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Dije que no con la cabeza. Rita se mordisqueó el labio inferior y se me quedó mirando con gesto pensativo, dudando si contarme la historia o no. Esperé pacientemente, convencida de que al final me lo diría todo. Le gustaba demasiado hablar para poder callarse.

– Pues es una cosa horrible, luego no vas a poder dormir si te la cuento. Pero bueno, así es la vida, mejor es saberlo todo y no que luego te pille inocentona y tonta un desalmado. El caso es que se fue el Portugués y unos días después se llevaron a la comisaría a la Portuguesa. Parece que alguien les había denunciado porque el niño que tenían, te acuerdas, un bebé de año y pico, pues el niño había desaparecido, ya no estaba. Y buscaron al crío por todas partes y al final la mujer confesó que lo habían matado; y que lo habían enterrado este verano en las eras abandonadas que hay junto al parque nuevo. Lo hicieron precisamente el día que se inauguró el parque, cuando vinieron todos los figurones de la ciudad, ¿te acuerdas de eso? Y fueron al lugar que decía la mujer y sacaron los restos; y resulta que lo habían enterrado vivo al pobrecito.

Sacó un vaso de debajo del mostrador y se sirvió medio dedo del whisky barato que había estado trasvasando. Se lo bebió de un trago, tosió y carraspeó:

_La verdad es que está malísimo… Y tú no sabías nada de todo esto…

– No. No podía contarle, ni siquiera a Rita, lo que habían sido los primeros días del regreso de Segundo. En la resistencia azul, encima de nosotras, se achicharraron ruidosamente un par de moscas.

– Pues Chico lo sabía, estoy segura. Yo creo que fue,por eso por lo que se marchó de casa. Chico se escapó cuando se enteró de lo que el Portugués le había hecho a su hijo. Digo yo que pensó que Segundo podría hacerle a él lo mismo. Una tontería, porque nadie entierra vivo a un chico grande, arma mucho ruido. Sólo se entierra vivos a los bebés.

Rita cogió el tarro de barras de regaliz negras y rojas y empezó a revolver y a sacar los pedazos rotos, los grumos y muñones de la pasta dulce, errores de fábrica que siempre venían con cada envío. Hizo un montoncito en el mostrador delante de ella.

– Luego la mujer explicó que el hombre la había obligado a hacerlo, porque pensaba que el niño no era suyo: manías de esas de hombres locos y malos. Ahora por lo visto la que está loca es ella, y no me extraña. Me han dicho que han cogido al Portugués en no sé qué ciudad y que está en la cárcel. Espero que en prisión le claven un hierro en el culo. Y no digo más porque no quiero. De todas maneras el Portugués no ha debido de pasarlo muy bien con el comisario, ¿sabes cuál te digo?, el de los pelos grises. Porque dicen que el tipo este ha tenido un montón de problemas por dejar destrozados a los detenidos. Le llaman el Martillo.

Empujó hacia mí los recortes del regaliz. -Y por eso, por lo violento que es y por todos los problemas que ha tenido, es por lo que le han destinado al Barrio. Anda, coge los dulces y márchate, que te deben de estar esperando en casa. Tiene su gracia pensar que para el comisario somos un castigo.

Desde que la abuela murió, Segundo no había salido de casa. A menudo bajaba al club y se encerraba durante horas en el camerino; pero jamás volvió a pisar la calle. Ya no hacía su número de ilusionismo junto con la enana y el club permanecía cerrado día y noche: por lo visto, y para mi sorpresa, el local era nuestro.

– Tú crees que le está haciendo efecto el embrujo de alifio que le hicimos? -le preguntaba Amanda a la enana, en un susurro, llena de esperanzas.

Porque Segundo estaba desconocido, silencioso y ausente. Apenas si comía y en poco tiempo adelgazó de manera notable. La ropa le colgaba de los hombros, que ahora se le veían picudos y abrumados, y le hacía grandes bolsas cuerpo abajo. Se pisaba los pantalones, porque se le caían; y la cara había perdido su consistencia carnal y la fuerza animal que tenía antes. Ahora la delgadez le había tallado en el rostro unos pómulos altos, y los ojos ardían grandes y muy oscuros sobre una nariz mucho más larga. Segundo ya no se parecía a sí mismo, sino más bien a otro: quizá a su padre muerto, en aquel retrato de ojos muy abiertos que tenía la abuela sobre la mesilla y que se quemó en el incendio.

– Dime, ¿tú crees que está bajo mi influjo? -insistía Amanda.

Y la enana observaba a Segundo con ojo crítico y contestaba:

– No. No es eso. Es que está esperando. Así pasaban los días y esperábamos todos; Segundo y yo, a mi padre; Amanda y Chico, a que Airelai reuniera el dinero para poder irse; la enana, la llegada de su buena Estrella. Los días transcurren lentos y pegajosos para el que espera; las horas se adhieren las unas a las otras en un revoltijo sin color y lo único que queda en la memoria es la escocedura del deseo. Por eso apenas si recuerdo nada de aquellos días finales: son una nube gris en mi pasado. Y si miro hacia entonces sólo me veo de una manera, siempre igual: en la plazuela junto a casa, sentada en el reborde de la fuente a medio terminar que tanto le gustaba a la abuela, vigilando el extremo de la calle y con- templando cómo daban la vuelta a la esquina los minutos.

Por las noches apenas si dormía. Me metía en la cama y apagaba la luz, y era como si se hubiera encendido un neón dentro de mi cabeza. Imposible cerrar los ojos, imposible descansar: los nervios de mi cuerpo eran hilos de fuego. Me agarraba al borde de la estrecha cama, boca arriba, y la oscuridad daba vueltas frente a mí. Me faltaba algo, me perseguía algo, me dolía algo. Fueron días tensos y noches angustiosas, las noches y los días de los últimos tiempos.

