De lo que voy a contar yo fuí testigo: de la traición de la enana, del asesinato de Segundo, de la llegada de la Estrella. Sucedió todo en una época remota de mi infancia que ahora ya no sé si rememoro o invento: porque por entonces para mí aún no se había despegado el cielo de la tierra y todo era posible. Acababa de crearse el universo, como se encargó de explicarme doña Bárbara: «Cuando yo nací», me dijo, «empezó el mundo». Como yo era pequeña y ella ya muy vieja, aquello me pareció muchísimo tiempo.
Por buscarle a mi relato algún principio, diré que mi vida comenzó en un viaje de tren, la vida que recuerdo y reconozco, y que de lo anterior tan sólo guardo un puñado de imágenes inconexas y turbias, como difuminadas por el polvo del camino, o quizá oscurecidas por el último túnel que atravesó la locomotora antes de llegar a la parada final. De modo que para mi memoria nací de la negrura de aquel túnel, hija del fragor y del traqueteo, parida por las entrañas de la tierra a una fría tarde de abril y a una estación enorme y desolada. Y en esa estación entrábamos, resoplando y chirriando, mientras las vías muertas se multiplicaban a ambos lados del vagón y se retorcían y brincaban, se acercaban a las ventanillas y se volvían a alejar de un brusco respingo, como las tensas gomas de ese juego de niñas al que probablemente había jugado alguna vez en aquel tiempo antiguo del que ya no me acordaba ni me quería acordar.
Bajaron todos del tren antes que yo, impulsados por la ansiedad habitual de los viajeros, que más que caminar parecen ir huyendo. Veía perderse sus espaldas andén adelante, las espaldas de los gabanes y los impermeables, de las mujeres y los hombres que se habían interesado tanto en mí durante el trayecto, que me habían preguntado, y ofrecido chocolate y caramelos, y acariciado amistosamente las mejillas, y ahora esas espaldas se alejaban afanosas arrastrando maletas y me dejaban sola, el tren ya muerto y callado tras de mí, por encima una bóveda de hierros oscuros y cristales sucios, por abajo un pavimento gris que despedía un desagradable aliento helado. Mis piernas, desnudas entre los calcetines blancos y la falda de vuelo, tiritaron de frío.
Entonces una sombra azul se inclinó sobre mi cabeza y me envolvió en un perfume dulce y pegajoso.
– Hola… Eres tú, ¿verdad?
No supe qué contestar. Olía a violetas.
– Pues claro que eres tú, qué pregunta tan boba… -continuó la mujer atropelladamente-: Yo soy Amanda, ¿te acuerdas de mí? No, claro, cómo vas a acordarte, si eras tan chica cuando te llevaron… Soy tu tía Amanda, la mujer de tu tío… Antes, hace años, vivíamos juntas. Antes de que te llevaran al orfanato. Tu madre y yo éramos muy amigas. ¿Te acuerdas de tu madre? Ay, me parece que tampoco debería hablarte de esto… Fíjate si soy tonta, estoy un poco nerviosa… Y bueno, pues aquí estamos…
Había hablado de un tirón, sin respirar. Tenía cara de susto. Levantó la mano a la altura de la boca y la dejó ahí unos instantes, blanda y colgante, como si hubiera pretendido morderse las uñas y se hubiera arrepentido en el último segundo. Era joven, con los ojos muy redondos y las mejillas carnosas y pálidas. Llevaba un abrigo largo de color azul claro y una gorrita de punto que parecía hecha en casa. Me miró, sonrió, removió los pies en el suelo, carraspeó: era la imagen misma de la indecisión. Al fin se agachó y levantó sin esfuerzo la pequeña maleta.
– Qué bien, pesa poco… Me alegro porque tendremos que caminar un rato. Bueno, mejor nos vamos, ¿no?
