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«¡Ah, pero para eso tienen que ir más al sur! Aquí no encontrarán nada que sea de su agrado.»

«¿Más al sur?», preguntó entonces Holland, y añadió: «¿En qué paralelo nos encontramos?»

Fue entonces cuando Kerrigan estuvo a punto de derribar a Flock, pero tuvo que reprimirse y éste respondió:

«Estamos un poco más al norte, casi lindando con el Trópico de Cáncer.»

Merivale, entonces, se encaró con Kerrigan y le preguntó que cómo explicaba aquello. El capitán, algo nervioso, respondió que había tomado aquella dirección sin consultarles por su propio bien: él conocía la zona a la perfección y sabía de la existencia de numerosas islas que cumplían todos los requisitos necesarios para satisfacerles, pero los había visto tan empeñados en ir hacia el sur que no se había atrevido a comunicarles que se había desviado por temor a que se hubiesen enfadado y le hubieran obligado a alterar el rumbo antes de llegar a aquella zona. Había supuesto que, al constatar la belleza de sus islas, le habían de agradecer su iniciativa. Pero entonces Flock, respaldado por los millonarios -que súbitamente recordaron su desilusión de la mañana cuando habían recorrido el primer islote-, le dijo que debía de estar equivocado. Él, manifestó, conocía muy bien aquella zona y tenía la certeza de que las islas que se podían encontrar por allí no tenían comparación con las que había más al sur, en las Carolinas, y les aconsejó que tomaran aquella dirección. Kerrigan, tenaz, desautorizó las palabras del austriaco y dijo con tono ofendido que él sabía muy bien lo que se traía entre manos y les aseguraba que no habría virado si no estuviera convencido de que los islotes Marcus eran los más hermosos de todo el Océano Pacífico. Flock soltó una carcajada y se enzarzó en una discusión sin fin. Él repetía una y otra vez que no encontrarían nada que fuera de su agrado en aquel lugar y Kerrigan, cada vez más excitado, sostenía lo contrario. Los millonarios se limitaban a decir que desde luego lo que habían visto por la mañana no era digno de los elogios de Kerrigan y más bien parecía demostrar que era Flock quien llevaba la razón. Así continuaron durante más de media hora hasta que de repente Beatrice Merivale dio, golpe en la mesa y dijo:

«Basta, caballeros. ¿A quién vamos a creer ¿A un miserable técnico que, como es obvio», y miró a Flock con infinito desprecio de arriba a abajo, «nunca ha llegado a nada o a un marino de Su Majestad que ha demostrado conocer su oficio a la perfección, que goza de una posición digna y seguramente de un brillante historial que la modestia le impide confesar, y que ha tenido la generosidad de aceptar nuestro insólito ofrecimiento cuando estábamos desesperados y sus planes eran muy distintos? Parece mentira, señores, que todavía puedan dudar sobre quién está diciendo la verdad.»

Merivale y Holland callaron y se miraron entre sí, abochornados. Hubo unos segundos de silencio y Kerrigan aprovechó la ocasión para intervenir:

«Gracias, señora Merivale», dijo; «le agradezco lo que ha hecho por mí. Caballeros, si ustedes así lo desean, nos dirigiremos mañana hacia las Carolinas. No les reprocho que duden de mí por haberles traído hasta aquí sin su permiso. Pero, créanme, lo hice impulsado por los motivos que ya he mencionado y creo que, de una u otra forma, ya que estamos aquí, no perderán ustedes nada por que mañana al amanecer visitemos las islas cercanas. Que nos haya defraudado el islote que hoy hemos visto no significa nada en absoluto. ¿Acaso pensaban ustedes adquirir la primera isla que encontraran? De ser así, no habrían necesitado de mis servicios. Les pido que confíen en mí y les prometo que si mañana no han hallado lo que desean, partiremos inmediatamente hacia las Carolinas.»

