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Pero en realidad, no tenía nada qué hacer. Lo habían acordado la tarde anterior:

– A las once de la mañana, cuando todos los contratados estén en sus cargos, si no pasa nada raro, nosotros desconectamos los celulares y empezamos a funcionar con piloto automático. Que laburen los de cocina, el personal de atención de mesa, las promotoras, el animador, los sonidistas y los números del show. Nosotros, a joder y a festejar a la par de los invitados…! -Había resumido el Mecánico y todo el personal asintió.

Pero el gerente no tenía motivos para festejar. Según lo convenido, antes del almuerzo vestiría su short a rayas y el kimono de toalla: salvo los custodios, algún viejo y una gorda de piel muy blanca del diario La Nación, todos estaban en trajes de baño y alrededor de la pileta. La gerencia quedaría en suspenso por unas horas: si no se cambiaba ya mismo, confirmaría su papel de "cagón".Ser "empleado" y "cagón": nunca imaginó que viviría una situación tan desgraciada.

La desdicha del "cagón" es temer mientras los demás hacen. Temer, en este caso, es un no hacer que produce más que cualquier acción que se ejecute, y aunque parezca una de las formas en que se manifestaría la duda, es todo lo contrario. El temor que pretendió haber visto su jefe cuando lo llamó "cagón" era una forma consumada de la certeza: la extrema certidumbre sobre el propio destino de fracaso e infelicidad.

El gerente no alcanzaba definir la idea que lo volvía a rondar cada vez que evocaba sus años de carrera en Sheraton. Tenía bien clara -lo había terminado de aprender ahora, y con dolor- la diferencia entre una corporación americana y una sociedad de aventureros argentinos.

Allí a nadie le habrían infligido la humillación de recordarle que era un empleado, y no solo porque todos -hasta el mismo presidente- se imaginaban empleados, sino por algo que tampoco terminaba de definir y tal vez fuese la vigencia de un acuerdo tácito en contener el nivel de humillación en un marco de cortesía y discreción institucional.

Como el amor de madre que evocan los que no la tienen a su alcance, esta experiencia corporativa es una de tantas sensaciones sin nombre que cuanto menos pensadas y peor definidas se lleven por la vida, más inexorablemente pesan sobre las personas.

Pero él no pensaba en su madre. Estaba cambiándose en el vestuario mientras controlaba por el ojo de buey de la puerta que daba al sauna: temía que algún invitado se metiese allí y, justo ese mediodía de tanto calor, tratando de poner en marcha las estufas, produjese una catástrofe. También temía que hubiera alguna confusión entre las gavetas o que, al retirarse, algún invitado dijera que le faltaba algo. Se probó el kimono -no le quedaba mal- y se miró al espejo. En ese momento apareció el tipo desnudo. Era uno de los custodios que habían andado haciendo fielding y estaba abriendo el bolso de obsequio y miraba su kimono y su short. Era alto: le llevaba más de una cabeza y no pudo evitar bajar la vista y mirarle el pene, grande e inusualmente largo. En contraste con su cuerpo, uniformemente bronceado hasta los mismos glúteos, el pene tenía la piel rosada, como de bebé, y muy poco pelo. Tal vez a causa de su musculatura marcada por el deporte o las artes marciales que debía dominar, le pareció que también en su sexo tenía algo atlético, pero no se atrevió a confirmarlo: eso habría requerido que lo volviese a mirar y el tipo -que sin duda era un oficial de policía- podía interpretarlo mal.

En cambio le miró los músculos de la espalda y los brazos. En el izquierdo, alrededor del bíceps, tenía un elástico amarillo que fijaba un pequeño receptor. Pensó que sería una radio pero cuando el tipo terminaba de vestirse, se oyeron unos bips y comprobó que se trataba de un celular en miniatura.

Apoyaba la oreja contra el brazo y hablaba. Mencionaba a un tal Pablo Suárez: el gerente no pudo determinar si era su nombre, el de su interlocutor o el de un tercero al que se referían en la conversación.

Decía que en la terraza estaba todo claro y despejado y ordenaba que cuando llegase el auto de la señora la acompañaran hasta el último piso.

En la terraza vio dos falsos fotógrafos. Eran también tipos atléticos, más jóvenes que el custodio, y andaban con bolsos de Nikon y antiguas cámaras con teleobjetivo. Uno de ellos trepó ágilmente la escalera del tanque de agua y, ahora, en la altura, se había instalado a vigilar. Simulaba estar tomando fotografías de la piscina.

Alguien había corrido la voz de que llegaba "la señora" y recién cuando se agrupó gente alrededor de la entrada la terraza, se enteró de que se trataba de la Cementera.

El animador estaba anunciándolo y todos, hasta los mozos, habían empezado a aplaudir. El gerente sintió una punzada en la boca del estómago.

