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Entonces la vio.

Alertado por un ruido de agua caída de improviso, se volvió, y pudo verla moviéndose hacia el sur, a unos cincuenta metros de distancia.

Se movía con lentitud, con el hocico abierto y azotándose los costados con el rabo. Calculó que de cabeza a rabo medía sus buenos dos metros, y que parada sobre dos patas superaba la estatura de un perro pastor.

El animal desapareció tras un arbusto y casi enseguida se dejó ver nuevamente. Esta vez se movía en dirección norte.

– Ese truco lo conozco. Si me quieres aquí, bueno, me quedo. Entre la nube de vapor tú tampoco vas a ver nada -le gritó, y se parapetó apoyando la espalda en un tronco.

La pausa de lluvia convocó de inmediato a los mosquitos. Atacaron buscando labios, párpados, rasmilladuras. Las diminutas arenillas se metían en los orificios nasales, en las orejas, entre el pelo. Rápidamente se metió un cigarro en la boca, lo masticó, deshizo, y se aplicó la pasta salivosa en el rostro y en los brazos.

Por fortuna, la pausa duró poco y se largó a llover con renovada intensidad. Con ello regresó la calma y sólo se escuchaba el ruido del agua penetrando entre el follaje.

La hembra se dejó ver varias veces, siempre moviéndose en una trayectoria norte-sur.

El viejo la miraba estudiándola. Seguía los movimientos del animal para descubrir en qué punto de la espesura realizaba el giro que le permitía volver al mismo punto del norte a recomenzar el paseo provocativo.

– Aquí me tienes. Yo soy Antonio José Bolívar Proaño y lo único que me sobra es paciencia. Eres un animal extraño, no hay dudas de eso. Me pregunto si tu conducta es inteligente o desesperada. ¿Por qué no me rodeas e intentas simulacros de ataque? ¿Por qué no te metes hacia el oriente, para seguirte? Te mueves de norte a sur, giras al poniente y retomas el camino. ¿Me tomas por un cojudo? Me estás cortando el camino al río. Ese es tu plan. Quieres verme huir selva adentro y seguirme. No soy tan cojudo, amiga. Y tú no eres tan inteligente como supuse.

La miraba moverse y en algunas ocasiones estuvo a punto de disparar, pero no lo hizo. Sabía que el tiro debía ser definitivo y certero. Si solamente la hería, la hembra no le daría tiempo para recargar el arma, y por una falla de los percutores se le iban los dos cartuchos al mismo tiempo.

Las horas pasaron y cuando la luz disminuyó supo que el juego del animal no consistía en empujarlo hacia el oriente. Lo quería ahí, en ese sitio, y esperaba la oscuridad para atacarlo.

El viejo calculó que disponía de una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro.

Esperó a que la hembra terminase con uno de los desplazamientos hacia el sur y diera el rodeo que la regresaba al punto de partida. Entonces, a toda carrera se lanzó en pos del río.

Llegó a un antiguo terreno desbrozado que le permitió ganar tiempo y lo atravesó con la escopeta apretada contra el pecho. Con suerte alcanzaría la orilla del río antes que la hembra descubriese su maniobra evasoria. Sabía que no lejos de allí encontraría un campamento abandonado de buscadores de oro en el que podría refugiarse.

Se alegró al escuchar la crecida. El río estaba cerca. No le quedaba más que bajar una pendiente de unos quince metros cubierta de heléchos para alcanzar la ribera, cuando el animal atacó.

La hembra debió de moverse con tal velocidad y sigilo, al descubrir el intento de fuga, que consiguió correr paralela sin que lo notase, hasta situarse a un costado del viejo.

Recibió el empujón propinado con las patas delanteras y rodó dando volteretas pendiente abajo. Mareado, se hincó blandiendo el machete con las dos manos y esperó el ataque final.

Arriba, al borde de la pendiente, la hembra movía el rabo frenética. Las pequeñas orejas vibraban captando todos los ruidos de la selva, pero no atacaba.

Sorprendido, el viejo se movió lentamente hasta recuperar la escopeta.

– ¿Por qué no atacas? ¿Qué juego es éste? Abrió los martillos percutores y se echó el arma a los ojos. A esa distancia no podía fallar.

Arriba, el animal no le despegaba los ojos de encima. De improviso, rugió, triste y cansada, y se echó sobre las patas.

La débil respuesta del macho le llegó muy cerca y no le costó encontrarlo.

Era más pequeño que la hembra y estaba tendido al amparo de un tronco hueco. Presentaba la piel pegada al esqueleto y un muslo casi arrancado del cuerpo por una perdigonada. El animal apenas respiraba, y la agonía se veía dolorosísima. -¿Eso buscabas? ¿Que le diera el tiro de gracia? -gritó el viejo hacia la altura, y la hembra se ocultó entre las plantas.

Se acercó al macho herido y le palmoteo la cabeza. El animal apenas alzó un párpado, y al examinar con detención la herida vio que se lo empezaban a comer las hormigas.

Puso los dos cañones en el pecho del animal.

– Lo siento, compañero. Ese gringo hijo de la gran puta nos jodio la vida a todos. -Y disparó.

No veía a la hembra pero la adivinaba arriba, oculta, entregada a lamentos acaso parecidos a los humanos.

Cargó el arma y caminó despreocupado hasta alcanzar la deseada ribera. Había sacado unos cien metros de distancia cuando vio a la hembra bajando al encuentro del macho muerto.