Me agarró de la mano de la misma manera que había cogido la maleta: apretando fuerte, como si me fuera a escurrir de entre sus dedos. Recorrimos el andén, cruzamos unas puertas automáticas y nos zambullimos en el vestíbulo central y en un estruendo bárbaro de altavoces y gritos. Avanzó Amanda entre los remolinos de gente agachando la cabeza y apretándome la mano hasta hacerme daño. Un nuevo par de puertas automáticas se abrió ante nosotras con un suave bufido y nos encontramos en la calle. A nuestro alrededor se extendía la ciudad, cegadora como un incendio. Torres de cristal, escaparates luminosos y recargados, hipnotizantes anuncios de colores. Arriba, un trocito de cielo rosa y un chisporroteo de vidrios encendidos por el sol de la tarde.
– Cuántas luces… -exclamé, admirada.
– Es bonita, ¿verdad? -contestó Amanda con un suspiro-.
Por esta parte la ciudad es muy bonita. Claro que yo tampoco la conozco mucho. Llegué anteayer, y ellos creo que llegarán mañana. Pero vámonos antes de que anochezca.
Yo no sabía quienes eran ellos, pero tampoco me atreví a preguntar. Las niñas no preguntan, y menos si vienen de donde yo venía. Así que echamos a andar, Amanda a buen paso y la maleta y yo colgando de cada una de sus manos. Era la primera vez que veía una ciudad tan llena, tan aturullante, tan cubierta de brillos. No parecía real: era una verbena, una embriaguez de oro. Las aceras estaban adornadas con canastas de piedra llenas de flores naturales, y los escaparates de las tiendas se sucedían los unos a los otros, repletos de tesoros indecibles y derrochando luces. Y luego estaba la gente, todos esos hombres y mujeres que iban y venían con crujientes paquetes en las manos, crujientes sus sonrisas, crujientes sus trajes, todos ellos crujientes desde la coronilla a la punta de sus finos zapatos, como si fueran nuevos, personas a estrenar, sin nada desgastado. Todos ellos, todos, aun siendo muchísimos, vivían en esa ciudad maravillosa, y sin duda tenían casas luminosas y nuevas y eran felices. Y entonces empecé a pensar que quizá también nosotras tuviésemos una bonita casa a la que ir; y que seguramente estábamos a punto de llegar, porque el cielo se iba apagando y la noche bajaba más y más, y las niñas, sabía yo, no podían estar por la noche en las calles. De modo que cada esquina que doblábamos me decía: será aquí. Pero nunca era y continuábamos andando.
Y anduvimos tanto que los escaparates empezaron a escasear y se acabaron las canastas de piedra con flores. Ya no había tantas luces como antes y el aire tenía el color azulón de mi falda tableada. Baba, dije para mí; Baba, que lleguemos pronto. Empezaba a sentirme muy cansada. Las casas eran todas iguales y bonitas, con molduras blancas que parecían merengues; y había muchos árboles, y en cada árbol un perro husmeante, y junto a cada perro un hombre o una mujer, un niño o una niña. La ciudad, por aquí, ya no era una verbena, sino un lugar limpio y quieto, calles primorosas en las que parecía fácil ser feliz. Todo el mundo se preparaba para cenar, la ciudad entera desplegaba ruidosamente sus servilletas, y se acercaba ya la línea de oscuridad definitiva, la noche secreta, adulta e inhabitable. Amanda apretaba el paso y yo la seguía. Y atrás iban quedando los perros, los árboles, las ventanas de visillos cremosos y luz caliente.
Bordeamos parques negrísimos que ya habían sido devorados por las tinieblas, cruzamos calles que parecían carreteras, dejamos atrás las vías del tranvía. ¿En qué momento había desaparecido la gente? Miré hacia atrás y hacia delante y no pude ver a nadie. No había un solo comercio y los portales estaban cerrados. Tropecé: el suelo ya no era regular y había baches, losetas desmigadas, agujeros. En la acera de enfrente apareció una gasolinera iluminada pero vacía; el viento hacía chirriar un anuncio de aceites hecho en chapa. Le eché una ojeada a Amanda: bajo la fría luz de neón se la veía pálida y extraña, con la boca apretada y la mirada fija. Dejamos la estación de servicio atrás y a cada paso se espesaban las sombras. Ahora sí que era de noche; y por la calle ni tan siquiera circulaban coches.