Otra vez la contradicción: la presencia de la vieja significaba que la inauguración había sido un éxito, y era también su triunfo, porque garantizaba prensa, publicidad y prometía un mejor perfil para la futura clientela del Karina: todo eso se traducía en la certeza de que, al menos por unos meses, conservaría su empleo, aunque fuese un cagón.

Pero ese éxito era un fracaso relativo pues lo subordinaba aún más al verdadero triunfador: el orden de aventureros e improvisados guarangos como sus patrones, bajo el que había terminado por caer y, para peor, percibía que también integraba a la Cementera.

La vieja había rehusado la invitación del animador de que saludara desde el escenario, y ahora estaba estrechando la mano de cada uno que se le acercara. A las mujeres las saludaba con un beso. Sabía besar. Tal vez lo habría aprendido en algún curso de protocolo.

Por lo general, si se observa a las mujeres cuando saludan besando a otras, se descubre que vuelven la cara hacia fuera, y que no pocas llegan a dibujar una expresión de repugnancia con la nariz o con la boca.

– La gente es muy boluda… -decía un asistente de relaciones públicas del Sheraton que estaba a cargo de un curso de protocolo para los nuevos funcionarios-: La gente va a besar y se imagina que apoyando los labios o la mejilla contra la cara del otro, como el otro no lo puede ver, no habría nadie más en el mundo que pueda ver lo que su cara expresa. Por eso ustedes tienen que mirar bien -aconsejaba- y registrar la manera de comportarse de la gente en público para no hacer después las mismas boludeces…

En una de las sesiones les había propuesto un ejercicio. Debían ir al bar, justo a la hora en que la gente de oficinas aparecía por el hotel a tomar algo, y observar qué hacían las mujeres cuando salían del baño. Casi todas las mujeres iban al baño poco antes de dejar sus mesas, cuando sus acompañantes pedían la cuenta y se disponían a pagar. Al cabo de media hora los muchachos volvieron con sus blocks de notas, unos pocos comentaron que las mujeres salían del baño mirándose u oliéndose los dedos.

En la sesión siguiente les hizo repetir la observación comprobando que, en unos pocos minutos habían visto entre doce y quince mujeres de las cuales no menos de ocho, -diez, según algunos- habían salido oliéndose.

Por suerte conservaba los manuales de capacitación de los cursos que había seguido en el Sheraton. Varias veces lo habían mandado a Chicago, Santo Domingo y a Nápoles a distintos seminarios que eran parte de su formación. Ahora, manuales, folletos y brochures, algunos firmados por los profesores y por sus compañeros de curso se ordenaban en un estante destacado de la biblioteca del living de su casa. Y eran el mejor recuerdo de su paso por Sheraton.

Era un convencido de que no hay que prestar libros porque la gente los lleva excitada por un entusiasmo de momento y la mayoría de las veces olvida leerlos, de modo que el libro queda por ahí, perdido como la memoria de ese préstamo, hasta que un día, limpiando y ordenando, alguien termina por ubicarlo en el estante de la biblioteca que mejor se correspondiese con su tamaño, o sus colores y el libro pasa a formar parte del mobiliario y si por azar quien lo llevó prestado recuerda su promesa, eso que ahora es un detalle más del patrimonio familiar, desalienta toda intención de devolverlo a su dueño.

Pero él también había prestado libros por error, y aunque no llevaba la cuenta, también poseía libros procedentes de préstamos ocasionales.

Pero jamás prestaría los manuales de sus cursos, ni permitiría que cualquiera los consulte. No descartaba que alguna vez podría escribir un libro sobre marketing hotelero y aquel estante sería la mejor orientación para planificarlo.

Pressing Flesh -"prensando carne"- llamaban en Chicago a la manera de saludar de las figuras públicas americanas. El hábito venía de los políticos, que en sus campañas electorales tenían como meta estrechar la mano de la mayor cantidad posible de electores. Hubo uno que contrató a un asistente que se ocupaba exclusivamente de llevar la cuenta.

En las convenciones republicanas se consideraba que una buena performance de campaña requería cumplir la media de cuatro saludos por minuto, de modo que si el precandidato permanecía cuatro horas en el encuentro, no podía darse por satisfecho si realizaba menos de novecientos apretones de carne electoral.

Siguiendo a los Kennedy, los demócratas que solían hacer sus convenciones en el campus de alguna universidad o en centros comunitarios perfeccionaron la técnica: tomando con la palma izquierda la muñeca derecha de uno de cada tres o cada cuatro participantes que estuviese saludando, el apretón de manos ganaba calidez, y, paradojalmente, duraba menos. Hay un video de la campaña de Joe Wallace, el candidato más joven que compitió por el estado de Connecticut, que lo muestra saludando satisfactoriamente a ciento diez convencionales en el lapso de apenas veinte minutos que dura la grabación.

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