Al llegar al puesto abandonado de los buscadores de oro estaba casi oscuro, y encontró que el aguacero había derribado la construcción de cañas. Dio un rápido vistazo al lugar y se alegró de encontrar una canoa de vientre rasgado volcada sobre la playa.

Encontró también un costal con lonjas de banano seco, se llenó los bolsillos y se metió bajo el vientre de la canoa. Las piedras del suelo estaban secas. Suspiró aliviado al tenderse boca arriba, con las piernas estiradas y seguro.

– Tuvimos suerte, Antonio José Bolívar. La caída era para romperse más de un hueso. Suerte lo del colchón de helechos.

Dispuso el arma y el machete a sus costados. El vientre de la canoa ofrecía altura suficiente para ponerse a horcajadas si deseaba avanzar o retroceder. La canoa medía unos nueve metros de largo y mostraba varias rasgaduras producidas por las afiladas piedras de los rápidos.

Acomodado, comió unos puñados de banano seco y encendió un cigarro que fumó con verdadero deleite. Estaba muy cansado y no tardó en quedarse dormido.

Lo acometió un sueño curioso. Se veía a sí mismo con el cuerpo pintado con los tonos tornasolados de la boa, y sentado frente al río para recibir los efectos de la natema.

Frente a él, algo se movía en el aire, en el follaje, sobre la superficie del agua quieta, en el fondo mismo del río. Algo que parecía tener todas las formas, y nutrirse al mismo tiempo de todas ellas. Cambiaba incesantemente, sin permitir que los ojos alucinados se acostumbrasen a una. De pronto asumía el volumen de un papagayo, pasaba a ser un bagre guacamayo saltando con la boca abierta y se tragaba la luna, y al caer al agua lo hacía con la brutalidad de una quebrantahuesos desplomándose sobre un hombre. Ese algo carecía de forma precisa, definible, y tomara lo que tomara siempre permanecían en él los inalterables brillantes ojos amarillos.

– Es tu propia muerte disfrazándose para sorprenderte. Si lo hace, es porque todavía no te llega el momento de marcharte. Cázala -le ordenaba el brujo shuar, masajeando su aterrado cuerpo con puñados de ceniza fría.

Y la forma de ojos amarillos se movía en todas direcciones. Se alejaba hasta ser tragada por la difusa y siempre cercana línea verde del horizonte, y al hacerlo los pájaros volvían a revolotear con sus mensajes de bienestar y plenitud. Pero pasado un tiempo reaparecía en una nube negra bajando rauda, y una lluvia de inalterables ojos amarillos caía sobre la selva prendiéndose de los ramajes y las lianas, encendiendo la jungla con una tonalidad amarilla incandescente que lo arrastraba de nuevo al frenesí del miedo y de las fiebres. El quería gritar, pero los roedores del pánico le destrozaban a dentelladas la lengua. El quería correr, pero las delgadas serpientes voladoras le ataban las piernas. El quería llegar a su choza y meterse en el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo y abandonar esos parajes de ferocidad. Pero los ojos amarillos estaban en todas partes cortándole el camino, en todas partes al mismo tiempo, como ahora, que los sentía arriba de la canoa, y ésta se movía, oscilaba con el peso de aquel cuerpo caminando sobre su epidermis de madera.

Contuvo la respiración para saber qué ocurría.

No. No permanecía en el mundo de los sueños. La hembra estaba efectivamente arriba, paseándose, y como la madera era muy lisa, pulida por el agua incesante, el animal se valía de las garras para sujetarse caminando de proa a popa, entregándole el cercano sonido de su respiración ansiosa.

El paso del río, la lluvia y el paseo del animal eran toda su referencia del universo. La nueva actitud del animal lo obligaba a pensar aceleradamente. La hembra había demostrado ser demasiado inteligente como para pretender que él aceptara el desafío y saliera a enfrentarla en plena oscuridad.

¿Qué nueva treta era ésa? ¿Tal vez era cierto lo que decían los shuar respecto del olfato de los felinos? «El tigrillo capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo.»

Algunas gotas y luego unos chorros pestilentes se mezclaron con el agua que entraba por las rasgaduras de la canoa.

El viejo entendió que el animal estaba enloquecido. Lo meaba. Lo marcaba como su presa, considerándolo muerto antes de enfrentarlo.

Así pasaron largas y densas horas, hasta que una débil claridad se invitó a pasar hasta el refugio.

El, abajo, comprobando de espaldas la carga de la escopeta, y arriba la hembra, en un paseo incansable que se tornaba más corto y nervioso.

Por la luz dedujo que era cerca del mediodía cuando sintió bajar al animal. Atento, esperó por los nuevos movimientos, hasta que un ruido a un costado le advirtió que la hembra cavaba entre las piedras sobre las que se asentaba la embarcación.

La hembra decidía entrar a su escondite ya que él no respondía al desafío.

Arrastrando el cuerpo de espaldas, retrocedió hasta el otro extremo de la canoa, justo a tiempo para evitar la garra aparecida lanzando zarpazos a ciegas.

Alzó la cabeza con la escopeta pegada al pecho y disparó.

Pudo ver la sangre saltando de la pata del animal, al mismo tiempo que un intenso dolor en el pie derecho le indicaba que calculó mal la abertura de las piernas, y varios perdigones le habían penetrado en el empeine.

Estaban iguales. Los dos heridos.

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