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Meció el tronco hasta que cayeron dos frutos de pulpa fragante, y se encaminó hasta la región de los loros, papagayos y tucanes.

Cargaba los frutos en el morral y caminaba buscando los claros de selva, evitando encuentros con animales no deseados.

Una serie de quebradas lo condujeron hasta una zona de vegetación frondosa, poblada de avisperos y panales de abejas laboriosas, veteada de mierda de pájaros por todas partes. En cuanto se internó en esa espesura se produjo un silencio que duró varias horas, hasta que las aves se acostumbraron a su presencia.

Con lianas y bejucos fabricó dos jaulas de tejido cerrado, y al tenerlas listas buscó plantas de yahuasca.

Entonces desmenuzó las papayas, mezcló la olorosa pulpa amarilla de los frutos con el zumo de las raíces de yahuasca conseguido a golpes de mango de machete, y, fumando, esperó a que la mezcla fermentase. Probó. Sabía dulce y fuerte. Satisfecho, se alejó hasta un riachuelo, donde acampó hartándose de peces.

Al día siguiente comprobó el éxito obtenido con las trampas.

En la región de los micos encontró a una docena de animales fatigados por el estéril esfuerzo de liberar sus manos empuñadas, atrapadas en las calabazas. Seleccionó tres parejas jóvenes, las metió en una de las jaulas y liberó al resto de los micos.

Más tarde, donde había dejado los frutos fermentados encontró una multitud de loros, papagayos y otras aves durmiendo en las posiciones más inimaginables. Algunos intentaban caminar con pasos vacilantes o trataban de levantar el vuelo batiendo las alas sin coordinación.

Metió en una jaula una pareja de guacamayos oro y azul, y otra de loritos shapul, apreciados por habladores, y se despidió de las demás aves deseándoles un buen despertar. Sabía que la borrachera les duraría un par de días.

Con el botín a la espalda regresó a El Idilio, y esperó a que la tripulación del Sucre terminara con las faenas de carga para acercarse al patrón.

– Sucede que tengo que viajar para El Dorado y que no tengo dinero. Usted me conoce. Me lleva, y le pago más allá, en cuanto venda los bichitos.

El patrón echó una mirada a las jaulas y se rascó la barba de varios días antes de responder.

– Con uno de los loritos me doy por pagado. Hace tiempo le prometí uno a mi hijo.

– Entonces le separo una pareja y queda también cubierto el pasaje de regreso. Además, estos pajaritos se mueren de tristeza si se les separa.

Durante la travesía charló con el doctor Rubicundo Loachamín y lo puso al tanto de las razones de su viaje. El dentista lo escuchaba divertido.

– Pero, viejo, si querías disponer de unos libros, ¿por qué no me hiciste antes el encargo? De seguro que en Guayaquil te los hubiera conseguido.

– Se le agradece, doctor. El asunto es que todavía no sé cuáles libros quiero leer. Pero en cuanto lo sepa le cobraré la oferta.

El Dorado no era, en ningún caso, una ciudad grande. Tenía un centenar de viviendas, la mayoría de ellas alineadas frente al río, y su importancia radicaba en el cuartel de policía, en un par de oficinas del Gobierno, en una iglesia y una escuela pública poco concurrida. Para Antonio José Bolívar, luego de cuarenta años sin abandonar la selva, era regresar al mundo enorme que antaño conociera.

El dentista le presentó a la única persona capaz de ayudarle en sus propósitos, la maestra de escuela, y consiguió también que el viejo pudiera pernoctar en el recinto escolar, una enorme habitación de cañas provistas de cocina, a cambio de ayudar en las tareas domésticas y en la confección de un herbario.

Una vez vendidos los micos y los loros, la maestra le enseñó su biblioteca.

Se emocionó de ver tanto libro junto. La maestra poseía unos cincuenta volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea de revisarlos ayudado por la lupa recién adquirida.

Fueron cinco meses durante los cuales formó y pulió sus preferencias de lector, al mismo tiempo que se llenaba de dudas y respuestas.

Al revisar los textos de geometría se preguntaba si verdaderamente valía la pena saber leer, y de esos libros guardó una frase larga que soltaba en los momentos de mal humor: «La hipotenusa es el lado opuesto al ángulo recto en un triángulo rectángulo». Frase que más tarde causaba estupor entre los habitantes de El Idilio, y la recibían como un trabalenguas absurdo o una abjuración incontestable.

Los textos de historia le parecieron un corolario de mentiras. ¿Cómo era posible que esos señoritos pálidos, con guantes hasta los codos y apretados calzones de funámbulo, fueran capaces de ganar batallas? Bastaba verlos con los bucles bien cuidados, mecidos por el viento, para darse cuenta de que aquellos tipos no eran capaces de matar una mosca. De tal manera que los episodios históricos fueron desechados de sus gustos de lector.

Edmundo D'Amicis y Corazón lo mantuvieron ocupado casi la mitad de su estadía en El Dorado. Por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, pero tanto va el cántaro al agua que una tarde se dijo que tanto sufrimiento no podía ser posible y tanta mala pata no entraba en un solo cuerpo. Había de ser muy cabrón para deleitarse haciendo sufrir de esa manera a un pobre chico como El Pequeño Lombardo, y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró aquello que realmente deseaba.

El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.

La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolongados que el tiempo.

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