Merivale y Holland volvieron a mirarse y entonces el primero expresó su conformidad y, en compañía del segundo, se excusó ante Kerrigan por haber dudado de sus conocimientos y de su integridad. Flock, que había permanecido callado y probablemente humillado desde que Beatrice Merivale había golpeado la mesa con energía, se puso en pie y, sacando de su raída chaqueta un papel, se lo ofreció a Reginald Holland al tiempo que decía:

– Como ustedes quieran. Al fin y al cabo es asunto suyo. Pero permítanme que les dé este mapa de la isla Marcus y sus alrededores hecho por mí mismo. Síganlo; no dejen de ver una sola de las islas que están señaladas en él. Véanlas y tengan en mejor opinión, después, a Dieter Flock. Comprobarán que era yo quien tenía razón.

Holland cogió el mapa de sus manos, lo desdobló, lo miró y se lo entregó a Kerrigan no sin antes haber dejado que el doctor Merivale le echara un vistazo por encima de su hombro. Kerrigan se lo guardó en el bolsillo superior de su chaqueta. Dieter Flock, cabizbajo, salió del establecimiento; y cinco minutos después Kerrigan, Reginald Holland y el matrimonio Merivale le siguieron. Llegaron hasta el Uttaradit y, tras despedirse los unos de los otros hasta la mañana siguiente, todos se retiraron a sus respectivas cabinas para descansar del agitado día.

Como ve usted, señor Bayham, si los acontecimientos se precipitaron no fue precisamente por culpa de Kerrigan quien había calculado que hasta que llegaran a las islas Brooks la paz reinaría en el barco, sino que fue, como casi siempre sucede, por culpa del azar.

Al día siguiente Kerrigan se encontró con la desagradable sorpresa de que los dos esbirros chinos, demostrando ahora que no lo eran tanto, habían desaparecido. Interrogó a la gente del pueblo sobre su posible paradero y fue el mismo Flock quien, en la puerta del almacén de provisiones y con una insolencia que tenía mucho de venganza, le dijo que los había visto partir en una especie de canoa de remos antes del amanecer y le aseguró que no encontraría en la isla Marcus otros dos marinos que los reemplazaran. Y así fue: Kerrigan no tuvo más remedio que zarpar sin tripulación, o, mejor dicho, sin más tripulación que el doctor Merivale y el señor Holland, a los que hizo ver la gravedad del caso y forzó a desplegar velámenes, trepar por escalerillas y maniobrar con el timón bajo sus instrucciones. Kerrigan, durante la noche, había cavilado acerca de lo que tenía que hacer para demostrar que había sido él y no Flock quien había dicho la verdad. La zona era desconocida para él y estaba convencido de que el mapa del austriaco -una concienzuda obra hecha por una persona que sabía de cartografía- era exacto y de que la belleza de los islotes adyacentes a la isla Marcus era inexistente. Y decidió que lo mejor sería llegarse a toda marcha hasta las islas Marianas, de clima mucho más benigno y de mayores atributos paradisíacos, y hacer creer a los millonarios que éstas se trataban de aquéllos, confiando en que no se dieran cuenta del engaño cuando les explicara que se había visto obligado a dar un gran rodeo para esquivar un tifón que se les acercaba y que ello había sido el motivo de que hubieran tardado en llegar mucho más de lo que lo habían hecho el día anterior desde los islotes a la isla. Por supuesto, todos lo creyeron, excepto seguramente Beatrice Merivale, que por entonces ya se había convertido en una verdadera aliada del capitán Kerrigan merced a su intervención en contra de Dieter Flock. Kerrigan estaba cada vez más seguro de esto, pero la mezcla de incondicionalidad y pasividad que, por otra parte, ponía de manifiesto la señora Merivale en todos sus actos le hacía mantenerse todavía a la expectativa, algo confundido, sin atreverse a dar ningún paso por temor a que sus suposiciones fueran erróneas. Lo que el capitán Kerrigan no advertía -poco y mal conocedor de las mujeres- era que Beatrice Merivale pertenecía a una clase de personaje femenino que por timidez, por falta de afecto y por estar acostumbrado a que todo se lo den hecho, jamás pide las cosas directamente por muy ardientes que sean sus deseos, sino que siempre espera a que se las ofrezcan.

