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– ¿Qué quieres hacerme? ¿Para qué has venido? -chilló Segundo con un trémolo de histeria.

– ¿Dónde está el dinero?

– ¿Qué dinero? ¡Por todos los santos, Máximo, se quemó!

Recuerda que te vi…:¡En el segundo incendio! Se quemó en el segundo incendio.

Mi padre escupió al suelo.

– Me das asco.

_¿ Por qué me tratas así? ¿Por qué me habéis tratado siempre así? No es justo. Y no me conocéis. No me conoces. -Extendió las manos ante sí y bajó la voz-: He matado. Yo he matado. Deberíais tenerme más respeto. Y más miedo. Soy un hombre peligroso.

– La mataste a ella. Lo sé. Ésa es una de las razones por las que he venido -susurró mi padre con una voz helada que me resultó desagradable.

– ¡No! No, no, no -chilló de nuevo Segundo-. Eso fue un accidente. Un cortocircuito. Cielo santo, Máximo, nunca me has dejado vivir, ¿por qué me persigues?

Una pequeña mano se aferró a mi brazo y junto a mí estalló una vocecita furibunda:

– Qué demonios estás haciendo aquí? Era Airelai, una extraña Airelai de ojos llameantes.

– YO… Mi padre… Ése es mi padre, Airelai…

– ,Ya lo sé, idiota! -rugió la enana.

Miré hacia el escenario: Segundo se retorcía las manos y mi padre me contemplaba con gesto desabrido.

– Vete -me dijo él, con esa voz helada tan terrible. Me eché a llorar.

– Perdón… Yo no quería…

– Vete, Baba -habló de nuevo mi padre, ahora más suave-. No te preocupes. No pasa nada. Vete al estanque y no te muevas de allí, que dentro de un rato iré a buscarte, Airelai me empujó ligeramente hacia la puerta.

– Se ha enfadado conmigo -dije, abrumada.

– No se ha enfadado. Yo sé que no. Ya lo verás. Vete al estanque y espéranos -me consoló la enana.

Antes de que pudiera darme cuenta me encontré parpadeando en la calle, deslumbrada, con la puerta del club cerrada a mis espaldas. Caminé cansinamente hacia la plazuela, angustiada por mi propia torpeza. En la fuente había unos niños ahogando a una lagartija. Me senté en el reborde de hormigón, en el mismo lugar en donde antes había estado, sólo que ahora mirando hacia el otro lado, hacia la esquina por donde mi padre tendría que aparecer. La superficie rugosa del cemento me arañaba los muslos y la tarde pesaba sobre mi cabeza. Y así empezaron a pasar las horas lentamente.

Luego, mucho después de que mi padre muriera y de que todo acabara, estando Chico y yo juntos y solos en la casa nueva mientras el invierno se apretaba detrás de los cristales, el niño me contó lo que había sucedido en el club aquella tarde. Y esto fue lo que dijo:

«Yo estaba allí: oí los gritos desde casa y bajé. Estuve allí todo el rato; incluso te vi a ti, y vi cómo te echaban. Yo estaba escondido en la escalera interior, detrás de la cortina. Tú deberías haber hecho lo mismo: fuiste muy torpe quedándote ahí en medio corno boba. Ya sabes que, mirando por la rendija, entre las cortinas, se puede ver el escenario perfectamente. Un poco de refilón, pero muy cerca.

»Cuando tú te marchaste la enana dijo: “Yo sé dónde está el dinero”. Al oírla, Segundo empezó a chillar: “¿Qué dinero, qué dinero?”. Pero Airelai ni le miró: “Está en el camerino, en una maleta azul, dentro de un doble fondo que hay en el armario”, dijo muy tranquila. “¿Estás segura?”, preguntó Máximo. “Acabo de pasar a comprobarlo.» Entonces Máximo se acercó a su hermano y le agarró por las solapas: «Y ahora qué cuento me vas a querer contar, ahora qué dices…”. Pero se calló de repente porque Segundo le había puesto la punta de un cuchillo enorme en la garganta, no sé de dónde lo había sacado pero ahí estaba, un cuchillo grandísimo como los que usa mi madre para cortar la carne. Y había apoyado la punta en el cuello de Máximo y se reía: “¿Que ahora qué digo? Pues ahora digo que esto es otra cosa, ¿verdad? Ahora me respetas más, ¿verdad?». Máximo no se movió, no dijo nada, estaba quieto y tieso. “Con apretar un poco, sólo un poco, adiós el pobre Máximo… decía Segundo; y soltó una carcajada que sonaba muy fea. “Pero tengo una idea mejor: ahora vamos a ir todos despacito hasta aquel armario del fondo, y te vas a meter dentro de ese armario con tu enana, y yo os voy a encerrar y me marcharé con mi dinero.” “Y prenderás fuego al local antes de irte, como la vez pasada”, dijo Máximo con la voz tranquila. “¡Qué buena idea! Tendré que pensármelo…”, contestó Segundo.

»Entonces la enana empezó a moverse. Dio un paso adelante y luego otro. Segundo la miró asombrado y luego agitó el cuchillo cerca del cuello de Máximo. “¡Quieta! Como des un paso más, le mato.” Pero Airelai dijo: “No, no lo harás», y siguió avanzando. “¡Le mato! ¡Le voy a matar! ¡Le voy a degollar!”, chillaba Segundo. Pero la enana llegó junto a ellos, y arrimó un cajón, y se subió a él, mientras Segundo la miraba con los ojos como platos pero sin hacer nada; entonces Airelai se alzó de puntillas, estiró la manita, puso un dedo en la punta del cuchillo y empujó. Y la hoja se encogió, porque era uno de los puñales de mentira del número de magia.

