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Algo suave y tibio se frotó contra mis piernas. Era un gato, no, una gata, tal vez uno de los animales de mi abuela. Los felinos se habían dispersado después del incendio y ya no habíamos vuelto a verlos. Pero esta gatita cariñosa me parecía conocida: le rasqué la barbilla, le levanté la cara. Esas orejas triangulares pintadas de blanco en la punta, las rayas de suave gris y blanco sobre el lomo… Estaba muy delgada, casi esquelética, pero sin duda era Lucy Annabel Plympton.

– Mi querida Lucy, cuánto tiempo sin verte… -dije en voz alta, rascándole la escuálida barriga. Y luego añadí, porque doña Bárbara siempre quiso que se repitieran los nombres enteros-: Lucy Annabel Plympton.

La gata ronroneó encantada. Recordaba perfectamente la tarde que habíamos visto su nombre en el cementerio. Fue en una lápida muy vieja, rajada por la mitad y con moho en las fisuras. «Lucy Annabel Plympton,», decía la inscripción de la piedra: «Amante del árbol y del viento y del agua, de los pájaros y de las flores y de las bestias amigables». Una bestia amigable era la gata, que ahora se estiraba y rodaba juguetonamente por el suelo. De modo que Lucy tenía más o menos dieciocho años al morir. ¿Qué era la muerte? Yo ya sabía lo que era la muerte. Había visto al Buga y a la abuela. Era no ver, no oler, no tocar, no estar. Era desaparecer para siempre jamás. Un vértigo, un miedo mayor que el de las escaleras más oscuras, o el de cruzar el club entre tinieblas. Pero eso sólo les sucedía a los otros. Yo no podía morir: era una niña. La gata me lamió un tobillo, maulló una vez y se marchó corriendo.

Me acordé entonces, no sé por qué, de la foto que mi padre me había dado. ¿Cómo había podido olvidarme de ella durante tanto tiempo? Me temblaba la mano de excitación cuando la saqué del bolsillo de la falda. Era un cartón duro y amarillento, no como las fotos modernas; y tenía un color desvaído y tostado, como la de la enana Lucía Zárate.

Miré la imagen con atención a la luz de la farola. Era una niña más o menos de mi edad, con el pelo rizado y despeinado, movido por el viento. ¿No había dicho mi padre que era una foto de mi abuela? Pero no se parecía a doña Bárbara. La niña era delgada y fuerte; vestía una especie de combinación de algodón con encajes que le llegaba a media pierna y que también flameaba al aire, y unos calcetines, sólo calcetines, no zapatos, todos arrugados en los tobillos y quizá mojados. También los bajos de la combinación parecían empapados: la tela se adhería a su pierna derecha. La niña estaba de pie sobre la arena fina de una playa vacía y a sus espaldas se veía la línea más oscura de un mar espumeante. Miraba de frente la chica y sonreía alegre y orgullosa, envuelta en esa brisa húmeda que debía oler a verano y a peces: las cejas altas, los ojos achinados, la barbilla redonda. Una mano de hielo me apretó el estómago:

No se parecía a doña Bárbara, sino a mí. La niña llevaba al cuello una bola de vidrio. Mi bola de vidrio, la que la abuela me había regalado, con el mismo y diminuto espíritu turbio congelado dentro del cristal. Me llevé la mano al pecho y toqué la esfera suavemente: seguía estando fría, como siempre. La niña llevaba la cadena de la bola como Yo, con una doble vuelta: también debía de ser demasiado larga para ella. A sus espaldas, el mar relucía reflejando un sol que no estaba en la foto. Había una dedicatoria en una esquina, escrita con una tinta un poco corrida y con una letra infantil y redonda: «Para mi querido Papá de su pequeña Baba».