Fue entonces cuando empecé a escaparme de casa mientras todos dormían. Esperaba a que Chico se perdiera en la respiración profunda de los sueños y entonces me vestía a tientas con las ropas que había dejado a los pies de la cama. Salía de puntillas: el pasillo estaba tan oscuro que no se advertía ninguna diferencia de visión si cerrabas los párpados. Pero yo me conocía de memoria todos los rincones y todos los pasos; y los baldosines que bailaban y tintineaban, para así evitarlos. Abría la puerta y me llevaba la llave que Amanda siempre dejaba puesta por el interior en la cerradura, para que así no pudiera forzarse la entrada con una ganzúa. Bajaba luego las escaleras interiores y llegaba ahí la peor parte: atravesar el club cerrado y salir a la calle. Seguía sin verse nada, ni la sombra de los dedos puestos a un palmo de la cara; pero yo sabía que ahora en torno a esas tinieblas se extendía la lóbrega enormidad del club, así como antes sólo me rodeaba la seguridad del pasillo de casa. Y en ese espacio inmenso e inmensamente oscuro cabían miedos muy grandes. Cruzaba entonces las sombras sin respirar y a toda prisa, hasta que al fin conseguía alcanzar la puerta del club y salía a la calle, al alivio del aire libre y de la luz de las farolas.

Ya no me daban miedo ni la noche ni la calle; o tan sólo me producían un miedo relativo, el miedo sabio y necesario de la supervivencia. Recordaba mi llegada al Barrio con Amanda y el pánico de esas puertas rojas y esas luces, de esos hombres bisbiseantes que parecían dispuestos a devorarnos. Ahora yo les conocía a casi todos por su nombre: ése era el Mico, aquel que estaba cojo el Margarita, este de la nariz tan grande y toda llena de pelos Paco Pipas. Y ahora sabia que eran en efecto peligrosos, hombres malos y locos, como diría Rita; pero también hombres con unas costumbres y unas normas que generalmente respetaban. Yo estaba dispuesta a cumplir todas las reglas, si me los encontraba: a ser humilde y obediente. Pero sobre todo procuraba que nadie me viera. Era pequeña y flaca y sabía cómo escurrirme entre las sombras.

Vagabundeé así algunas madrugadas, vigilando siempre el horizonte por si veía llegar a un forastero. Recorría las calles principales, las de paso obligado para cruzar el Barrio; y cuando el cielo empezaba a desteñirse en una línea de sucio color gris junto a los tejados, me volvía a casa y a la cama. Y entonces sí dormía, con un sueño como la muerte, sin imágenes.

Siempre evité la calle Violeta, la de los resplandores en las ventanas, que arrancaba de manera perpendicular, rechoncha y corta, de una de las calles principales del Barrio. Airelai, Amanda y la abuela me habían prohibido que la pisara, y no la pisé durante muchas noches. Pero doña Bárbara había muerto, la casa se había quemado, Segundo ni tan siquiera nos miraba. Quiero decir que el mundo había cambiado tanto que las antiguas prohibiciones estaban empezando a parecer demasiado antiguas. Una noche llegué al límite de esa calle secreta y atractiva y sin pa- rarme a pensarlo di un paso adelante, y después otro más. Me detuve, miré a mi alrededor y comprobé que ya me había internado algo así corno un metro en la calle Violeta. Que no se llamaba de verdad Violeta: leí la chapa municipal clavada a la pared y ponía Calle de la Jara. Las ventanas iluminadas empezaban unos cuantos metros más allá; había algunos coches, no muchos, aparcados junto a las aceras, y bastantes hombres paseando lentamente junto a las ventanas. No me gustaban esos hombres: había demasiada luz y demasiada gente y me verían, y quizá se enfadaran y me dijeran: «Ésta es una calle prohibida para las niñas», corno me había dicho doña Bárbara, mu- cho tiempo atrás, con su voz de trueno.

Pero ahora que estaba aquí la curiosidad me resultaba insoportable. La calle se extendía ante mí, recta y corta, cayendo cuesta abajo; la zona de luz no abarcaba demasiado. Probablemente pudiera cruzar deprisa, como si fuera a cumplir algún recado, a buscar medicinas para mi abuela muerta, antes de que ninguno de esos hombres se fijara en mí. De hecho, y mientras pensaba en todo esto, un par de tipos habían entrado en la calle y pasado a mi lado, entre las sombras, sin siquiera echarme una ojeada. Eso acabó de decidirme: apreté los puños, tomé aire y me lancé a buen paso por la cuesta.

En cuatro zancadas alcancé la zona iluminada y entré en ella como quien se zambulle en una piscina: casi me extrañó que no se escuchara el ruido de las salpicaduras. Parpadeé, cegada y aturdida por esa luz violeta extraordinaria, que aplastaba los rostros y los objetos y chupaba el color de las cosas. Era un aire lívido y pesado; los movimientos, aquí dentro, pare- cían más lentos, minuciosos e inacabables movimientos de vídeo ralentizado o de pesadilla. Miré a mi alrededor: ojos vidriosos, un músculo que tiembla parsimoniosamente en una mejilla, un dedo que se alza en el aire muy despacio. No me veían los hombres de la Calle; todos estaban concentrados en mirar a los muros. Y en los muros había unos ventanales fantasmales, grandes vidrieras resplandecientes que se abrían sobre pequeños cuartitos; y en cada cuartito había una mujer que sonreía a los hombres del otro lado del cristal, o les hacía gestos, o les ignoraba, bañada en la amoratada luz de los neones.

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