Segundo se puso muy blanco y dejó caer el cuchillo. Máximo se volvió hacia él con toda calma y cogió algo del bolsillo de atrás del pantalón. La cosa hizo un ruidito y entonces vi que era una navaja automática y que acababa de sacarle la hoja. Y ésta sí que era de verdad, una hoja fina y peligrosa que daba miedo. Segundo miró a Máximo y Máximo miró a Segundo, con la navaja brillando entre los dos. Pero Máximo no se decidía; pasaban los segundos y todo seguía igual. «Acaba de una vez», dijo la enana. “Segundo no lo hubiera dudado tanto, tenía la pistola de doña Bárbara y te estaba esperando para matarte, pero cuando vi que llegabas yo le robé el arma.” Y entonces la enana se sacó del bolsillo la pequeña pistola plateada de la abuela. Pero Máximo seguía sin decidirse. “Si no me matas ahora”, dijo Segundo con una voz muy ronca, «si no me matas ahora, yo acabaré contigo algún día”. Y me gustó que fuera capaz de decir eso. Máximo bajó la mano, cerró la navaja y se la guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. «Vámonos», le dijo a la enana. Segundo cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar. La enana se acercó a él y le tocó en el hombro. «Segundo”, llamó. Segundo estaba todo encogido, apoyado con los codos en el suelo, llorando muy fuerte. “Segundo”, insistió Airelai. Él levantó la cara mojada y sus ojos quedaron a la misma altura que los de la enana. Entonces la enana estiró el brazo, apoyó la pistolita de la abuela en la frente de Segundo y le voló la cabeza. Todo esto fue muy rápido.

»Se fueron enseguida los dos al camerino a recoger el dinero y supongo que fue entonces cuando Máximo te dejó ese puñado de billetes en un sobre a tu nombre. Yo les vi aparecer de nuevo en el club, ya con la maleta; y cruzar la sala y salir a la calle. Hubiera podido seguirles, pero me encontraba demasiado asustado. No, no era eso, no era miedo, era como si no tuviera fuerzas, como si mis piernas no fueran mis piernas, y además estaba el asco, ya me entiendes, no podía salir de detrás de la cortina y meterme en mitad de toda esa sangre, si me quedaba detrás de la cortina era como si la sangre no fuera de verdad, como si fuera una película. Así que no me moví de allí, me quedé quieto durante mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que llegó mi madre y se puso a gritar como una loca.

»Luego, oyendo a unos y a otros, me enteré de que Máximo y la enana se habían ido directamente al aeropuerto y habían col ido un avión grande y pesado que iba a Canadá. se fue el avión que explotó aquella noche nada más despegar, con ciento setenta y tres personas dentro. Está claro que fue cosa de la maleta, 0 sea, de la bomba que tenía la maleta. Por qué estalló entonces, no se sabe. Pero el avión explotó cuando todavía estaba tomando altura y por eso se vio perfectamente en todo el Barrio, una bola de fuego que les dejó a todos achicharrados, por eso el Barrio olía tan mal, a carne quemada, los días de después. Yo no vi la explosión porque todavía estaba detrás de la cortina, pero me han dicho que el cielo se puso todo rojo con el estallido y que fue un espectáculo horroroso.

»También estalló la cabeza de Segundo, y eso sí lo vi. Fue una cosa rara, porque por delante, que era por donde la enana había disparado, no se rompió. Pero por detrás salió volando. Pedazos de cabeza y de sangre y de cosas. Lo que tenemos dentro. Se manchó el escenario y las paredes. Por eso yo no podía salir de mi escondite. Porque todo estaba lleno de él, por todas partes. Ya sé que era mi padre, pero no me importó que lo mataran. Sólo que después de que le dispararan todo me daba asco; y me sentía sucio. Ahora estoy mejor y me alegro de que Segundo ya no viva con nosotros. De todas maneras me gustó que le dijera eso a Máximo: si no me matas ahora, te mataré yo. Tenía miedo pero no se arrugó. Y eso me gustó porque era mi padre; y yo no me parezco nada a él, pero nunca se sabe.»

El sol se hundió por detrás de los tejados de las casas, el cielo se puso blanco y luego gris, llegó la noche con pasos silenciosos y se encendió la farola de la fuente, y yo seguía esperando a mi padre en el estanque. Desde donde estaba no se vela más que el comienzo de nuestra Calle; me moría de ganas de ir por lo menos hasta la puerta del club y aguardar ahí a que saliera, pero no me atrevía a desobedecerle de nuevo. Mi padre no me querría, si lo hiciera. Aún recordaba su mirada de horas antes, cuando me había dicho que me fuera: sus ojos duros y furiosos. Tanto que había soñado con su llegada, tanto que había deseado este momento, y ahora me encontraba turbada y confundida, angustiada por mi torpeza, temerosa de haberle defraudado. Cerré los párpados porque la farola daba vueltas. Con toda esta agitación no había comido, y quizá fuera eso. Pero no tenía hambre. Sólo un vacío dentro del estómago y del pecho, un vacío tan grande como una noche oscura.

Abrí los ojos y la farola ya se había quedado quieta. Menos mal. Unos chicos cruzaron la plaza y me miraron. Eran los de la banda del Botines y ya era la tercera vez que pasaban esta tarde. No eran de los Más malos, aunque tampoco fueran buena gente. Pero ahora no me asustaban lo más mínimo, porque nada podía ser peor para mí que el hecho de que mi padre no me quisiera; y ese temor insoportable me apretujaba el corazón y me inundaba la cabeza, no dejándome espacio para ningún otro miedo. Así que les devolví la mirada, desdeñosa, y ellos se marcharon por la calle Ancha dándole patadas a una lata.

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