ocasión, sin embargo, y contra su costumbre, no se había ido a buscar el escabel, que tal vez estuviera en el camerino, escaleras abajo, y me había extendido los bracitos para que yo la alzara sobre la silla. Tragué aire, la abracé, tiré de ella con todas mis fuerzas y la senté fácilmente en los cojines. No pesaba nada. Creo que me ruboricé, porque era la primera vez que la cogía en volandas. A ella, en cambio, se la veía muy tranquila. Acabó Airelai su tazón de café, se arrellanó en los almohadones y empezó a contar- me lo que sigue:

«Sucedió una mañana, poco después de que Segundo regresara. Vi entrar a Segundo en el cuarto de doña Bárbara y cerrar la puerta; se estuvo allí dentro bastante tiempo, quizá media hora 0 quizá más, y se oía el murmullo indistinguible de sus conversaciones. Al cabo se escuchó gritar a Segundo: «¿Pero qué más quieres que haga? ¡Te libré del tipo ese, y lo hice YO› yo solo!”. Hubo unos pocos minutos más de apretados susurros, y luego Segundo salió de la habitación impetuosamente y con el rostro congestionado. Se fue a la cocina, agarró la botella de coñac y se dejó caer en una silla. Pero no bebió. A decir verdad, estaba completamente sobrio. Se quedó un buen rato quieto, con la botella agarrada por el gollete, la mirada perdida en la pared.

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