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“Lo pensaré”, para salir de la casa inmediatamente después.

Pasó cierto tiempo sin que ninguno de los dos hombres volviera a mencionar aquella noche ni aquella cuestión. Kerrigan, puesto que Lutz había dicho que lo pensaría, no quería insistir en el asunto por temor a que su socio montara en cólera -aunque estaba dispuesto a enfrentarse con él y a matarle si era necesario, prefería evitarlo- y decidió dejarle todo el tiempo que deseara para meditar su resolución. Lutz, por su parte, continuó inspeccionando los muelles y propinando palizas a los nativos como si nada hubiera pasado. Así transcurrió un mes y Kerrigan empezó a sospechar que Lutz estaba maquinando algo aunque su comportamiento ni siquiera lo insinuara. Por ello tomó una medida: la de hacerle viajar. Alegando que los empleados de las embarcaciones destinadas al contrabando hacían escalas imprevistas en Hong-Kong y Victoria y allí vendían parte de la carga sin su consentimiento, quedándose ellos con los beneficios de la venta, que luego, claro está, no declaraban, le indicó la necesidad de que uno de los dos -no tenían ningún hombre de confianza que pudiera suplirles- acompañara personalmente los envíos y tomara parte en las expediciones. Kerrigan no podía dejar la administración y su presencia en Amoy era indispensable; las ocupaciones de Lutz, en cambio, podían muy bien ser encomendadas a una pareja de matones. Aunque al alemán no le satisfizo la idea de tener que pasar tanto tiempo fuera de la ciudad no pudo oponerse a los razonamientos de Kerrigan y empezó a dirigir personalmente los viajes al Golfo de Bengala y al Mar de Java. Tanto Kerrigan como Lutz eran expertos en el oficio y por tanto las expediciones en busca de mercancía no representaban un gran peligro para éste, que conocía a la perfección las rutas de navegación menos vigiladas y también sabía sortear las asechanzas o escapar de las persecuciones de las patrullas de la policía británica. Pero en muchas ocasiones la llegada de las cargas a las ciudades que las suministraban -Madras y Singapur principalmente- se retrasaban, y Lutz y su embarcación se veían forzados a permanecer esperando en los puertos varias semanas, con lo que las ausencias del alemán duraban a veces más de dos meses -bien entendido que, por supuesto, Lutz sólo viajaba cuando el género era muy delicado o de primera categoría-. Ello dejó las manos completamente libres a Kerrigan en Amoy. Por un lado empezó a estafar a Lutz, que ahora se veía imposibilitado para cobrar sus honorarios semanalmente y para revisar las cuentas con tanta frecuencia como lo había hecho hasta entonces; Kerrigan le pagaba cada vez que Lutz regresaba de una travesía, pero siempre menos de lo que le correspondía. Con esto descartaba un peligro: el de que Lutz hubiera decidido demorar su respuesta hasta que tuviera ahorrado suficiente dinero como para superar la situación desventajosa en que se hallaba cuando Kerrigan le propuso comprarle su parte del negocio y para gozar de cierto bienestar monetario. Por otra parte, compró con favores la lealtad de la mayoría de los empleados de la compañía y -quizá pecando un poco de previsor- instaló en sus oficinas un verdadero arsenal: escopetas, rifles de repetición, municiones, pólvora y pistolas, por lo que pudiera suceder si un día Lutz daba rienda suelta a su rencor e intentaba tomar el local con una cuadrilla de maleantes. Kerrigan comenzó a sentirse seguro y a confiar en que la compañía sería exclusivamente suya en un plazo muy breve. Lutz, con sus constantes idas y venidas -al prosperar el negocio las demandas se habían hecho enormes-, estaba cada vez más desligado de lo que concernía a la dirección de la firma y se había convertido en un capataz; o, por lo menos, sus tareas no eran ya las propias de un copropietario acaudalado, sin duda alguna. Los meses pasaron y Lutz, por otra parte, siguió sin hacer la menor referencia a la proposición que Kerrigan le había hecho la noche del primer aniversario de la fundación de la compañía. Kerrigan llegó incluso a pensar que se le había olvidado y a preguntarse si tal vez no debería volver a hacerle su ofrecimiento -muy generoso ya entonces- aumentando la cantidad. Hasta que, once meses después de aquella noche, Lutz explotó. Como ya he dicho antes, la mayoría de los viajes del socio del atormentado capitán del Tallahassee tenían como meta Madras o Singapur, y era en esta última ciudad en la que con mayor frecuencia los encargos se retrasaban y Lutz tenía que pasar varias semanas aguardándolos con su embarcación anclada en el puerto. Ello, al parecer, le permitió familiarizarse con las costumbres y bares de la ciudad y hacer algunos conocimientos. Aproximadamente once meses después de aquella noche, como digo, Lutz desembarcó en Amoy de regreso de un viaje a Singapur; pero no llegó solo: lo acompañaba un hombre de unos treinta y cinco años, rubio, alto, delgado, cetrino, con un frondoso bigote bajo su nariz, mirada algo torva que también podía deberse a una pronunciada miopía sin corregir, vestido exactamente igual que Lutz con la diferencia de que el traje blanco -tan arrugado como el de éste- le sentaba bastante mejor, y portando, por lo menos, un enorme pistolón cuya culata asomaba por el bolsillo derecho de sus pantalones haciendo que el faldón de su chaqueta, levantado, se viera especialmente arrugado. Kerrigan los vio descender del barco desde la ventana de su despacho en Kerrigan amp; Lutz / Compañía de préstamos y navegación, e, intrigado, se preguntó quién podría ser el amigo de su socio. Parecía un hombre decidido a pesar de que su figura era desvaída y, desde luego, su mirada no era noble. Su aspecto era el de un rufián, en suma. Los dos hombres, en vez de dirigirse inmediatamente hacia las oficinas de la compañía, tomaron el camino que llevaba al hotel en que siempre se había hospedado Lutz, y Kerrigan pensó que éste, haciendo un derroche de educación y buenas maneras que no estaba acostumbrado a ver en él, había considerado oportuno acompañar a su invitado hasta su alojamiento y aguardar a que se hubiera dado un baño y hubiera descansado un poco de la fatiga del viaje para presentárselo y para entregarle el informe de la operación efectuada en Singapur, que en aquella ocasión era un cargamento de seda de óptima calidad. Sin embargo, ante lo desusado de la situación, tomó sus medidas: envió a un chino al hotel Cleveland para que saludara en su nombre a Lutz y a su acompañante y les preguntara por el resultado del viaje, y por otra parte cargó dos de sus pistolas y se guardó una, de tamaño reducido, en uno de los bolsillos de su chaqueta y puso la otra en el cajón central de su mesa de trabajo. También llamó a dos de sus empleados y les advirtió que estuvieran alerta y que no se alejaran demasiado del edificio por si él los llamaba. Hecho lo cual se sentó ante una ventana desde la que se divisaba la puerta principal del hotel y se dispuso a esperar la llegada de Lutz y de su amigo de paso firme y desviación en la mirada. Se hicieron tardar los dos sujetos y Kerrigan no los vio salir y encaminarse hacia su local hasta hora y media más tarde. Durante este lapso de tiempo el chino que había enviado al hotel regresó diciendo que el señor Lutz se había negado a recibirle. Cuando se cercioró de que se dirigían hacia Kerrigan amp; Lutz Kerrigan se apartó de la ventana, se sentó ante su mesa y esparció algunos papeles y documentos por encima de ella, con el objeto de hacerles creer, cuando entraran, que su llegada no había logrado apartarle de su trabajo. El recorrido desde el hotel hasta las oficinas de la compañía de préstamos y navegación no era demasiado corto, por lo que el capitán aún tuvo tiempo de asomarse un par de veces a la ventana y observar la marcha de los dos hombres. Ambos caminaban ahora con paso decidido y Lutz no disimulaba una expresión de felicidad en su rostro que Kerrigan no había visto desde la famosa noche, y esto le inquietó todavía más. Por fin, de nuevo sentado ante su mesa, Kerrigan oyó el ruido que hacían los botines de Lutz y los zapatos de su compañero al subir los escalones del porche y luego unos golpecitos suaves en la puerta de madera. Dijo:

«Adelante», y ésta se abrió dando paso a los recién llegados.

Lutz, muy sonriente, avanzó hasta Kerrigan y le ofreció su mano. Su actitud era cordial y Kerrigan se la estrechó. Entonces Lutz se volvió hacia el hombre alto y delgado y lo presentó como el señor Kolldehoff, holandés. Kerrigan, que se había puesto en pie sin separarse de la mesa, estrechó también su mano y, tras rogarles que tomaran asiento, volvió a dejarse caer sobre su silla. Lutz y Kolldehoff atendieron a las indicaciones de Kerrigan y entonces el primero empezó a hablar. Dijo que el cargamento, como siempre, había llegado sin novedad y que esperaba que Kerrigan encontrara mejores ofertas de las que había tenido por el anterior envío de seda, a lo cual el americano contestó que haría lo posible, y añadió, dirigiéndose más bien a Kolldehoff, que la competencia estaba empezando a abrirse paso también en la ciudad de Amoy y que no era ya tan fácil colocar los géneros a buen precio como cinco años atrás. Kolldehoff se limitó a asentir con la cabeza en silencio. Fue entonces cuando Kerrigan cometió una imprudencia, aunque me imagino que de no haberlo hecho poco habrían variado los resultados de aquella entrevista: se encaró con Lutz y comenzó a hablarle de su próximo viaje, esta vez a Batavia, para recoger un cargamento de habanos procedentes de América. Le dio instrucciones, órdenes, le hizo ver la importancia de la mercancía -por primera vez americana-, le comunicó que habría de prescindir del timonel habitual por desconfiar de su fidelidad, le indicó la ruta que habría de seguir, le informó de la contraseña que habría de emplear para reconocer al hombre que le proporcionaría las cajas de habanos y, sin embargo, no observó que el rostro de Lutz se iba ensombreciendo más y más a medida que él hablaba. Entonces Kolldehoff miró al alemán con impaciencia y éste dio un puñetazo sobre la mesa. Kerrigan, sorprendido, interrumpió su torrente de palabras e instintivamente abrió un poco el cajón donde había escondido la pistola -con la mano izquierda- y se llevó la derecha al bolsillo de su chaqueta. Lutz, con mucho aplomo, se puso en pie y dijo que no deseaba demorar por más tiempo el feliz momento de comunicarle la buena noticia de que ya tenía una respuesta a la oferta que Kerrigan le había hecho once meses antes. Nuestro amigo se separó un poco de la mesa y preguntó:

«¿Y cuál es esa respuesta?»

«Deseo comprar tu parte, Kerrigan», contestó Lutz.

En todos aquellos meses lo único que Kerrigan no había previsto era lo que entonces estaba sucediendo: él nunca creyó muy hábil a su socio. Aunque suponía cuál iba a ser la contestación del alemán, dominó su nerviosismo, soltó una carcajada e inquirió con cierta sorna:

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