Me metí la foto en el bolsillo y la empujé con fuerza hacia abajo, contra la tela del fondo, hasta que el viejo cartón crujió bajo mis dedos. De repente me irritaba esa niña, ese retrato que mi padre había llevado en su cartera, ese viento, ese mar, esa dedicatoria estúpida. Saqué de nuevo la foto; se había abarquillado y en el envés habían aparecido algunas fisuras. Me incliné sobre el estanque: un palmo de agua negra, botes de cerveza arrugados, vidrios ro- tos, plásticos flotando, una bota de niño varada en mitad de la pileta sobre un revoltijo de trapos sucios. Abrí los dedos y dejé caer el retrato. Se quedó en la superficie, con la parte abarquillada hacia arriba. Batí un poco el agua con las manos, creando una ligera corriente que se llevó la foto hacia el centro del es- tanque, como un barquito. Allí empezó a escorarse poco a poco: el cartón debía de estarse empapando. Se hundía el barquito en la estela de luz que la farola pintaba sobre el agua podrida, lo mismo que el sol pintaba caminos relucientes sobre los mares vivos. Pensé en mi padre, en si se molestaría por lo que yo había hecho con el retrato. Pero él me lo había dado.

Miré hacia nuestra calle y estaba oscura, sin que nadie apareciera por la esquina. Miré hacia la fotografía y ya no estaba. Suspiré y me sequé las manos con la falda. Seguí esperando.

Llevaba sentada en el duro reborde un tiempo incalculable y me dolía la espalda. Me puse en pie y caminé un poco; casi sin darme cuenta me encontré en la esquina de nuestra calle. Desde allí se veía, allá al fondo, la puerta del club, que estaba bien cerrada. Me asustó mi propia temeridad: no quería que mi padre me descubriera espiándole de nuevo y retrocedí unos cuantos pasos apresuradamente. Me quedé de pie en mitad de la glorieta irregular, lejos de la esquina y del estanque, en una tierra de nadie a la que apenas si llegaba la luz de la farola. La cara me ardía allí donde mi padre me había acariciado con su dedo, como si tuviera la mejilla tajada, la piel herida. Por encima de mi cabeza había un cielo redondo y líquido, un plácido lago de aire negro reluciente de estrellas. Chisporroteaban en silencio sobre mí, hermosos fuegos fríos; y yo era el centro de todo ese derroche de energía. La Tierra oscura y tibia, dormida bajo mis pies, me sostenía.

Entonces sucedió, entonces fue el prodigio. Oí un estampido a mis espaldas y el cielo enrojeció. Me volví y ahí estaba, en una esquina de la noche, sobre los edificios, tronando y restallando como para avisar de su llegada, incendiada de colores, una masa llameante y poderosa, aún más bella y más impresionante que en la foto del baúl: era la Estrella de la enana.

La reconocí enseguida, supe que era ella, no podía ser otra, la Estrella mágica de la Vida Feliz, una bola de fuego cegadora que devoraba toda la oscuridad. Tronó la Estrella nuevamente y de súbito estalló en mil pedazos, mil estrellas menores, ascuas vivas. Yo asistía embelesada a esa lluvia de oro y vi caer una tras otra las lágrimas de fuego y apagarse en las sombras, Al fin el cielo se vació, el aire se calmó, la noche volvió a remansarse en su negrura. Me quedé temblando en medio de la plaza, que ahora parecía tan mortecina y fea tras el prodigio. Hablaban los vecinos con gran excitación, asomados a los portales y las ventanas, sin saber que lo que había sucedido era por mí y que eso que habían visto era mi Estrella, que había venido desde los remotos cielos siderales para demostrarme que la vida era dulce y que los deseos siempre se cumplían. Alguien regó unos tiestos de geranios, cayó una cortina de gotas sobre el suelo, se respiró el olor verde y vivo de las plantas. Arriba, en la noche recién apagada, una media luna suave y perezosa navegaba en un pequeño mar de nubes. Tanta vida por delante, y toda mía. Y así, tranquila al fin, regresé al áspero borde del estanque y me senté a esperar que volviera mi padre.

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