Estaban abandonadas. Las casas por las que pasábamos ahora estaban abandonadas y ruinosas. Ciegas ventanas con los vidrios rajados. Puertas tapiadas con cartones. Muros desconchados. Negros almacenes con la techumbre rota. El aire olía a orines y dejaba en los labios como un sabor a hierro. Alguien apareció en una esquina. Una sombra gris apoyada en la pared. La mano de Amanda apretó la mía y caminamos un poco más deprisa. La sombra nos sonrió cuando pasamos a su lado: Amanda no miró, pero yo sí. Era una mujer muy grande que parecía un hombre. 0 quizá fuera un hombre y parecía mujer. Pantalones, gabardina y unos hombros tan anchos como un boxeador. Pero el pelo rubio chillón lleno de rizos, la cara muy pintada y una boca mezquina del color de la sangre. Miré hacia atrás: allá al fondo, muy lejos, la gasolinera parecía flotar, como un fantasma, en el resplandor verdoso del neón.
Cruzamos de acera y doblamos por la siguiente esquina: el eco de nuestras pisadas resultaba ensordecedor en el silencio. Empezó a lloviznar. La calle era un túnel oscuro; junto a las escasas y débiles farolas se agitaban las sombras. La noche se extendía sobre el mundo como una telaraña descomunal: en algún rincón acecharía la araña, con las patas peludas, hambrienta y esperándonos. Caminábamos cada vez más deprisa. Amanda iba con la cabeza baja, como pronta a embestir; yo daba pequeñas carreras y jadeaba, y el pecho me pesaba, y el aire húmedo y frío entraba como un dolor en mis pulmones, y en uno de mis costados se hincaba un largo clavo. Las farolas hacían brillar de cuando en cuando el suelo mojado: era un reflejo sombrío, como si las tinieblas, espesas y grasientas, se estuvieran derritiendo sobre el asfalto.
Súbitamente apareció un hombre ante nosotras, salido de la nada y de lo oscuro. Y se acercó con las manazas abiertas y los brazos extendidos, como los monstruos de los malos sueños. Apreté los párpados y pensé: Baba, que se vaya, que desaparezca, Baba, Babita, que no me pase nada… Pero volví a mirar y aún seguía ahí. Vestido con harapos, la barba crecida, los ojos acuosos, como si llorara. Pero sonreía. Amanda dio un tirón, cambió de rumbo, le esquivamos limpiamente como los peces se esquivan en el último momento los unos a los otros en la estrechez de sus peceras; y allá atrás quedó el hombre barbotando palabras que no pude entender, mientras nosotras caminábamos deprisa, muy deprisa, sin correr porque correr hubiera sido rendirse al peligro; sólo caminábamos lo más deprisa que podíamos, con el corazón entre los dientes y perseguidas por el redoble hueco de nuestros propios pasos.
Torcimos por una nueva calle y había luces. Pero no eran luces como las de antes, como el centelleo de la ciudad céntrica y hermosa; eran unos cuantos puñados de bombillas desnudas, agrupadas aquí y allá sobre algunas puertas. De cerca te cegaban y te deslumbraban, pero en cuanto te alejabas cuatro pasos te atrapaban de nuevo las tinieblas: parecían puestas para aturdir, no para iluminar. Subimos por la calle y nos decían cosas. Hombres extraños que había debajo de las bombillas y que nos invitaban a pasar. Y por las puertas entreabiertas salía humo y un resplandor rojizo, un aliento de infierno. Repiqueteaban los tacones de Amanda en las baldosas húmedas, redoblaba mi corazón dentro del pecho; subíamos y subíamos, mirando hacia delante, como si los hombres no existieran, y ellos gritaban, murmuraban, reían, extendían hacia nosotras sus zarpas diablunas. La calle se hacía más y más empinada y las piernas pesaban como piedras; era un vértigo de luces y de sombras y el calor de las bombillas me secaba las lágrimas.