No sé qué maravillas logró hacer el capitán Kerrigan con su improvisada tripulación -bueno, tampoco me haga caso; nada sé acerca de navegación y tal vez no recuerdo los tiempos que me dio nuestro infortunado capitán-, pero el caso es que divisaron las islas Marianas antes de que terminara la mañana. El doctor Merivale y Reginald Holland, para los que en realidad no existían ni el desaliento ni el escepticismo, volvieron a mostrarse entusiasmados por la vista que se les ofrecía. Se apuraron aún más en sus tareas y en menos de una hora hubieron desembarcado en una isla que prometía reunir todos los requisitos indispensables para convertirse en la futura ciudad de Merry Holland. Los dos hombres se dispusieron a recorrerla en cuanto hubieron ayudado a Kerrigan a fijar la embarcación junto a la orilla e invitaron a Beatrice y al capitán a que los acompañasen. Ella contestó que no tenía ganas y que se fiaba del buen gusto de su marido y rechazó la sugerencia, y Kerrigan hizo lo propio alegando que deseaba revisar la avería que Flock había sido incapaz de descubrir y que él seguía notando cuando navegaba a cierta velocidad.

De manera que los megalómanos, especialmente joviales por intuir que la isla iba a ser de su agrado, se adentraron solos por aquellos parajes tropicales y brindaron a Kerrigan y a la señora Merivale la primera oportunidad de estar a solas.

Cuando al atardecer regresaron, Kerrigan ya había seducido a Beatrice Merivale, o -si usted lo prefiere así- Beatrice Merivale ya había seducido a Kerrigan. Como ya le dije antes, señor Bayham, fue el azar, disfrazado de Dieter Flock, lo que precipitó los acontecimientos: el doctor Horace Merivale y su amigo Reginald regresaron de su expedición tan satisfechos que no se dieron cuenta de lo que había sucedido durante su ausencia -la ternura que es capaz de sentir el capitán Kerrigan al parecer lo revelaba- y, llenos de gozo, comunicaron a éste y a la señora Merivale que habían decidido comprar la isla y que sólo esperarían hasta el día siguiente para ponerse de nuevo en marcha y dirigirse hacia Hong-Kong, desde donde harían las gestiones pertinentes para la adquisición legal. Como anteriormente le había sucedido con su socio Lutz, Kerrigan se vio sorprendido por lo único que no había previsto. Rápidamente sopesó la posibilidad, de seguir engañándoles y hacerles creer que volvían al puerto chino para en realidad continuar viajando hacia San Francisco, pero -como también le había sucedido cuando, ante la contraoferta de Lutz y Kolldehoff, decidió no seguir anticipándose a los hechos o esquivándolos y enfrentarse a ellos- la desechó. Que Merivale y Holland no hubieran advertido que llevaba rumbo noroeste cuando lo suponían sureste era una cosa; que no se dieran cuenta de que iban hacia el este cuando querían ir hacia el oeste, otra muy distinta y, se le antojó, imposible. Aunque comportarse de esta manera (después de haber sorteado infatigablemente los peligros y las situaciones apuradas abandonar la lucha) es algo muy característico de Kerrigan, creo que en aquella ocasión la existencia de Beatrice Merivale influyó en su determinación: Kerrigan sacó una pistola del bolsillo derecho, de su chaqueta y encañonó a sus patronos. Estos, al principio, creyeron que se trataba de una broma y Holland se permitió rogarle que apuntara hacia otro lado, pero cuando Kerrigan disparó contra la arena, los dos hombres, sobresaltados, fruncieron el ceño y esperaron a que el capitán hablase:

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